Una lectura crítica de dignidad, de Javier Gomá
Estas líneas quieren ofrecer una aproximación crítica a algunas de las tesis de Javier Gomá en su reciente ensayo, dignidad. Si bien su exposición de la dignidad humana es excelente, creo que no acierta a ver la función que el concepto reclama en nuestro actual momento histórico y no saca las consecuencias pertinentes que permitirían su desarrollo. Este queda limitado por la posición ideológica del autor y su alabanza del statu quo. En relación con ello, su propuesta estética a partir de esa categoría resulta, a mi modo de ver, no solo discutible sino contraproducente.
Javier Gomá se declara descubridor del concepto de dignidad humana —olvidado por la filosofía desde Kant— y decide “apropiármelo como cosa sin dueño” (p. 9). Acaso desatiende su uso implícito en el movimiento obrero de emancipación o la reflexión teológica (la encíclica Rerum Novarum, 1891, reclamaba “no considerar a los obreros como esclavos; respetar en ellos, como es justo, la dignidad de la persona” n. 14); tampoco menciona, por ejemplo, las aportaciones del Personalismo o la filosofía del respeto absoluto del otro de Lévinas.
Para Gomá “la dignidad es el concepto más revolucionario del siglo XX” (p. 17). Ha surgido en la conciencia ética de “la mayoría” que ha logrado un “consenso universal” desde la atroz experiencia de la II Guerra Mundial, y a ella apelan todos los movimientos reivindicativos de la actualidad (p. 35). La dignidad no se justifica por una demostración lógica ni tiene rango científico; sino que es objeto de un reconocimiento de la propia humanidad que se declara digna a sí misma y que, a partir de ese momento, distingue lo que nos exige o es inaceptable en razón de ella. Por eso, dice, esa conciencia de lo digno surge y se amplía a partir del escándalo que determinados comportamientos nos producen, aunque hayan sido tolerados en otro momento: “Y es que se podrá violar la dignidad de la mujer, del niño, del obrero o del pobre, pero ya nadie podrá hacerlo sin envilecerse… El asco ante la indignidad indica a la humanidad el camino de su progreso moral” (p. 39).
La dignidad humana presenta unos rasgos precisos que Javier Gomá establece: ante todo, se trata de una categoría ontológica, pertenece al ser humano por el hecho mismo de serlo; es universal: atribuible a toda persona con independencia de su sexo, edad, condición social, etnia, etc.; es plena: no aumenta ni se pierde aun cuando un individuo tenga un comportamiento indigno; es absoluta: no depende de que otros la concedan o la tengan (animales); es inexcusable: pide ser respetada, aun antes de someterse a deberes (no se conquista, se posee). En definitiva, es “irrenunciable, imprescriptible, inviolable”. Y ha servido de fundamento a la declaración y las reclamaciones de los Derechos Humanos (pp. 34-35).
De semejante planteamiento moral se esperaría un libro fuertemente crítico y, al mismo tiempo, alentador de la lucha contra todo cuanto vulnere esa dignidad. Y, de pasada, Javier Gomá denomina a la dignidad humana “lo que estorba” no sólo a las iniquidades, sino también “el desarrollo de causas justas, como el progreso material y técnico, la rentabilidad económica y social, o la utilidad pública” (p. 31). Frente a esa enumeración sumaria, sin embargo, alerta continuamente en su ensayo contra el casi único enemigo reconocible de la dignidad: el proyecto colectivo. En sólo dos páginas reitera: el interés privado no puede someterse al bien común (30), se opone a la razón de Estado (30), a la tiranía de las mayorías (30), a la felicidad del mayor número (30), a las consecuencias ventajosas para la mayoría (31). Leemos aquí la defensa a ultranza del derecho individual frente a un estado opresor; si bien, no parece que esté pensando, por este mismo principio, en impugnar los retrocesos sociales: el famoso “abrocharse el cinturón” que se explicita en la reducción y precarización de los servicios públicos: la sanidad, la educación, la ayuda a las personas dependientes, etc., la supresión de derechos de los inmigrantes —como el de asilo, asistencia letrada o cuidados médicos—, el recorte de las pensiones y del seguro de desempleo, el retraso en la edad de jubilación, el copago farmacéutico y un sinfín más; recetas habituales del neoliberalismo en momentos de crisis o no. Y, por demás, tampoco menciona, conforme a la miope perspectiva liberal, la opresión que ejercen también las minorías, como los consejos de administración de muchas empresas sobre los trabajadores, cada uno de ellos un individuo con sus intereses personales, empezando por el de sobrevivir.
La dignidad que preconiza Javier Gomá con brillantez teórica remite a la moral kantiana, a quien recoge, el cual en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de 1785, había dicho: “Actúa siempre de tal modo que la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, sea tenido siempre como un fin y nunca como un mero medio”. Para Kant es una exigencia irrenunciable; allí mismo dice: “Sólo donde haya un valor absoluto habrá algo que me imponga actuar de esa manera”. Sin embargo, lo que en el filósofo es una instancia moral crítica, radical e innegociable, en nuestro autor se trata sólo de un principio general que puede ser separado de sus consecuencias: “Entre la idealidad del concepto y la realidad de la experiencia se abre inevitablemente un hiato” (p. 31); de manera que su aplicación requiere “prudencia” (p. 30). Curiosa palabra esta, pues con ella Kant caracterizaba los principios de actuación racional hipotética, es decir: actúa de tal modo si quieres conseguir tal objetivo; pero no el carácter categórico de los principios morales: la persona es un fin en sí misma, tiene dignidad y no precio, y esto no puede ser cuestionado en ningún caso. Frente a Kant y con Gomá de su parte, Weber precisamente convierte la “prudencia”, es decir, el comportamiento hipotético kantiano, en la clave de su razón; esta se define entonces como instrumental: racional es aquella actuación con tal de que sirva a un propósito, dejando de lado la exigencia de la moral que cuestiona no los procedimientos, sino la meta misma que se persigue, desmintiendo así la equivalencia entre racionalidad y utilidad.
La idea de que la dignidad humana depende para su aplicación de una valoración prudente —ese “hiato”— desata de inmediato un interrogante: ¿en razón de qué se suspende la realización efectiva de la dignidad humana? Gomá no responde. Al contrario, tras su poderosa exposición teórica, retrocede a un posibilismo exento de tensiones. “Moderación y templanza —virtudes que huyen del perfeccionismo moral y tienden siempre al acuerdo realista entre las partes, donde se concilian complejos intereses— conforman la sentimentalidad del momento, enriquecida además con… un uso cívico de la libertad” (p. 162). La cita se comenta sola: Gomá desdeña la moral como “perfeccionismo” frente al carácter más responsable del que se atiene a la realidad. De esta manera, conjura los peligros a que podría conducirnos el respeto a la dignidad humana, admite la huida de sus exigencias críticas y las suplanta por una emotividad que salvaguarde los intereses particulares y mantenga la convivencia sin sobresaltos.
Pero además, el concepto de “hiato” abre la cuestión igualmente aguda de quién detenta la potestad de aplicarlo. Tampoco hallamos respuesta; si bien esta omisión parece orientarse a la idea de que serán los poderes establecidos en cada momento los que decidan. Y, en consecuencia, que quienes carezcan de esa fuerza habrán de someterse a ellos. En tal tesitura, no podrán apelar a su dignidad, pues tal principio ha quedado bloqueado en aras del realismo y la moderación.
Lo más grave, lo terrible, diría yo, es que esa exigencia de dignidad es hoy una necesidad imperiosa por cuanto, como se dice en el prólogo, nos desborda la negatividad: “la miseria material, moral y estética sobreabundante en el mundo” (p. 11). Esperaríamos, de nuevo, un desarrollo de esa tensión moral entre las reivindicaciones de lo humano frente a los males que padecemos. Sin embargo, Gomá se limita a una consideración psicológica que encubre una posición ideológica. En efecto, ante tal acumulación de miseria el autor declara “el tedio y el fastidio que muchas veces” siente (p. 13); y reconoce que puede llevar a la tristeza y la desesperación a muchas personas “de buena fe”. Pues bien, es a ellas a quienes está dedicado su ensayo cuyo objetivo es ser un “alivio”, ya que “alegrarse de un gozo honesto no es mala empresa” (p. 12). Con otras palabras, ante el mal del mundo, busquemos consuelo en saber que somos dignos poseedores de derechos. Pero observemos que esa actitud es la de quien considera el mal desde la posición de espectador; la de quien se siente a disgusto ante ese panorama y requiere una compensación; no la situación vital de quien padece el atentado a su dignidad, ni tampoco de quien lucha solidariamente con él. Para estos, la dignidad es un contenido de su conciencia con el poder efectivo para movilizarlos, un principio ético que reivindicar frente a quienes la violentan. Gomá, creo, no habla desde el sufrimiento ni desde el compromiso, sino desde un lugar a salvo que le permite teorizar, un lugar de clase (de condición en su sentido más amplio) que hace posible mirar, juzgar, consolarse y esperar. Un lugar seguro desde el que, por eso mismo, puede justificar un hiato entre la dignidad y sus consecuencias; y que, llegado el momento, bloquee la aplicación de ese principio que antes describió.
Javier Gomá presenta una visión idílica de la modernidad (pp. 156-157). Esta es producto del genio europeo que nos ha dado, siguiendo a Max Weber y por este orden: el burgués emprendedor que persigue el lucro ilimitado, el ciudadano libre en el seno de un Estado de Derecho y el sujeto moderno autónomo que procura su felicidad en un marco de libertad sin coacciones jurídicas, políticas o morales. La constitución de nuestras sociedades capitalistas, democráticas y libres arranca de las revoluciones liberales del siglo XIX. Gomá ofrece una lectura acrítica de ese proceso, que presenta como una evolución casi natural, razonable y sin contradicciones. Así, por ejemplo, la masa de los trabajadores sólo se menciona para hacerla desaparecer: “los beneficios empresariales se socializan y el Estado los redistribuye, a consecuencia de lo cual el proletariado deja de serlo y se integra en una clase media en formación” (p. 161). “El pequeño propietario postrevolucionario, libre y con derechos, se hace finalmente reformista… Comparte con el burgués un anhelo de seguridad y de progreso material y, como este, desarrolla un sentido pragmático para lo posible. Moderación y templanza… consolidan costumbres que propician la convivencia pacífica” (p. 162). Incluso la Transición española se ofrece de modelo consumado, pues alcanza las revoluciones de la modernidad perdida: “como si llevara a cabo de un golpe todas las históricamente pendientes en España: la burguesa, la industrial, la obrera” (p. 175).
Este planteamiento adolece de entrada de una controversia indispensable con toda la crítica del sujeto y del ciudadano libre en las sociales desarrolladas (Marx, Nietzsche, Freud, Marcuse, Foucault, Deleuze…) que han mostrado diversas formas de alienación que impediría a Gomá sostener un discurso tan ¿“ingenuo”? que se me antoja pre-moderno. Por otro lado, y sin entrar a discutir su interpretación histórica —sólo apuntar el sinsentido de que las revoluciones burguesa y la obrera puedan conciliarse—, el paradisíaco orden individual, social, político que plantea (Fukuyama y su tesis del fin de la historia consumada en el orden capitalista-liberal al fondo) hace caer a su ensayo en una grave contradicción. En efecto, de un golpe, se esfuma ese mal sobreabundante del que nos habló en las primeras páginas; con ello la defensa de la dignidad como categoría moral esencial pierde, en esa misma medida, su sentido. Diríamos que Gomá ha hecho el ejercicio de construir un concepto absolutamente innecesario, al menos para los países desarrollados de Occidente. La dignidad humana sólo está amenazada fuera de nuestro primer mundo. Entendemos entonces que su ensayo, además de “aliviar al lector” (p. 11) de su pesadumbre por los males lejanos y ajenos, alimenta su autoestima en tanto miembro de una civilización lograda para ratificar su posición en ella, “invitando al lector a conocer su dignidad, llamando su atención sobre su alto valer y despertándolo al sentimiento de su propia excelencia” (p. 13).
Para Gomá, las sociedades occidentales ya disfrutan de las máximas cotas de libertad individual, ahora se trata de asegurar la convivencia. “No tanto ser libres como ser-libres-juntos” (p. 142). La norma esencial para ello es el respeto y la relación de amistad, su modelo ideal. Y esto porque, según su parecer, tal relación es donde la consideración de la dignidad de uno mismo y del otro es más ostensible. “Los hombres virtuosos conformes consigo mismos tenderán a trabar amistad con otros semejantes a ellos, y poco a poco el círculo se dilatará más y más, y a la postre se creará una sociedad de ciudadanos coincidentes en el pensar, sentir y obrar, donde florecerá la concordia” (p. 149). No discutiré los problemas obvios de que de la pareja o grupo de amigos se pase a la organización de una sociedad populosa y compleja como la nuestra, pues el propio Gomá cautamente lo considera un ideal aunque lo ofrezca como modelo; ni tampoco el carácter discriminatorio del principio de la “semejanza”, en realidad, “afinidad” (que podría conducir fácilmente de la amistad al amiguismo). Pero es obvio que ahora el criterio ético de la dignidad queda rebajado a asegurar la “con-vivencia regulada y civilizada” (pp. 142-3), de modo que contra quienes exigieran su “espontaneidad excesiva y brutal se apreciaría la necesidad de urbanizar su corazón para adaptarlo a las conveniencias de una civilizada vida en común” (p. 144). La dignidad como reivindicación de derechos y defensa de los abusos queda desactivada toda vez que en esta sociedad han desaparecido las contradicciones y solo resta fomentar relaciones amistosas entre los que son como uno mismo. Su idea de respeto actúa como prevención de cualquier conato que incomode la situación dada y a quienes disfrutan de ella.
