Pueden hacerla o contarla, pero la Historia no repara ni distingue ante las edades de quienes, a un lado o al otro de la crónica, forman parte de los hechos que la integran. Manuel Ovalle era un joven de 20 años cuando se encontró por primera vez en el lado de los que dan noticia. El departamento de Filmadores de TVE —que se llamaba entonces a los reporteros gráficos— le envió al encuentro de la Historia en noviembre de 1975: tras 50 horas abierta en la sala de columnas del Palacio de Oriente, se iba a clausurar la capilla ardiente y a cerrar el ataúd de Francisco Franco.
Aún faltaba mucho tiempo para que el cambio llegase. Hasta entonces, Ovalle fue el primero que cargó un chasis con una emulsión de color reversible, la 7240 de Kodak. “Antes de ese momento se filmaba en blanco y negro”, comenta este cronista de la historia en Ovalle, reportero gráfico (Editorial Niebla), resultado de varias conversaciones con Ana Martín, presenciales y online, pero siempre en torno a sus 47 años de actividad profesional. Casi cinco décadas que le convirtieron en un reportero legendario. Coincidiendo con el 50º aniversario de su entrada en TVE, este libro, con todos sus recuerdos, se pone en estos días a la venta.
“Al hecho de vivir este hito histórico se sumaba la responsabilidad de cargar los chasis de la cámara de cine”, recuerda volviendo sobre aquella cita en el Palacio de Oriente. “El sudor de mis manos se deslizaba como una serpiente en busca de su presa por el saco negro azabache, donde cambiaba los chasis, mientras un pensamiento incesante torturaba mi mente: que no se me vele la película, por favor».
Afortunadamente no se veló: a los buenos camarógrafos y fotógrafos nunca se les velaban. Aunque en aquella ocasión sólo cambió y cargó los chasis de la cámara, para poder entrar en el Palacio de Oriente de riguroso luto, como exigía la etiqueta de entonces, tuvo que estrenar antes de tiempo el traje que reservaba para su boda. E incluso retrasar el enlace: la Historia le tuvo pendiente de su discurrir durante un mes seguido. Aquella fue la primera vez que la futura leyenda de los pasillos de Torre España participó en una ilustración fundamental de nuestra historia: la que ponía el punto final a la dictadura. Un nuevo tiempo se abrió entonces para el país, al cerrar aquel ataúd, y la nueva era trajo una auténtica edad de oro del periodismo español, prolongada hasta que la implantación de Internet, a comienzos de siglo, trajo unos nuevos usos y costumbres. Y las viejas emulsiones fotográficas —el F-22 de Valca, el Negrapan 21 y algunas otras— con las que trabajaron cuantos sabían cargar un chasis con las manos dentro de un saco negro, pasaron a engrosar la lista de los utensilios de la prehistoria de la profesión.
Ovalle, como el reportero mítico que es, con el ojo en el visor de su cámara, pasó de la Arriflex a la Betacam y del esplendor finisecular a la novedad del tercer milenio. Siempre en pos de las imágenes de la noticia, recorrió 135 países y 15 conflictos bélicos, en los que siempre procuró estar a ambos lados de la línea de fuego. Con Arturo Pérez-Reverte cubrió la guerra del Líbano. “Tuvimos ocasión de trabajar juntos en los servicios informativos de Televisión Española”, recuerda el académico en el prólogo del libro. “Lo conozco bien de todos esos años y le profeso el respeto debido a los viejos compañeros veteranos del tiempo en el que un periodista, perdido allá en los confines de un mundo peligroso, no estaba obligado como ahora a entrar en directo tres veces al día para los telediarios, sino que poseía la libertad de movimientos suficiente para acudir, a su propio riesgo, allí donde los acontecimientos por narrar, imágenes por capturar, y donde, felizmente lejos de jefes y redacciones, ignorando aún lo que era un teléfono móvil, los reporteros podían y debían adoptar sus propias decisiones”.
Es sabida la camaradería que se establece entre los enviados especiales. Jugarse la vida juntos une mucho. Pero en el caso de Manuel Ovalle llama la atención el cariño con el que le recuerdan, en las palabras preliminares a las evocaciones del viejo filmador, algunos de los periodistas más destacados de ese medio siglo que a él se le pasó con el ojo pegado al visor de una cámara de TVE. Almudena Ariza nos transporta a Erbil, en el norte de Irak, en plena guerra contra Sadam Hussein. “Manolo Ovalle, junto a su ayudante, Miguel Ángel Cano y yo, estamos filmando en el interior de un infecto agujero cavado en la tierra. Es una trinchera del precario ejército de peshmergas kurdos, los combatientes locales que luchan contra los soldados de Sadam”.
