La vida de Joaquín Dicenta (Calatayud, 1862 – Alicante, 1917) es un compendio de las virtudes y defectos que adornan al periodista español y, sobre todo, a su imagen literaria. Parece un retrato de robot de esa especie típica, y a menudo tópica, del profesional ibérico de la prensa.
Fue bohemio hasta la cirrosis, hiperactivo hasta la extenuación, comprometido políticamente —socialista y republicano— y revolucionario antes de que la revolución fuera una distopía. Se le puede considerar un literato notable; alcanzó el éxito en vida, pero lo dilapidó. Pudo haber sido nuestro Zola o nuestro Hugo; y su Juan José pudo ser nuestro Germinal o nuestro Hernani. La obra aún es hoy la más representada de nuestro teatro después del Don Juan de Zorrilla. “Fue a la cultura española del momento —aseguran sus estudiosos— lo que Los miserables a la francesa: un auténtico icono la de la lucha de clases”.
La gran diferencia es que Zola y Hugo hoy están en los altares de la cultura francesa, y Dicenta condenado por su casticismo en la despensa del olvido de la cultura española. La izquierda no le perdonó su conservadurismo costumbrista y castizo, y la derecha lo castigó por su ateísmo, su malditismo y su radicalismo revolucionario.
Para ser justos, habría que decir que va camino de la restitución. Han tenido que pasar cien años de su muerte para que se le haga una mínima justicia. De la misión se encarga principalmente, una vez más, la editorial Renacimiento. En 2017 publicó su Espumas y plomo (edición de José Ramón Trujillo), que incluye —a mi juicio— lo mejor de su obra: las nueve crónicas del viaje a Linares para relatar las penurias de los mineros del plomo. Y el verano pasado vio la luz en la misma editorial el volumen Crónicas viajeras, con edición e introducción de Begoña Sáez Martínez.
También en 2017, Miguel Ángel del Arco ya había dado cuenta del trabajo de Dicenta en su impagable estudio y antología Cronistas bohemios: La rebeldía de la gente nueva en 1900, publicado por Taurus. Todo ello se completa con el trabajo —difícil de encontrar por el gran público fuera del circuito académico— del especialista en la época y catedrático Javier Barreiro (Zaragoza, 1953), editor de la reciente Joaquín Dicenta: Obra autobiográfica (Universidad de Zaragoza, 2018).
Dicenta vivió y escribió a caballo de los siglos XIX y XX. Con frecuencia se fue más hacia lo decimonónico, lo que le convierte, a menudo, en difícil de leer para el delicado lector del siglo XXI. Fue “el último de nuestros románticos”, en palabras del cada día más olvidado Ramón Pérez de Ayala. Ese carácter romántico es el que a veces nos aleja del escritor, no sólo por poético, sino por relamido. Hagan la prueba con esta descripción:
“Noche de luna es; noche pálida, noche en que, dirigiendo los ojos al astro que un ingrato besara, pueden evocarse otros besos, a cuyo solo recuerdo se pone el alma lívida”.
La explicación de su espíritu viajero se encuentra en una de las mejores definiciones del sentimiento que atenaza, aún hoy, a los habitantes de la capital: “Fuera de Madrid» —escribió Dicenta— «me asfixio, como se asfixian los peces fuera de su elemento respirable; lo cual no quiere decir que yo viva en la corte como el pez en el agua. Al revés, estoy en seco la mayor parte de las veces”.
Y es que su forma de entender el viaje y, por tanto, el periodismo de viajes, es toda una lección para el turista occidental del siglo XXI, que cambia de lugar como el que cambia su visión al cambiarse de gafas. Sentencia el escritor:
“No es una mudanza de suelo geográfico la que ha de traernos la ventura; es una mudanza de la geografía social la que necesitamos para ser felices en cualquier parte y a toda hora”.
Mucho más atractivo y próximo resulta hoy el Dicenta que define con precisión Begoña Sáez, editora de sus Crónicas viajeras, como “cronista social de viajes”. Esta edición es una antología de sus seis libros de artículos de viajes, entre los que sobresale el viaje a Linares. Al combinar el relato del viajero con la denuncia, el periodista alcanza una de las cumbres del género de la crónica.
