Zenda ofrece en exclusiva el prólogo de la nueva edición de Los privilegios del ángel, la primera novela de Dolores Redondo, una historia de juegos, complicidades y travesuras, ambientada en la bahía pesquera de Pasajes, en los años 70, entre muelles de pesca, estibadores, humedad y salazón.
Este es el prólogo que acompaña a mi nueva novela y todo lo que contaré sobre ella. Los privilegios del ángel se publicó en 2009, fue una pequeña edición, pero quizá no tanto como para evitar que a menudo haya aparecido alguien con un ejemplar en la mano para que se lo firmara y que muchos más reclamasen leerla. Es la mejor razón que se me ocurre para recuperarla. Ahora me ilusiona traerla de nuevo hasta vosotros después del tiempo transcurrido y de la mala suerte que acompañó a esta novela. No haré drama, mi historia se parece a la de tantos, enorme empeño en verla publicada, contrato draconiano para mil años y un día, y tener que echar balones fuera cada vez que te preguntan por ella durante diez largos años, porque mencionarla supone un dolor.
Todas mis novelas están impregnadas de una capa de Norte, de lluvia y humedad que provienen de mi propia raíz, del lugar donde nací y me crié, del modelo de familia matriarcal que había a mi alrededor, de la cultura del trabajo duro, del honor de los pobres y de la muerte. Aborrecía aquel lugar, lo detestaba con toda mi alma. Cuando era una joven y precoz lectora de apenas diez años, me parecía imposible que mi pueblo pudiera albergar un escenario distinto a la sordidez, el olor a gasoil, el pescado, las cajas de estiba, las montañas de sal en el puerto, las iglesias abarrotadas de mujeres de luto, el perfume almizcle ro que se colaba por las puertas entreabiertas de los puticlubs, que se distinguían por un farolillo rojo y se repartían a derecha e izquierda en la misma calle; las misas de difuntos, las sirenas del puerto llamando al trabajo, el tufo amoniacal de las fábricas de hielo y el cementerio con la media de difuntos más jóvenes de España.
Y yo, que entonces devoraba las obras de Mario Puzo, soñaba con Boston, con Nueva York y Los Ángeles, con llevar allí a mis protagonistas como lo había hecho él, a otros cielos, a otros horizontes, a una cultura rica e impregnada de modernidad y sofisticación de las que el lugar donde yo había nacido carecía.
Era una adolescente cuando llegó a mis manos Pequeño teatro, la inmortal novela de Ana María Matute. Ocurría en un pueblo con puerto del Norte, pequeño, costumbrista y asfixiante para su joven protagonista. A menudo se dice que leer hace nuestro mundo más grande, pero ese libro me descubrió el encanto de lo pequeño, de lo propio. Me hizo entender que era absurdo pretender que mis historias transcurrieran en Boston o en Nueva York si no era primero capaz de admitir mi origen, que aborrecerlo era parte del proceso de juzgarlo, exonerarlo y llegar a perdonarlo. Que si no hacía las paces con mi origen no sería honesta, que detestar en la adolescencia el lugar donde uno ha nacido es tan natural como detestar el modo en que se ondula tu pelo, y que aprender a amar eso mismo proviene de una madurez que nada tiene que ver con crecer.
Entonces decidí escribir sobre todo aquello que aborrecía, desde el conocimiento. Y mientras escribía descubrí que no lo odiaba tanto, que incluso lo amaba un poco, o mucho. Me di cuenta de que había estado equivocada, de que detestar aquel lugar, aquel modo de vivir y aquella manera de morir era como detestar mi piel llena de cicatrices, las visibles y las invisibles, cada una de ellas símbolo de una batalla, de una pérdida o de una victoria.
Amo mis raíces, estoy en paz. Hoy sé que esto es fundamental, que esta verdad es la clave de la buena acogida que han tenido mis siguientes libros hasta ahora. Esa fórmula por la que me preguntan a menudo, que unos sospechan como algo enrevesado y otros, como una técnica que pueda aplicarse una y otra vez. Pero creo que solo vosotros, mis lectores, percibís con la mirada limpia de un niño que en el fondo subyace la verdad.
Hay mil aspectos sobre los que ya os he hablado en mis novelas y millones que me quedan por contaros, pero el primero con el que tuve que ponerme en paz fue con la muerte, y lo hice en esta novela, la primera que escribí.
