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Donde no ganan los buenos

Donde no ganan los buenos

Las lecturas escolares

¿Está bien diseñado el itinerario de lecturas obligadas durante los años de escolarización obligatoria? La pregunta sale a relucir de cuando en cuando, siempre es oportuna y nunca consigo darle una respuesta, en parte porque creo que en ocasiones las partes en litigio aducen razones desmesuradas —no me creo que ningún docente fuerce a un púber a leer La Celestina en su versión original, ni que omita en sus clases la explicación de los clásicos más irrenunciables— y en parte porque en este caso resulta inevitable confrontar la teoría con la experiencia y no estoy seguro de que fueran esos libros que tenía que leer para solventar el trámite en las asignaturas de lengua y literatura o de literatura a secas —en aquel tiempo aún se impartían separadas, y creo que su unificación ha sido uno de los grandes errores del sistema educativo actual— los que me convirtieron en el lector que soy. Auspiciaron grandes descubrimientos —el de Carmen Martín Gaite con Caperucita en Manhattan, el de J. D. Salinger con El guardián entre el centeno, el de Pío Baroja con El árbol de la ciencia—, pero también lecturas que a día de hoy me siguen resultando altamente indigestas —La aldea perdida, de Armando Palacio Valdés— y otras, como una novela corta de Galdós y algunos cuentos de Clarín, que sólo pude apreciar años más tarde. Convendría señalar aquí una obviedad que se omite casi siempre, sospecho que porque a las voces quejumbrosas no les interesa poner de manifiesto sus carencias: la educación no se limita a los centros educativos, se extiende a los hogares y las calles, y malamente va a verse inducido a leer un niño cuyos progenitores no cogen jamás un libro ni lo incitan a él a que lo haga. La labor de los maestros, de los profesores, no debería limitarse a ese animar a leer, sino a conferir un cierto orden o una determinada lógica a ese estímulo. Digo esto porque a mí las lecturas que me obligaban a llevar a cabo en el instituto me importunaban no por el hecho de tener que cumplimentarlas, sino porque a menudo me forzaban a interrumpir o postergar otras que tenía en esos momentos entre manos y me resultaban bastante más interesantes, lo cual no quiere decir que no lo fueran aquellos títulos que se me imponían, ni que no encontrara en ellos nada destacable. Supongo que es algo que se relaciona de manera directa con la edad, si no con la propia condición humana: lo que nos agradaría en el caso de tomarlo por voluntad propia se convierte en afrenta cuando nos lo imponen. Sea como fuere, me alegro de haber tenido entonces la lucidez suficiente para eludir ciertos trámites que hubiesen resultado contraproducentes —me las arreglé para esquivar una lectura parcial de El Quijote; no puedo decir que gracias a eso me terminó maravillando el libro cuando acudí a él unos años más tarde, cuando yo mismo quise hacerlo, pero sí sé que muchos de mis compañeros de entonces perdieron a raíz de aquello cualquier interés en la novela— y también de ir un poco más allá en casos como el de Buero Vallejo, del que no sólo leí la obra que demandaban los planes de estudio —Historia de una escalera—, sino también la que venía a continuación —El tragaluz— en el volumen que adquirí para tal fin y que si no me equivoco era una de aquellas ediciones de bolsillo de Austral. Quizás, a fin de cuentas, mi experiencia sirva para ilustrar la norma y ésta no sea más que un mero tanteo, que es en realidad la única manera de alimentar o generar el gusto o la pasión por la lectura. Dijo en una ocasión Juan Benet que el único método útil para enseñar literatura radicaba justamente en eso, en enseñarla, siguiendo la acepción más literal del término: decir «aquí está», «esto es», y dejar que cada cual se aproxime a ella y vaya descubriendo por su cuenta lo que tiene que ofrecerle y lo que, según su criterio, vale más desdeñar. No hay que engañarse: leer nunca ha sido una afición mayoritaria y por lo general se entra en ella a tientas, escudriñando lo que a uno le sirve y lo que no, y allí donde unos ven luces encuentran sombras otros, y lo que éstos juzgan meritorio es pura fanfarria para los primeros, y al final, como ocurre con tantas cosas, son la edad y la experiencia las que nos facilitan goces que no supimos apreciar en su momento. La lectura no es un fin, sino un cruce de caminos, y quienes se deciden a afrontarlo siempre terminan encontrando el suyo.

