Una preciosa mañana del mes mayo de 1890, Conan Doyle, el agente literario de Watson, se presentó de improviso en las habitaciones de Baker Street mientras el detective y su ayudante tomaban un suculento desayuno. Venía exultante y blandía en su mano una carta de Robert Louis Stevenson con matasellos de Samoa.
Holmes le invitó a que tomara asiento y desayunase con ellos y que luego les contara el motivo de su alegría. Doyle hizo las cosas por el orden que le pedía Holmes, a quien le profesaba un gran respeto, admiración y también un poco de envidia, y luego procedió a seguir las instrucciones del detective.
—Como ustedes ya saben, entre los escritores a los que represento se encuentra el señor Stevenson, a quien tuve el gusto de conocer en Edimburgo mientras yo estudiaba literatura inglesa y él cursaba la carrera de Ingeniería Náutica. Posteriormente abrazó los estudios de abogacía, que también abandonó, por el hecho de que su verdadera vocación era la escritura, y yo fui su primer agente literario. Pues bien —continuó—, hoy he recibido esta carta suya que viene desde Samoa en la que me ruega que le pregunte al señor Holmes si el cirujano clínico Joseph Bell, de la universidad de Edimburgo, y Sherlock Holmes son acaso un trasunto literario.
—Pues claro que sí —exclamó imperturbable Holmes—. Yo estudié dos años patología forense en Edimburgo, matriculado, casi a la fuerza, por mi hermano Mycroft, quien estaba bastante molesto porque no culminara de una vez unos estudios serios y siempre estuviera matriculándome en asignaturas que nadie sabía dónde me podían conducir. Pues bien, amigo Doyle, ya le puede contestar a Stevenson y decirle que está en lo cierto, y que yo me limito a copiar los excelentes métodos del Dr. Bell, a quien admiro en grado sumo, y quiero aprovechar este momento para ponerles al corriente de unos hechos que pocas personas conocen. Verá, entre los socios del Club de los Crímenes Jack el Destripador despertó una curiosidad inusitada. Yo soy miembro cofundador de esa sociedad y les voy a narrar unos acontecimientos que acrecientan la figura del Dr. Bell.
»En aquellos días trágicos llenos de miedo e incertidumbre —continuó Holmes— hubo tres personas que, de acuerdo con los datos muy limitados que iba facilitando Scotland Yard y otros que publicaba la prensa con cuentagotas, se dedicaron a investigar por su cuenta para elaborar un informe que ayudara a dar con el famoso asesino. Uno fue Arthur Diosy, fundador y presidente de la Sociedad Japonesa en el Reino Unido y también miembro del Club de los Crímenes. Este amigo mío sustentaba la teoría «de que los asesinatos se habían orquestado con un fin relacionado con la magia negra». La segunda persona que investigó por su cuenta fue el Dr. Bell, quien afirmaba «…que cuando dos hombres se proponen encontrar una pelota de golf por las bravas, siempre confían en dar con ella donde se cruzan invariablemente las líneas que, de forma intuitiva, los guían a ambos desde su posición de partida. Por lo mismo, cuando dos hombres se disponen a indagar el misterio de un crimen, de la intersección de sus respectivas averiguaciones siempre surge alguna luz». Y la tercera persona era un detective amigo del Dr. Bell, cuyo nombre me reservo.
»Los tres hombres, después de laboriosas investigaciones, decidieron introducir cada uno en un sobre cerrado el nombre de quien a su juicio podía ser el famoso asesino, y cuando se depositaron los sobres en Scotland Yard, resultó que los tres contenían la misma conclusión respecto al responsable de los crímenes. A partir de esa fecha la policía realizó una eficaz labor y Jack el Destripador dejó de asesinar y desapareció de la faz de la tierra. Ahora ustedes pueden sacar sus propias conclusiones.
Conan Doyle no se dio por satisfecho y se atrevió a preguntarle a Holmes por qué se reservaba el nombre del investigador y amigo del Dr.Bell, y Holmes siguió silencioso e imperturbable, partiendo con gran esmero la parte superior de su huevo pasado por agua.
Doyle no se dio por vencido e insistió de una forma un poco impertinente en el tema.
—Pero un ser de tamaña habilidad asesina no puede desaparecer así como así. Siempre tiene que dejar un rastro, aunque sólo sea para vanagloriarse de sus éxitos frente a la policía más eficiente del mundo.
—Y estimo que lo dejó, y bien claro —dijo Holmes mientras continuaba imperturbable su lucha con el huevo.
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