Los privilegios del ángel es una novela sobre el duelo, el nombre del proceso que se vive inmediatamente después de una pérdida irreparable. Con cinco años no solo lo había experimentado en mí, sino que fui testigo de cómo lo vivían los demás, en casi todas sus formas, con toda su crueldad, en hombres y mujeres, en niños, por causas accidentales y por enfermedad, unas heroicas y otras violentas. Enfrentarse a una gran pérdida a edad muy temprana detiene la infancia, y no para recobrarla un tiempo después, sino para verla desaparecer a veces para siempre. Porque la muerte, la pérdida y el duelo arrancan ese velo de protección, de magia e inmortalidad de la que está revestida la primera parte de nuestra vida, pero con la intensidad, la importancia y la limitación del tamaño del mundo de un pequeño. Tener conciencia de la muerte y de que los niños también mueren proyectó sobre todo mi mundo conocido la sombra implacable de la parca, su inevitabilidad y su presencia hasta en los acontecimientos más pequeños.
Esta novela trata del duelo a través de distintos personajes y en sus distintas fases: la negación, la ira, la negociación, la de profunda pena, la depresión y la aceptación. No es necesario pasarlas todas, no hay una duración estipulada para cada una y ciertas circunstancias pueden acrecentar el padecimiento en cada una hasta hacerlo insoportable.
Decidí escribir sobre la muerte y el duelo porque sé que esta travesía por el infierno de nuestras emociones es la única manera de conseguir alcanzar algún tipo de paz.
Está muy extendido el modo en que los psicólogos infantiles advierten sobre los peligros de impedir que nuestros pequeños se enfrenten a la frustración, al no, a la imposibilidad. Sospecho que es solo un reflejo de lo que nuestra sociedad ha hecho con el dolor y el sufrimiento en los últimos tiempos. Darles la espalda.
La muerte está asumida y aceptada como parte del ciclo de la vida, no así el sufrimiento y el dolor que genera la pérdida. Hace un siglo era difícil encontrar a alguien que no hubiera asistido, incluso con muy corta edad, a un funeral, un velatorio o un entierro. Pero hoy en día para la mayoría de los padres resulta impensable dejar que un niño asista al ritual de la muerte. No difiere demasiado con los adultos. Si alguien sufre una gran pérdida se comprenderá su dolor mientras no sea muy evidente. Un dolor moderado y maquillado, que en el último siglo ha huido de todas sus manifestaciones públicas. El luto, el color distintivo en la ropa, ayudaba a que los demás supieran que estábamos pasando por un período difícil en nuestra vida, a distinguirnos en el dolor. La costumbre de vestir de luto se enraizó tanto que dejó de ser símbolo de tristeza para convertirse en apariencia y fingimiento y, lo que es peor, en algo obligatorio frente a la muerte, por tanto, indeseable. No defiendo que la gente vuelva a vestir de negro para hacer evidente su dolor. Yo visto de negro casi todo el tiempo solo porque me gusta. Pero la sociedad ha ido huyendo de las representaciones del dolor y cada vez las rechaza con más fuerza. Rechazamos el dolor, los grandes funerales faraónicos quedan para la realeza o para las grandes estrellas del pop, pero las muestras de dolor sostenidas en el tiempo no están bien vistas. Esto nos ha llevado a huir, a ocultarnos, a esconder la tristeza como un estigma porque sabemos que nos marca de un modo que la sociedad repudia. Llevándonos al ridículo de tener que festejar la pérdida de un trabajo, de una novia, de un matrimonio, de una amistad, como una apertura a nuevas cosas, casi como una suerte… ¿Quién quiere estar con alguien siempre triste? Huimos de la amargura, del dolor, de la enfermedad y la muerte. Se esperan comportamientos heroicos de los enfermos terminales, la entereza de sus familiares y amigos, el recuerdo en positivo, los homenajes a su vida.
Sé que no es un tema cómodo. Sé que muchos abandonaran este libro en esta página. Pero para los que lo habéis experimentado, para los que estáis pasando por él y para los que entendéis que soslayarlo es un error, aquí está Los privilegios del ángel, que toma su título de la novela Trópico de Capricornio de Henry Miller, donde se habla de la pureza, de los ángeles y de sus verdaderas capacidades, de tocar el cieno en lo más profundo y de lo más alto en el cielo.
Existe una fórmula para librarse de lo más sórdido, y no se trata de ser puro: se trata de aprender a volar.
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Autor: Dolores Redondo. Título: Los privilegios del ángel. Editorial: Booket. Venta: Todostuslibros y Amazon
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