Ahora bien, Gomá supone aquí consumada no sólo la libertad sino también la justicia (palabra que no comparece una sola vez en su ensayo), que se sobreentienden en las relaciones de igualdad entre amigos. Elude clamorosamente afrontar la constitución jerárquica de la sociedad y su desigual distribución del poder y la propiedad. En la opción por la educada conversación sobre los intereses contrapuestos se escamotean la violencia y las relaciones estructurales impuestas. Se sienta la máxima de una interlocución al mismo nivel de los participantes donde no la hay. Y, desde luego, no se pregunta por la relación entre su principio ético, la amistad como paradigma y la vida sobreabundantemente miserable que atormenta a los hombres y mujeres más allá de nuestras fronteras y a los que llegan hasta nosotros. Más allá de estos “olvidos”, sin embargo, creo que Javier Gomá no consigue articular su idea de la dignidad en esa idílica sociedad de amigos. Pues, ¿qué sentido puede tener aquel “hiato” que nuestro autor estableció entre ella y su aplicación en ese ámbito? ¿No es precisamente la amistad el vínculo que establece, en todo caso, ese respeto? Así lo reconoce Gomá: “al amigo se le debe un trato: una lealtad, un compañerismo y una solidaridad” (p. 145). Me parece que su modelo se autoinvalida por contradictorio.
Para Javier Gomá, por más que aluda a una “revolución moral permanente”, la dignidad se ha alcanzado en las sociedades occidentales y sólo resta estar vigilante ante la arbitrariedad del poder, algo poco previsible para un cuerpo social fruto de la revolución liberal, donde las clases han desaparecido, que vive pacíficamente en su bienestar y elige periódicamente a sus representantes políticos. Poseemos la dignidad y debemos ensalzarla; a ello se dedica este ensayo: “lo que aquí se enuncia no es un estado de cosas sino una militancia: a favor de la dignidad” (p. 13) y esta alabanza ha de ser también la tarea propia de la literatura.
Nuestro autor sintetiza la historia de la literatura occidental y española en trazos gruesos, algo imprecisa y carente de nombres. Cito de las páginas 128-129: La literatura “antigua” se caracterizó por un estilo literario elevado y la pretensión de mostrar “lo bueno”, “enseñaba al hombre cómo ser virtuoso”. Pero a causa de haber sobreabundado en ello “ad nauseam” (sic) y por la necesidad de “novedades” se produjo un corte profundo en esa tradición. Sucede así una decadencia del estilo elevado en “los últimos tres siglos” o desde “entre el Renacimiento y el Barroco” (una imprecisión de casi doscientos años). Esta se debe a “la modernidad”, que “se preocupa no tanto de escribir bien, acomodándose a las reglas de arte, como de escribir libremente… y verazmente”. La degradación obedece a tres causas: Primero, el olvido de las normas de una buena escritura que hizo caer “el estilo” a un estado lamentable y que asimilándose al habla coloquial “salió del Olimpo y cruzó el umbral de la taberna” (Gomá sigue en esto al inefable Benet), cuyo efecto es “la vulgarización de la prosa”. En segundo lugar, los escritores aducen “la inspiración arbitraria de su genio”, en lugar de escribir desde su “ser virtuoso”, algo que es “constantemente ridiculizado… tomado como hipocresía y afectación… y deja paso a nuestro escepticismo irónico y descreído”. Y a todo ello se suma, por último, que “la modernidad siente una atracción voluptuosa por los aspectos turbios de la vida”; se centra en “lo vulgar, lo perverso, lo feo… sin escamotear a la mirada pública nada, ni lo corrompido y degradante de uno mismo”. En definitiva, debiendo alentar la estima del ciudadano, “la alta cultura contemporánea… faltando a su misión educadora, trata de convencerlo de que su pobre existencia definitivamente no vale nada ni merece ser vivida… Por el prestigio intelectual de la tristeza” (p. 11) “¿A qué tipo de vida invita la alta cultura? A una más bien miserable y entristecida” (p. 12).
Muchas objeciones pueden hacerse a este planteamiento. Ante todo, sorprende que, tras mostrar su erudición en la literatura clásica, Gomá no ofrezca un solo ejemplo de escritor decadente o difusor de la alta cultura en que basa su crítica. Asimismo que repita la idea de “el estilo” elevado frente al degradado, como si sólo hubiera uno. O su desprecio de la libertad creadora, la inspiración y la expresión personal en aras de una alineación estética uniformadora y obediente a consignas. Además, opta por una visión didáctica de la literatura con exclusión de muchos otros valores: el estético, el crítico, el explorador de nuevas posibilidades, el lúdico, etc. Su condena sin matices de toda la literatura europea y española de los últimos trescientos o cuatrocientos cincuenta años y de cuanta se escribe en el presente como vulgares resulta una generalización impropia de un ensayo. Su mención de “la alta cultura” sin explicitarla (¿qué es eso?, ¿cómo se define respecto de la baja?, ¿qué manifestaciones incluye y quiénes la representan?), su acusación de que abona la tristeza y el sinsentido por el prestigio de la tristeza (¡!) y de que obedece a veleidades de originalidad sin entrar, en todo caso, en sus causas son tesis, cuando menos, caprichosas. Por si fuera poco, Gomá cae en contradicciones; pese a descalificar la literatura moderna, estima que en los albores del XIX, la novela narra el conflicto entre la sociedad y el individuo y “la nueva poesía expresa la voz de una subjetividad que ha alcanzado elevadísimos grados de sufriente autoconciencia [¿no era por prestigio?]. Las humanidades, en general, fomentan el sentimiento de la propia dignidad” (p. 160).
Frente al grave desvío intelectual y estético de la Modernidad, Gomá plantea un programa de regeneración: “La pregunta literaria trascendental: cómo reavivar el sentimiento de la grandeza de la dignidad humana en el actual estadio de la cultura” (p. 79). Para él, se requieren tres condiciones: la altura moral del escritor, que consiste en emociones nobles, deseo de grandeza, amor por la posteridad; en segundo lugar, unos temas que muestren esa dignidad humana y, por último, las reglas que aseguren la calidad literaria: “Permanecemos a la espera de un maestro retórico que devuelva a nuestra lengua la dignidad de gran estilo que un día tuvo y luego perdió” (p. 131). Javier Gomá descubre en Fray Luis de León ese modelo logrado y dedica abundantes páginas de su ensayo a recordar su biografía, resumir sus obras y mostrar ejemplos de su prosa; una sección que se me antoja excesiva frente al parco desarrollo de la historia de nuestra literatura.
Gomá propone en su ensayo un único modo de escritura de difícil equilibrio: elegante pero no afectado, cercano a los lectores, pero no condescendiente; propone una literatura que se ocupe de un único tema: mostrar didácticamente la dignidad, pero sin que comparezcan lo desagradable, feo, turbio o incómodo de la vida, y que corra a cargo de un escritor dechado de virtudes personales. Sorprende ese deseo de embridar la diversidad creadora. Espanta imaginar las librerías ocupadas exclusivamente por semejantes libros (y si se trata de alta cultura, ¿afectaría esto también al cine, a las artes plásticas, a la música?). Se percibe en su programa de regeneración la dictadura de una elite que impone su particular sentido del buen gusto y de lo que quiere leer; que apenas oculta, bajo ella, la ferocidad de un pensamiento único que somete la sensibilidad y sofoca la reflexión crítica para entregarse al panegírico de lo que es. Verdaderamente, ¿qué le molesta a Gomá? Todo lo que le hace volver la mirada sobre lo negativo y le impide ratificarse en la bondad del mundo occidental, ahora sí perfecto tras las revoluciones burguesas y el orden liberal-capitalista dominante. Por eso, no soporta la impetuosa e infatigable crítica que las artes realizan de la injusticia, la pobreza, la violencia, la alienación, la podredumbre, el clasismo, el interés cada vez más exclusivo por el lucro, y unas formas de vida encorsetada, infeliz y mediocre. No comprende que, son precisamente muchas de esas muestras “desagradables” de la cultura las que están haciendo justicia al principio ético de la dignidad y sus exigencias.
dignidad, el ensayo de Javier Gomá, formula ese concepto tan necesario hoy para orientarnos como sociedad y aun como civilización en un momento cada vez más oscuro. Pero es una ocasión perdida porque su autor lo convierte en objeto de veneración en lugar de emplearlo como argumento crítico, lo pone en el centro de una estética brillante pero vana. Y, lo que es aún más grave, pretende secuestrarlo al servicio de la imagen que quiere dar de sí misma la parte privilegiada de una sociedad que cree en su soberbia haberla cumplido. Esta limitación ideológica de la dignidad con mayúscula es inaceptable, y justifica que su ensayo deba ser impugnado como contrario a la libertad y la justicia que aún nos faltan.
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Autor: Javier Gomá Lanzón. Título: dignidad. Editorial: Galaxia Gutenberg. Venta: Amazon
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