Épica y antihéroes

"Encargaron el guión a Dalton Trumbo, otro de los damnificados por la caza de brujas, y lejos de ocultar su participación con un seudónimo el propio Douglas forzó a que su nombre se incluyera en los créditos"

Vi Espartaco por primera vez siendo muy niño, mucho antes de saber quiénes eran Stanley Kubrick y Kirk Douglas —que aún vivían por entonces—, y recuerdo que me perturbó mucho la muerte del héroe al final de la película porque no entraba en mi lógica la posibilidad de que aquél que tanto bien había hecho a los suyos —y que tanta maña se daba en los combates cuerpo a cuerpo— terminara sucumbiendo ante el poder del enemigo. La infancia es ese país donde los buenos ganan siempre. También ocurre en Espartaco, de algún modo, aunque en este caso la victoria no se dé en la pantalla, sino en lo que la película encierra en los márgenes de su propia historia. El largometraje se basa en la novela homónima de Howard Fast, que comenzó a escribirla en la cárcel a la que fue a parar después de que el Comité de Actividades Antiamericanas lo apercibiera por su militancia comunista y su pertenencia al Joint Antifascist Refugee Comittee, que había rehabilitado un antiguo convento en Toulouse para atender en sus dependencias a los refugiados republicanos que huían de la España que acababa de someter el dictador Franco. Cuando finalizó el manuscrito se lo entregó a su editor habitual, quien lo acogió con entusiasmo pero no pudo publicarlo por prohibición expresa del infausto J. Edgar Hoover, metido de lleno en su cruzada contra todo lo que oliera a subversión. Tras probar en otros siete sellos con otros tantos resultados negativos, Fast optó por crear él mismo una editorial e imprimirlo por su cuenta. Arriesgó mucho, pero su osadía tuvo recompensa: se vendieron más de cuarenta mil ejemplares del libro en primera instancia y unos cuantos millones más cuando se dio por abolido el penoso macarthismo; se tradujo a 56 idiomas y, una década después de su llegada a las librerías, Kirk Douglas convenció a Universal para que adquiriera los derechos de su adaptación al cine. Encargaron el guión a Dalton Trumbo, otro de los damnificados por la caza de brujas, y lejos de ocultar su participación con un seudónimo el propio Douglas forzó a que su nombre se incluyera en los créditos, lo que a la postre terminó acelerando el fin de aquellas maniobras que con obstinación y saña habían venido aboliendo o silenciando el trabajo de intelectuales poco o nada afines a comulgar con los desmanes y los vicios del sistema. El éxito de la película —del que es buena muestra el hecho de que en España suela reponerse en unas fechas tan paradigmáticas como las de la Semana Santa, reducto de la tradición por excelencia— puso el resto para que la derrota de aquel esclavo insurgente se convirtiera en la victoria, no menos épica, de los dos escritores que hicieron de él tinta y celuloide, antihéroes en su tiempo y héroes en el nuestro. No ganan siempre los buenos en el territorio hostil que habitamos los adultos, pero alguna vez sucede, y no está de más celebrarlo.

Necesidad de lo inútil

Lo razonó y lo estructuró muy bien Nuccio Ordine en La utilidad de lo inútil, pero ya lo había formulado Eugène Ionesco, a su modo, mucho antes: «Si es absolutamente necesario que el arte o el teatro sirvan para algo, será para enseñar a la gente que hay actividades que no sirven para nada y que es indispensable que las haya.»

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