Dicenta viaja a Sierra Morena en tren las navidades de 1902 para “vestirse de minero y entrar en contacto con la población”. Va desgranando sus vivencias de la serie Entre mineros, con un estilo cautivador, como si se tratara de cartas dirigidas a su jefe, el director del diario El Liberal, que publicará sus artículos. Así empieza A flor de tierra, la primera crónica de la serie:
“Mi querido Moya [El director]: Al cabo de ocho días, puedo coger la pluma y dirigirme a usted para comunicarle, según le había prometido, mis impresiones a propósito de Linares, mejor que de Linares de los seres que lo pueblan, luchando con la vida en la superficie del suelo y jugando con la muerte en el fondo”.
Sus descripciones, desde el vestuario hasta la profundidad del pozo, pasando por el descenso en la jaula hasta los infiernos, resultan escalofriantes. Escribe:
[No importa que] “los cortadores de mineral, tumbados boca arriba en el fondo de verdaderos nichos, donde los muertos están sustituidos por vivos, y el reposo de las tumbas por las brutalidades del trabajo servil, claven sus picos en las brillantes paredes del filón y extraigan el plomo golpe a golpe y respiren un aire asfixiante, y bañados en su propio sudor ganen un jornal de catorce reales, hasta que cualquier día un peñasco les rompa la cabeza o un hundimiento les trague por la boca trágica del abismo abierto a sus pies”.
Dicenta no sólo baja a la mina sino que asiste como uno más a los lugares de evasión de los mineros, casi tan lúgubres y peligrosos como la propia mina. Así enumera el periodista en su reportaje El hampón:
“Tabernas, bodegones, colmados, cafés de camareras y cafés cantantes tales son, por regla general, los centros que el esclavo de la mina escoge para engañar su estómago hambriento con manjares nutritivos; aturdir su cerebro enraquitecido con medios de aguardiente; fortalecer sus músculos, relajados por la hereditaria faena, con inyecciones indirectas de alcohol (…) En tales sitios se juntan los trabajadores de la mina; en ellos vocean, cantan, se emborrachan, comen, disputan y juegan a la muerte con sus facas, como en el fondo de los pozos juegan a la muerte con el mineral…”.
La personalidad desbordante de Joaquín Dicenta fue otro de los factores que contribuyeron a eclipsar su obra. Él era “un vendaval desatado” y su vida “un embravecido trajín“, en palabras de su compadre de bohemia Eduardo Zamacois. “Gran bebedor, mujeriego y con una inevitable tendencia a la reyerta (…). En su biografía hay puñaladas, un rapto, un suicidio.”
El mismo Dicenta se confesó esclavo del “vicio” en referencia a su alcoholismo. Y muchos de sus contemporáneos hicieron más hincapié en este aspecto de su vida que en su obra. “Está desprestigiado por completo» —proclamó Azorín—; «es hombre al agua… o al vino”. Julio Camba no fue más clemente y se mofaba diciendo que “competía” con el también periodista Mariano de Cavia “en borracheras”. No es de extrañar que en torno a él se construyera toda una mitología, que incluye leyendas tan sonoras como el haber cortado la melena al mismísimo Valle-Inclán durante una escaramuza nocturna.
Es difícil encontrar en nuestra historia un personaje tan completo como Dicenta. Hizo compatible su vida bohemia con la dirección del influyente diario El País o de la revolucionaria revista Germinal, faro de la Generación del 98. Combinó el periodismo y la literatura como pocos escritores y periodistas supieron hacerlo. Conoció la fama con sus novelas y, sobre todo, con su Juan José, pero nunca se emborrachó con el éxito. Y, por si fuera poco, legó para el futuro —para hoy— una ingente obra de la que queda mucho que aprender.
——————————
Autor: Joaquín Dicenta. Título: Crónicas viajeras. Editorial: Renacimiento. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: