Todos necesitamos a alguien a quien a amar, pero más aún a quien odiar. La tercera temporada de The Crown fue espléndida. Llena de momentos inolvidables —la lágrima en el rostro de Isabel II, en Aberfan, en el entierro de los niños sepultados por el derrumbamiento de la mina; el emotivo discurso en Gales del eterno príncipe heredero; y el momento de gloria de la hermana pequeña de la reina metiéndose en el bolsillo al campechano presidente de los Estados Unidos Lyndon B. Johnson—, de planos espectaculares —el cenital del entierro de Churchill; el adiós de Wallis Simpson a los Windsor después dar sepultura a su marido, Eduardo VIII; y esa imagen de la familia reunida masticando su desprecio al príncipe Carlos— y de interpretaciones memorables —como las de Jason Watkins, en el papel de Harold Wilson, el temido líder laborista que hizo temblar los cimientos de Buckingham Palace con su victoria electoral y acabó convertido en uno de los preferidos de Isabel II; de Helena Bonham Carter, una fabulosa princesa Margarita, aspirante a nada, y a todo; y de Olivia Colman, invencible y magnífica en su recreación de la protagonista de la producción de Netflix—. La cuarta entrega de la vida de la longeva monarca británica podía caer en la monotonía, la que provocan las historias que acumulan capítulos por intereses económicos y necesidades de audiencia. Por fortuna para los guionistas de la serie, ellos, a diferencia de sus compañeros de profesión, no necesitan inventarse a ningún nuevo personaje que atrape al público, están todos en las páginas de la historia más reciente. Y aunque Emma Corrin nos haya seducido con su Diana en el primer capítulo, lo cierto es que la ficción reclamaba una villana de campeonato, y allí está Margaret Thatcher, dispuesta a ser el foco sísmico de la furia. Como bien le sugiere la reina en el tráiler promocional, «es peligroso tener enemigos en la izquierda, en el centro y en la derecha también», pero a Margaret le da igual; a ella le iba la marcha, y en ese hábitat de enfrentamiento se desenvolvió con elegancia, inquina y soltura toda su vida.
Si dicen que el tercer disco de un grupo es el importante, yo afirmo que la cuarta temporada de una serie es la que decide si va a estar incluida en el grupo de las grandes o será abocada a una muerte lenta, a una sucesión de capítulos sin interés, a una repetición de la fórmula, antes brillante y ahora agotada y agotadora, que les dio el éxito en los primeros episodios. Por suerte para The Crown, en esta nueva tanda de episodios llega un personaje de esos que se comen la pantalla en solo un segundo, que con cada gesto hace que el plano combustione, que con cada sílaba te provoca sensaciones. Llega a la ficción británica la inefable Margaret Thatcher, la primera mujer que ocupó el cargo de Primer Ministro en el Reino Unido. Que no incluyó a ninguna de su género en su primer gabinete porque según ella no estaban preparadas para cargos de alta responsabilidad. Thatcher se muestra como el contrapunto ideal a la reina, convertidas en una pareja de buddy cops, cargada de ironía y reprobaciones. ¿Quién es la némesis aquí?
Quizás la falta de contextualización, o lo excesivo de la misma, nos impiden comprender lo disruptivo que fue tener hace más de cuarenta años a dos mujeres en el centro del poder de uno de los países más importantes del mundo. Sus maridos expresan de forma contundente lo que pensaron muchos entonces: «dos mujeres llevando la tienda», sentenció el Príncipe Philip, «dos menopáusicas: un camino de rosas», masculló el marido de la líder conservadora.
Parece que no es suficiente con los que llenan los titulares de los periódicos, con los que abren cada sobremesa los telediarios: estamos necesitados de personajes malvados también en las novelas que leemos, en las series que consumimos. Comentaba Juan Gómez-Jurado, en la entrevista que le hizo Karina Sainz Borgo, que él a quien ama de verdad es a «sus villanos», y a sus lectores, por lo menos a mí, nos pasa lo mismo. Por eso es tan necesaria Margaret Thatcher en esta cuarta temporada de The Crown. Y para que todo tuviese su sentido, necesitábamos a una Thatcher muy especial, la que nos proporciona una Gillian Anderson en estado de gracia. Lejos queda la fría Dana Scully de Expediente X, la desnortada actriz destinada al olvido; cerca, muy cerca, la brillante intérprete que nos ha deslumbrado en Hannibal y Sex Education. Y es que todos necesitamos segundas oportunidades; la dama de hierro también.
Lo dicho, God save Margaret Thatcher.
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