Prácticamente no conocemos nada de Egidas de Creta. Este atleta dejó la impronta de su nombre entre los campeones olímpicos en la prueba de dólico en la 83ª Olimpíada (448 a. C.). Los participantes debían recorrer una distancia estimada de unos 4800 metros. Aunque la carrera comenzaba y concluía dentro del estadio, también se desarrollaba en parte fuera del mismo, tal como sucede en la actualizad en algunos maratones. Sabemos que los cretenses, tal vez por la escarpada orografía de la isla, ocuparon durante mucho tiempo los puestos de honor en las carreras de resistencia. Los montes y las playas de Creta les ofrecerían el mejor escenario para sus entrenamientos.
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Olimpia, 448 a.C.
Hace calor. ¿Qué hora será? Levanto los ojos al cielo. El sol debe de estar cercano a su cénit. A lo lejos, casi arañando el horizonte con su mástil, intuyo una vela que avanza resuelta. Está tan lejos que no la reconozco. Tan sólo intuyo su color como de estopa. ¿Qué importa quiénes sean? Esa gente sigue su destino, y yo el mío. No pienso detenerme.
Hace rato que tu respiración es más acompasada. Concéntrate en ella para retrasar la fatiga. No es buena idea. La siento demasiado profunda. Ni la arena mojada alivia ahora mi agonía. El salitre inunda de mar mis pulmones cada vez que tomo una bocanada de oxígeno. Me escuece al entrar por la garganta. Y ese angustioso ardor, que sabe a sangre, se irradia rítmicamente por mi pecho y los hombros hasta hormiguear en las yemas de mis dedos hinchados. No se me interprete como una queja. De hecho, estas sensaciones agónicas me hacen sentir más vivo. Y más en estas playas. A cuantos se lo cuento no me toman en serio, pero siento que es verdad. Aunque mis cinco sentidos han fondeado en los principales puertos de la ecúmene, reconozco la brisa de mi isla. Huele distinta, única… ¡y me da la vida! Si en lugar de taparme los oídos me vendaran los ojos sería capaz de guiar al capitán del barco hasta aquí guiándome sólo por el olfato. Así que no pienso rendirme. Mis compatriotas merecen un motivo más de orgullo.
El viento apenas roza tu cuerpo desnudo. Un humor acuoso, como una película de leche tibia, empapa cada poro de tu piel. Esa capa de sudor es mi único atavío. Penetra en mis músculos entumecidos y engrasa sus engranajes.
Apenas levantas ya las rodillas. Te pesan los pies. Parece que te los hubieran sujetado con argollas a un yunque y te mantuvieran suspendido, atado por los brazos desde alguna estrella escogida al azar de entre las más altas de la bóveda celeste. Mi cerebro surca mis visiones en una nube negra. Pestañeo con fuerza cuatro veces. Sí. Sigo aquí. Y tengo que continuar.
Demasiado tiempo solo. Te volverás loco. ¿No tienes a nadie? ¿Ni siquiera rivales a los que derrotar? Persigo a los muchachos que no conseguí emular de niño, y las elegantes carreras de los animales que inspiran mis movimientos, y a los ídolos de los estadios que el tiempo ha convertido en mitos… Y persigo también a la mancha que despliego en el suelo. Unas veces, sin conseguir rebasarla. Otras, en cambio, intentando escapar de su persecución implacable. Soy consciente de que nunca podré desembarazarme de su acoso. No soy yo quien elige el papel de perseguidor o perseguido. Es Sombra quien, aliándose con Helios, lo hace de forma invariable. Lo sé por experiencia. Cuanto menos mide ella, más peligrosa se vuelve la partida. Y hoy es uno de esos días crueles. Hace mucho calor. Debo negociar con ella las reglas del juego. ¿Dónde estás? ¡No te escondas! ¿Acaso has abandonado la partida, rendida por fin a mi capacidad de resistencia? ¿O te has extraviado en esta frontera alterna de espuma y algas secas por donde jugamos a pillarnos? Nada de eso. Es mediodía. El sol la ha derrotado. Y me ha dejado solo. Más solo que nunca. Sé que si resisto un poco más, Sombra volverá a acompañar mi zancada.
Es un verdadero sinsentido. A mi derecha se despliega un mar inmenso en el que se pierde la vista, ríos de sudor me surcan la espalda y, sin embargo, de mi boca se ha apoderado el desierto absoluto. Consigo reunir en torno a la lengua no más de tres gotas porosas de saliva seca y se me pega a los labios cuando intento escupirla. Me bebería el mar. Mejor dicho, me dejaría beber por él. Un baño fresco me rescataría de esta agonía.
Pero, ¿qué dices? Ahora no pares. Por un instante echo la vista atrás. Me aterra observar que también mis huellas se desdibujan irremisiblemente con cada impulso sistólico con que la mar lame mi recorrido. Primero me abandonó Sombra y ahora ni la impronta de mi zancada parece sobrevivirme. ¿Debo volver sobre mis pasos para rescatarla? ¿Cómo permitir que mi existencia se vaya diluyendo en el camino? El mar inexorable es el culpable. Es él quien nos olvida. Quizás sea esa su vengativa respuesta cada vez que tratamos de hollarlo. Nos devuelve su indiferencia. Y las heridas que le provocamos al surcarlo cicatrizan al instante. Jamás podré imprimir mis victorias indelebles en el mar, que es olvido. Los muertos no dejan sombra, ni huellas en el mar, espejo inmutable del presente. No me aniquiles esta vez. Tengo que sobrevivir a tus olas.
No abandones justo ahora. No. No abandonaré.
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—Despierta, Egidas. Estás empapado en sudor. El público está llegando al estadio.
—¿Qué hora es? Tengo la boca seca. No he pegado ojo en toda la noche y el cansancio me ha vencido. He soñado que entrenaba en Creta.
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