De los tres meses siguientes a su llegada a la granja, uno lo dedicó Holmes, ayudado por Watson, a agasajar como se merecían a Ramón Roldán y a su simpático y servicial sobrino Arturo. Fue uno de los períodos de tiempo en que más locuaz y amable se mostró el detective, no escatimando esfuerzos en complacer a tan buenos amigos y en ponerlos al corriente de una buena parte de sus aventuras.
Aquella mañana, ya casi otoñal, con negros nubarrones desplazándose amenazadores por el horizonte, Holmes había madrugado y ojeaba con preocupación, y a una prudente distancia, el montón de periódicos que tenía pendientes de clasificar. Hay que tener en cuenta que su hermano Mycroft le enviaba todos los días la prensa de la mañana y de la tarde. Sin pensárselo más, cogió unas tijeras y empezó a recortar y pegar todas las noticias de interés que merecían engrosar su famoso y enciclopédico álbum de recortes.
Su sorpresa fue mayúscula cuando se encontró con titulares que no esperaba: «Holmes y Watson solucionan el segundo caso de los falsificadores de moneda y le ahorran a la Hacienda Británica casi un millón de libras». «Holmes y Watson solucionan el intrincado caso de Saint Pancras y detienen a Honorio Shwif. (Ambos casos pendientes desde 1902)».
El detective se quedó perplejo y lo primero que hizo fue despertar a Watson y ponerle al corriente de sus «recientes y desconocidas aventuras». El ayudante observó los titulares desde la cama y se frotó los ojos reiteradamente con marcado desconcierto.
—¿Sabe lo que pienso, Holmes? Que todo esto es un maldito malentendido, y que alguien quiere ponernos en evidencia y de paso perturbar nuestro merecido descanso.
Entonces se escuchó el fuerte tintineo del timbre de la puerta y Holmes se asomó a la ventana y observó a un empleado de telégrafos que intentaba apoyar su bicicleta junto al porche a la vez que sacaba de su valija un telegrama.
La señora Hudson, que también había madrugado, firmó el resguardo y acto seguido se lo entregó al detective, quien lo abrió y lo leyó en voz alta en la sala de estar.
«Sherlock, tengo en mis manos una información delicada que necesito comentar contigo a la brevedad posible. Inesperado ataque lumbalgia me impide viaje a Fulworth, al tratarse asunto capital importancia os espero mañana a la hora de comer en el Club Diógenes, donde Jenkins, mi asistente, os atenderá personalmente».
Al día siguiente, la pareja de detectives, tomó el segundo tren de la mañana y con el tiempo de sobra ya se encontraban en el interior del Club. El servicial Jenkins les condujo a través de la entrada secreta de la Biblioteca donde Mycroft departía apaciblemente con Sir Arthur Balfour, a la sazón Primer Ministro, ante una copa de lo que, a la vista de la etiquete, parecía un excelente jerez español.
—Lamentamos, Sherlock —dijo Mycroft—, haberte sacado de tu dulce rutina, y lo mismo tenemos que decirle a usted, Watson. Pero el tema es lo suficientemente importante para haber tomado esta decisión. Creo que ambos conocen al primer Conde de Balfour y por lo tanto son innecesarias las presentaciones.
Luego, dirigiéndose a Jenkins, le dijo que, por favor, hiciera pasar a las dos visitas que esperaban en el Salón de Forasteros. El asistente era un individuo hierático, muy alto, delgado, de nariz prominente, mirada perdida en la nada y con una pequeña mata de cabello cano pagada a su cráneo tratando de disimular su calvicie. Sin decir una palabra y sin hacer el menor ruido al desplazarse con sus babuchas de terciopelo, se acercó a la puerta secreta.
—Agradezco el silencio que se ha producido —dijo Mycroft— porque hará mucho más fácil la explicación subsiguiente. Verán… en el primer mes de su ausencia de Londres, aireada a los cuatro vientos, por todos los periódicos británicos, aumentó la delincuencia en la capital un 10 por ciento y el segundo mes un 20 por ciento. Lo cual nos lleva a pensar que tú, Holmes, me habías advertido del tema con mucha razón.
»Hemos rebuscado en todos los lugares del Imperio hasta que hemos hallado dos sujetos para que les sustituyan en todos aquellos actos oficiales, a la vez que hemos insertado en la prensa un montón de noticias falsas. Espero que sepan comprender los motivos que nos han empujado a tomar tal decisión. Ahora que los delitos han empezado a disminuir les ponemos al corriente para que desde su retiro colaboren en lo posible.
En ese momento Watson le pegó un pequeño codazo a Holmes en el costado y le señaló con un gesto de la cara un elegante calendario que había en la pared. «1º de Abril» (April fools – día de las bromas en Inglaterra).
—Por Júpiter —dijo Holmes—, no pretenderás, Mycroft, gastarnos otra broma como el año pasado con «El Valle de la Muerte» y hacernos venir de Fulworth para nada.
—No hay broma que valga. Jenkins, haga el favor de hacer pasar a los dos caballeros que aguardan en el Salón de Visitantes.
Cuando los «otros» Holmes y Watson penetraron en el saloncito el Conde de Balfour miró a Mycroft levantando una ceja media pulgada. Eran idénticos. Todo era cierto.
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