Locos desgarrados exhiben llagas al óleo. Lánguidas jovencitas entonan himnos contra la novísima opresión y muchachos sin oprimir, a favor del viejísimo tedium vitae. Grafiteros tronados imitan a Muelle. Fotógrafos con cresta descubren el TriX; cineastas d’avant-garde, la nouvelle vague; modelnos antiguos, los disparates de Jean-Luc. Diseñadores de novedades dan vueltas a los colores de Miró y a los desgarros de Bacon por la mañana para entregarse a la intuición de Amadeo y a la neurastenia de Vincent por la tarde.
Los escultores amontonan hierro, cemento y acero sin encontrar el vacío. Los creadores quieren recuperar el western, pero sólo reinventan fronteras. Trabajadores sin trabajo pulen el tiempo y escritores de argumentos diseñan itinerarios en las terrazas de calles que llevan al punto de partida. Decenas de voluntariosas revistas culturales, gruesas como guías telefónicas, se revelan refritos de El Víbora rellenos con mondongos de La Codorniz. Mi cárcel es mi conciencia, y mi conciencia nada: soy libre. Aristóteles canta en el Liceo “ignorarlo todo, ser ciego, mudo y sordo. ¡Feliz el que no sabe!” Por fortuna, Platón permanece imaginando en su Academia lo que aún no existe.
Todavía hay hueco para la esperanza: Cernuda sigue vivo en la vereda del Cuco. Y el amor, que es del género masculino, carece de sexo.
Velázquez mira, ve y pinta sin tocar el lienzo. Goya, en cambio, castiga el suyo porque no sueña. Shanti Andía ya no recorre el mundo en pos de sí mismo ni Beckett aguarda a Godot. Ni, por supuesto, los seis personajes buscan un autor: se escriben ellos solos. Madame Maigret, mientras, prepara un cassoulet ante La Gioconda.
Fuera arde París.
En el umbral de una portería de barriada llora Gila recién nacido. En Fort Apache, Rin-tin-tín se bebe el Loch Lomond. Y en un lugar de La Mancha, Gulliver despierta junto a la tumba de don Quijote. Sancho llora a su lado: todo fue una alucinación. Crusoe ganó la partida y Viernes prepara el té de las cinco. Lo sirve en tazas chinas que han llegado en majestuosos veleros recibidos al pie de la Torre del Oro, donde los han recibido cantantes maulladores, bomberos incendiarios y carniceros vegetarianos que han vaciado las bodegas rebosantes de baúles, cajas y barriles con sedas, mantones, especias y tabaco.
Don Antonio Machado se pierde entre tonos pastel y, al final de la tarde, el Divino Ninio se emborracha con Lorca ante ceniceros repletos de sudor y ceniza. John Wayne / Ulises / Nemo se lía otro pitillo. “Doniphon. Tom Doniphon”, se presenta. Y sonríe de aquella manera que hacía creer a millones de personas que el capitán Brittles, Ethan Edwards, Sean Thornton y también Donovan, el de Haleakaloha, eran sus amigos. Fake: todos solos, como Garcilaso y Jorge en lo alto de sus respectivas escalas. O como don Pablos cruzando Fuenfría para bajar a recoger el cadáver hecho trizas de su padre, muerto en Segovia. O como Rodrigo Díaz cruzando por Navapalos. “Volveré”. Pero ya no será por aquí: “Por aquí no volveremos a pasar”, lo desengaña Minaya. “De este viaje no se vuelve”. Rodrigo Díaz aprieta los dientes, aguija el caballo y mira para delante. “Así nos ganamos el pan”. Hal canta mientras echa definitivamente la persiana. “Daisy, eres mi ilusión…”, se despide.
Cuando el futuro se convierte en pasado es que se ha hecho hora de cerrar. Desengáñate, Maite: lo más moderno que tenemos son los clásicos.
Magnífico artículo, David. Así es la vida. Gracias por este excelente texto.
Gracias por tan amables palabras.