Confieso que el pasado 18 de mayo me sentí ante un artículo que se publicó en Zenda igual que ante una herejía. Tuve que dejar de leer, levantarme y cantar “¡Escándalo! ¡Esto es un escándalo!” como si me encontrara en una comedia musical. El artículo se titulaba El latido de sus labios (vaginales) —agárrate a la brocha—, y para mi sorpresa no lo firmaba un hombre, sino una mujer. Y no una mujer cualquiera, sino una “filóloga, traductora y profesora de lenguas clásicas” que ha dirigido “talleres de escritura y literatura en España, Italia e Hispanoamérica” durante largos años. Se llama María L. Soto y su currículo apabulla. No se trata de ningún piernas ni, mucho menos, de una impostora.
Pero lo que me escandalizó no fue el título del artículo, aunque sí lo que me llevó a leerlo. Lo que me escandalizó en esa crítica despiadada de una novela de reciente aparición fue que se mencionara, de paso, la “prescindible saga del detective Carvalho”.
Con un par. Prescindible.
Lo escribo y me entran sofocos, se me erizan los pelos del sobaquillo y me vienen ganas de matar. ¡Anatema! En el momento de leerlo me sentí Caifás ante el Nazareno y si no me rasgué las vestiduras al grito de “¡ha blasfemado!” fue porque lucía un batín de seda muy chulo que me costó un riñón.
Pero serenada el alma, caí en la cuenta de que hacía mil años que no leía novelas de Carvalho y de que si las tenía en los cuernos de la luna se debía a un nebuloso recuerdo juvenil que se remonta a los años ochenta. Unas mejores que otras, alguna quizá infumable, no digo que no, pero un excepcional conjunto. “Tal vez te engañe el recuerdo”, me dije. “Han pasado años y años, el mundo era otro y tú, pues fíjate”. Preso de la ansiedad, me precipité al quiosco y adquirí una, la primera que encontré, Asesinato en el Comité Central, que había leído en su momento y que he vuelto a leer, aunque “devorar” sería más adecuado, en dos días.
Hecho el ejercicio, no paro de preguntarme qué puede haber de prescindible en el bueno de Pepe Carvalho. Es más, si de verdad fuera prescindible, también lo serían Kurt Wallander, Kostas Jaritos, Salvo Montalbano, Jean-Baptiste Adamsberg, Guido Brunetti, Rubén Bevilacqua, Virginia Chamorro, el olvidado comisario Bernal (criatura con la que entretuvo sus ocios Ian Michael, medievalista e hispanista británico oculto bajo el seudónimo de David Serafín), Juan Torca (criatura de Leandro Pérez, el jefe de todo esto, que hay que leer porque tiene un nivel que no desmerece lo más mínimo al lado de los otros) y tantos otros investigadores, detectives y policías europeos que directa o indirectamente, quieran o no, deben la vida a Carvalho.
A mi juicio, la serie Carvalho constituye una especie de conjunción astral del género. En ella confluyen la sequedad de los héroes nihilistas de la venerable tradición pulp norteamericana, con Hammett y Chandler en la cúspide de una nutrida pirámide de autores ilustres, y el olor a sofrito de la larga saga del comisario Maigret que levantara el belga Simenon entre 1930 y 1972 y que dominó el panorama de la literatura “de quiosco” en Europa durante cuarenta años.
La originalidad de San Manuel Vázquez (Montalbán, no el dibujante de las Hermanas Gilda) fue incorporar al policíaco una intención político-social que, en mayor o menor grado, hereda el actual noir europeo. Claro que lo expuesto no tiene por qué salvar literariamente su serie Carvalho, pero me gustaría que María L. Soto escribiera unas líneas explicando los motivos por los que la encuentra prescindible. Es fácil que no estemos de acuerdo, pero los sabios no sobran y siempre es bueno escuchar sus razones.
Seguro que aprendemos algo. Yo, por lo menos.
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