«España es una fábrica de perdedores
porque no soporta a la gente que gana»
(David Gistau)
Escribo estas líneas mientras veo el capítulo final de Cuéntame cómo pasó, titulado Carlos: El heredero. Presumo de no haberme perdido un solo episodio de Cuéntame cómo pasó desde que se empezó a emitir el 13 de septiembre del 2001. Me lleva «a casa». En la pantalla, Herminia le pide a su nieto Carlos que siempre sueñe con algo más. Los dos comparten a solas los últimos minutos de ella debajo de la encina que su padre había plantado el día que su hija nació. Lloro cuando la abuela le pide al nieto que se marche; el fin de Herminia es dolorosamente inminente. En mi recuerdo está Paquita, mi abuela materna, cuyas cenizas fueron entregadas al Tajo para que —como pedía— «pudiera ver mundo». Por ese motivo llevo una foto suya en la cartera, para enseñarle a Paquita el mundo cuando viajo. A ella le dedico A un gancho de la gloria, a mi abuelo Eusebio y a mi mejor amigo, Roberto.
Gracias a mi abuelo supe de Pepe Legrá, Pedro Carrasco y José Manuel Ibar «Urtain», como así apodaba a un vecino de su barrio, un tipo de Burgos —llamado Laureano— con las hechuras del morrosko que fue extra en el rodaje de El bueno, el feo y el malo en el Valle de la Mirandilla. En casa de Eusebio y Paquita se hablaba también de Alfredo Di Stéfano, Ferenc Puskás y Paco Gento. No viví la época de la tele en blanco y negro, pero los dos me la contaron.
A Roberto le debo haber sido mi compañero de clase, tanto en el colegio como en el instituto, y mi acompañante en las veladas que organizaba en casa en septiembre —cuando mis padres se iban de vacaciones y me quedaba solo— para ver combates de Poli Díaz y Javier Castillejo mientras nos refrescábamos el buche a base de cerveza. Muchos años más tarde, el viernes que entrevisté a Poli Díaz en Vallecas, quedé a cenar con Roberto por la noche para contarle todo con pelos y señales. Hace tiempo que no quedo con él. Voy de vez en cuando a visitar a su madre, sobre todo en Nochebuena. Hablamos de Roberto, de lo mucho que le echa (echamos) de menos.
Hace rato que he terminado de ver el cierre de Cuéntame cómo pasó. He puesto —para tener de fondo— el episodio 21 de la primera temporada de la serie, titulado Secretos y mentiras, ambientado en la primavera de 1969. Cervan, el quiosquero, encarnado por Tony Leblanc, enseña a Carlitos, Luis (Manuel Dios) y Josete (Santi Crespo) a tener técnica en el boxeo, la misma del Tigre de Chamberí cuando tiró al Huracán de Hortaleza con aquel golpe bautizado como «el eléctrico». Esta referencia que conecta la serie con la película El Tigre de Chamberí es el modo en el que respiran las historias que acoge A un gancho de la gloria, desde Paulino Uzcudun hasta Kiko Martínez. La radio, la televisión en blanco y negro y las nuevas plataformas ponen el contexto sociocultural que rodearon la vida y obra de los dieciséis ídolos patrios del pugilismo que llamaron a las puertas del cielo.
Como cuento en la introducción de A un gancho de la gloria —título, por cierto, que le debo a Javier Márquez Sánchez—, se recuerda el diez por ciento de lo que se escucha, el cuarenta por ciento de lo que se escribe y el cien por cien de lo que se defiende. Las primeras páginas de este libro se empezaron a escribir en Vista Alegre —a la vuelta de la plaza de toros— y las últimas en Manuel Becerra, a diez minutos de Las Ventas y a cinco del Palacio de Deportes. Estos casi cuatro años de trabajo me han aportado felicidad cuando me enterraba en la hemeroteca y entrevistaba a las leyendas y a los ilustres invitados —en total hice cerca de cuarenta entrevistas—. Pasé un par de tardes con Dum Dum Pacheco en su barrio —la última vez le llevé pasteles para merendar—; hablé de María Jesús Rosa con Míriam Gutiérrez y por correo electrónico con Enrique Bunbury de Perico Fernández. Como si se tratara de un olvidado billete de diez euros encontrado en el bolsillo, aparecen en mi mente otros entrevistados que hacen que el pecho se me hinche de orgullo: Ray Loriga, María Dueñas, Julio César Iglesias, Rosalía, Hovik Keuchkerian… Tuve, por otra parte, el privilegio de contar con las declaraciones de Jesús Quintero. Sus alabanzas hacia Alfredo Evangelista —«era un grande del boxeo»— son el canto dorado que dan brillo a estas cerca de trescientas páginas, cuya lectura se inicia con la cita de David Gistau que abre este making of.