Les habían dicho que aquello estaba limpio de enemigos cuando vieron que un vehículo pesado, con un lanzagranadas, avanzaba hacia ellos. “Por primera vez siento que mi mente está rebobinando escenas de mi vida a toda velocidad”, continúa Ariza, quien ya se imaginaba inmersa en esa sucesión de imágenes, que dicen sintetiza nuestra vida cuando el abrazo de la Parca es inminente. Pero “Manolo insiste: si silban, todo está bien. Y es verdad, comienzo a escuchar el silbido de los proyectiles. Todavía estoy viva, aunque mi corazón late desenfrenadamente”.
Minutos después, cuando los peshmergas les mostraron un camino de salida de aquella trinchera, ¡por un terreno minado!, Ovalle indicó a su ayudante que fuera el último, filmando con la cámara pequeña: “Por si pasa algo. Que al menos así sabrán cómo la palmamos”. Y Ariza nos habla de ese guiño con el que el camarógrafo terminó la frase para que con la broma se olvidasen del miedo.
Rosa María Calaf, con quien Ovalle inauguró la corresponsalía de TVE en Moscú en el año 1987, nos refiere el humanismo de su mirada, de cómo empatizaba con los sujetos que filmaba: “Sabía captar los recovecos del entorno y colocar a la persona en el centro del interés. Sin miedo y sin rechazo. Con humildad y con ansia por saber (…). La cámara de Manuel Ovalle siempre estaba donde tenía que estar”.
Tanto Carlos del Amor como Fernando González, Gonzo, ya nos hablan del reportero gráfico como de un maestro. Aquél hizo su primer reportaje con el veterano cámara y destaca lo querido que era en cualquier parte. Abundando en esa bonhomía que desplegó a lo largo de sus 47 años de actividad profesional, el reportero gráfico, hoy ya jubilado, apunta: “El manolovallismo consiste en trasladarte a los lugares a través de sus relaciones con las personas que se ha ido encontrando y en hacerte entrar en su mente para comprender que las locuras que ha llegado a hacer para registrar un sonido o una imagen (en definitiva, un momento) tenían todo el sentido”.
Naturalmente, no fueron solo guerras, y otros conflictos, los que le llevaron al extranjero. También hubo Juegos Olímpicos, visitas a Hong Kong, cuando se fueron los británicos y se convirtió en una región administrativa especial de la República Popular China, e incluso viajes con su admirado Miguel de la Quadra-Salcedo, con cuyos reportajes Ovalle descubrió su vocación en la única televisión que había en el barrio de Santas Martas, en la Ponferrada que le vio nacer: “La magia de un sabio aventurero, con un bigote rebelde y señorial, me embrujaba una tarde-noche a la semana y me alejaba de mis juegos de adolescente”.
Antes de que el propio De la Quadra le llevase a Prado del Rey, Manuel Ovalle se dio a conocer como fotógrafo publicando algunas instantáneas sobre tradiciones populares en las revistas del Bierzo. A la vista de las numerosas imágenes tomadas por él que ilustran estas páginas de sus recuerdos, cabe decir que el interés por la fotografía fija no le abandono nunca.
Y tampoco fueron sólo los 135 países visitados en su periplo. El reportero gráfico también estaba allí, el 23 de febrero de 1981, cuando Tejero pegó esos tiros al aire en el hemiciclo durante la votación a la investidura, como presidente del Gobierno de Leopoldo Calvo Sotelo. “Me resultaba más difícil imaginar que correría más peligro en el congreso de los Diputados de mi país que en cualquier zona en conflicto del mundo”.
Mejor recuerdo le merece la corrección del gran Leonard Cohen: le entrevistaron en el hotel Villa Magna de la capital. “Cuando me encontraba trabajando en Madrid, sin viajar, cubría el horario de 17.00 a 24.00, una franja horaria en la que prevalecían los actos culturales”. Así tuvo oportunidad de filmar a Saramago y a Cela, a Harrison Ford y a Melanie Griffith. Pero uno de los actos culturales que recuerda con más cariño tuvo lugar en Almonte, en 2020. Los reyes se habían trasladado allí “para visitar a la Virgen del Rocío en la parroquia de Nuestra Señora de la Asunción, con motivo del Año Jubilar Mariano del Rocío”.
Los reyes se dirigían al altar cuando, siempre a través del visor de su Betacam, Ovalle advirtió que la reina le reconocía y caminaba hacia él. “Dejé la cámara grabando en plano general y pude saludarla. La reina me dio un par de besos y conversó brevemente conmigo”. Doña Letizia reconoció al antiguo compañero, recordó sus días de periodista y se saltó el protocolo para saludarle con el aprecio con que se saludan los que han cubierto la misma información en una tierra lejana.
Un año después Manuel Ovalle se jubilaba siendo una figura mítica en TVE. Sus compañeros de entonces han sido quienes le han instado a escribir estas páginas.
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Autor: Manuel Ovalle y Ana María Martín. Prólogo: Arturo Pérez-Reverte. Título: Ovalle, reportero gráfico. Editorial: Niebla. Venta: Todostuslibros
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