Pasadas unas pocas semanas desde el fallecimiento de Jesús Quintero —siete meses antes se realizó la entrevista para este libro—, encontrándome yo en Sevilla por trabajo, Manel Berdonce me llamaba por teléfono a la hora del café: «¡Carlos! ¡Tío grande! Te paso al campeón». Al otro lado, una voz de acento cubano me saludaba. Era José Legrá, que lamentaba la pérdida de su amigo Jesús al repasar la entrevista que le hizo en 2006. Siento que estoy en deuda con Manel, el Tigre de Tetuán, amigo a su vez de Cayetano Martínez de Irujo Fitz James-Stuart, que me recibió una mañana en su casa. Como me parece de mala educación acudir «de vacío» a la cita del anfitrión, obsequié al IV Duque de Arjona y XIII Conde de Salvatierra con la reedición de Mear sangre, las memorias que escribió Dum Dum Pacheco en la cárcel de Carabanchel. Este título, por cierto, es uno de los que más he regalado.
Hubo fines de semana en los que me encerraba en casa y me convertía en cartujo. Sí me permitía algún paseo por la tarde para bajar por la Avenida de los Toreros —en esa calle mi abuelo conoció a mi abuela— hasta Las Ventas. Me sentaba un rato en un banco a apuntar ideas en la libreta que llevaba en el bolsillo. En otra ocasión, la misma noche —la del 29 de octubre del 2022— en la que Kiko Martínez se proclamaba campeón europeo del peso pluma ante Jordan Gill en Londres, había estado —horas antes— en compañía de Pepe Durán, Manolo Calvo, Roberto Castañón y Manolo Pombo, a quien Berdonce llama el Dandy de Ventas.
Aproveché un viaje a Tánger para seguir los pasos de Mohamed Mrabet —escritor, pintor, colaborador de Paul Bowles y boxeador amateur— desde el hotel El Minzah, acompañado de Javier Rioyo, un guía y un secreta que me enseñaban los tenderetes de gallinas decapitadas en el Zoco Chico. Rioyo, a través del Instituto Cervantes, tuvo a bien facilitarme el número de teléfono de Mrabet, que ya pasaba los noventa años de edad. Quien solía responder a las llamadas era su hija, cuando no él mismo, hablando en un castellano lejano.
Me llevó once meses conseguir una entrevista con José María García, pero no fue la primera persona con la que hablé. Ese lugar pertenece a Manolo del Río, preparador de Pedro Carrasco y Urtain, que me recibió en el gimnasio El Rayo. Del Río no perdía ojo a sus boxeadores mientras trataba de contestarme a las cuestiones que le lanzaba. Disfruté charlando con Andrés Pajares de Pedro Carrasco y con Fernando Esteso de la escena de la báscula en Yo hice a Roque III. He ido reuniendo joyas incunables de toda biblioteca pugilística, como las firmadas por Fernando Vadillo. Aprendí de los conocimientos de Jaime Ugarte, de los datos de Jorge Lera, de las historias de José Luis Garci en el Campo del Gas a través de El Crack… Encontré en el boxeo un refugio construido entre los aficionados y los propios boxeadores que he tratado de plasmar en negro sobre blanco en A un gancho de la gloria. Por cierto. José Luis Garci bendijo A un gancho de la gloria en el Campo del Gas de la COPE con Jaime Ugarte, autor del generoso prólogo del volumen.
Se recuerda el diez por ciento de lo que se escucha, el cuarenta por ciento de lo que se escribe y el cien por cien de lo que se defiende. Los años de escritura de A un gancho de la gloria me han preparado para dominar la larga distancia.
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Autor: Carlos H. Vázquez. Título: A un gancho de la gloria. Editorial: Efe Eme Intermitente. Venta: Efe Eme y Todostuslibros.
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