Os seus recordos propios se confundían con aqueloutros heredados.
-Pedro Feijoo, Os fillos do mar (2012)
No tengo la certeza de que el recuerdo de lo vivido sea más verdadero que el de lo leído. Ni más intenso. Pero cada vez que visito alguno de los países de mi infancia terminan por abrirse paso territorios literarios, como si leer hubiera sido vivir. Fue, en todo caso, más interesante. Cabalgo por las laderas de El Morrazo para visitar las ruinas del pazo de Loureiro y vuelve a suceder. “Los Loureiro nos hemos convertido en sombras”, le comento al fantasma de quien pude haber llegado a ser si madre no me saca de allí. Don David de Bowman y Loureiro-Pazó se me ha aparecido severo y distante nada más llegar. “Qué me vas a contar a mí…”, exclama rencoroso, reprochándome no haberle permitido existir. “¡Davidíín…!”, nos interrumpe madre entre las leiras abandonadas, más allá de los eucaliptos. “¡¡¡O chusco, rapás!!!”. La soledad, los chascarrillos y los recuerdos campan por esta montañosa lengua de granito que, en dirección este-oeste, se adentra en el Atlántico para escupir tres muelas en mitad del mar. A lo largo de su orilla sur brilla la lámina de plata de la Vigo Bay, espejo loco y absurdo que una vez más me ha devuelto una imagen distorsionada de cuanto se refleja en su superficie.
Es el mismo mar que vio una gigantesca batalla, disuelta y rota como yo entre la Historia, el Olvido y la Leyenda. Muchos han buscado sin éxito el tesoro que por fuerza tuvo que dejar depositado en el fondo. Todo indica que, a lo largo del siglo XVIII, aquel tesouro procuró sustento a las poblaciones ribereñas, que debieron de expoliar hasta el último hierro sin prisa, generación tras generación, con callada paciencia labrega. El sabio Yago Abilleira Crespo lo cuenta en Los galeones de Vigo (RP Edicions, Vigo 2005, ISBN 84-923135-3-5). Una mañana desapacible del otoño de 1702, una escuadra anglo-holandesa se introdujo en la ría en pos de la flota de Indias, cargada de oro. Para esquivar las baterías de Bayona y O Castro, sus quillas acariciaron peligrosamente los arenales de Cangas y los temibles escollos de punta Rodeira, desde donde ahora la veo pasar, renqueante, de vuelta. Le bastó una semana para dejar una estela de horror a cambio de un magro botín. Por delante, el sol poniente se escurre rojo de sangre detrás de las tres muelas perdidas de El Morrazo, las islas Cíes.
Un territorio familiar por literario, no por vivido. Vivo en el Ensueño, como Quijano, único país al que guardo lealtad. Sobre las olas diviso a Julio Verne, que navegó por aquí siglo y medio después de la batalla. Los vigueses le han dedicado dos hermosos monumentos. No pierdo ocasión de visitarlos cada vez que vuelvo a este rincón del Planeta. Uno, en el paseo marítimo, muestra al eximio autor sentado apaciblemente entre los tentáculos de un simpático kraken. El otro, ubicado en medio de un mar que no deja de ser extensión del propio Vigo, desaparece parcialmente con la marea y no deja ver más que un pedestal expresionista desde el cual el escritor vigila. A sus pies, Nemo y sus buzos de bronce son visibles sólo cuando el mar se retira. Según Verne, no habrían sido los lugareños quienes expoliaron con paciencia los pecios de la batalla, sino él, el propio Verne encarnado en su capitán Nemo: Nadie, como Ulises. En el capítulo XVIII de la segunda parte de sus Veinte mil leguas de viaje submarino, no por casualidad titulado La bahía de Vigo, cuenta su visión de la batalla, y que en lo más hondo y turbio de la ría tenía Nemo un banco privado, el tesoro de cuyos fondos salió el capital que financió el diseño y la construcción del Nautilus: un millón seiscientos ochenta y siete mil quinientos francos, exactamente, aparte mobiliario, biblioteca y obras de arte, según se cuenta en otro lugar de esa novela memorable y más verdadera y real que la propia vida que llevo. O que creo llevar, vaya usted a saber.
La bibliografía sobre la batalla y el tesoro, inmensa, sugestiva y prolífica, abarca más de cien años y genera aún más bibliografía, pues quienes aterrizan en ella enloquecen como quijotes atlánticos y producen todavía más libros, por si hubiera pocos. Además del de Verne y del de Yago Abilleira, que resume con rigor cuanto se sabe de la batalla, hablaré de otros dos. Uno muy conocido y otro, menos, aunque no debiera, pues es magnífico.
A finales de los cincuenta del pasado siglo, cien años después de que Verne anduviera por aquí, un grupo de jóvenes y alocados francesitos se dejó caer por Vigo al olor del, a aquellas alturas, mítico tesoro. La expedición no sacó más tesoro que el reflejo del cielo en los ojos garzos de las gallegas, romántico tesoro juvenil que los expedicionarios que aún viven, ya octogenarios, siguen añorando. También se llevaron, por lo visto, el recuerdo imborrable de las puestas de sol sobre la embocadura de la ría, una de las bahías más hermosas del mundo, según hizo constar uno de aquellos locos en la memoria de su aventura. Tesoros y galeones hundidos: en busca del tesoro de la ría de Vigo fue publicado en España por Editorial Juventud, la de Tintín, en su colección de libros de viajes con características sobrecubiertas amarillas. Robert Sténuit, un caza-tesoros avant la lettre, no goza del aprecio de los historiadores y arqueólogos profesionales, pero su libro, homenaje arrebatado y brillante a este lugar fabuloso, lo hace merecedor de mi perdón por sus improbables crímenes: el cabrón levantó con su «fracaso» excelente Literatura. Y eso lo santifica, que a nadie quepa duda.
El otro libro es más reciente, de 2012. Se trata de una novela alucinada que protagoniza un arquitecto de galineiros, chiringos de praia e outras chapuzas. La firma Pedro Feijoo, apellido común en Galicia, treintañero, vigués, músico, filólogo, periodista y superviviente de todas las locuras del final del siglo XX. La novela se titula Os fillos do mar, la publicó primero Galaxia y su éxito fue tan fulminante que a Espasa le faltó tiempo para traducirla y ponerla en el mercado nacional español con el título de Los hijos del mar. Fabuloso catálogo de lo más granado de la ría, en Los hijos del mar se citan mariscadores, planeadoras, bateas, contrabandistas, anticuarios, alijos, el Burato do Enferno, la “aristocracia del mejillón”, el destino del tesoro de Rande y, como en el libro de Sténuit, los ojos limpios de las gallegas, de una en el presente caso, que termina por constituirse en otro de los muchos tesoros que contienen la ría y esta novela. Como la persecución en planeadora a través de las rías de Pontevedra y Vigo, sorteando los asesinos dientes de granito que acechan a flor de agua, así como las selvas de bateas mejilloneras. Una persecución más espectacular que cualquiera que este cura haya visto jamás en ninguna película, y eso que ha visto unas cuantas. “Misterios del lenguaje y de quien sabe manejarlo”, que sentenciara Ian Gibson a propósito de No se fusila en domingo, memoria cívica y guerrera del doctor Pablo Uriel.
Ya anochecido, Julio Verne me observa severo a flor de agua desde lo alto de su pedestal. Le arrullan las olas, invitándole a acostarse mientras sus invisibles buzos de bronce trabajan en silencio bajo el mar. El espectacular monumento se asienta en los bajos berroqueños de la isla de San Simón, en la ensenada del mismo nombre, culo de la ría, refugio de la flota de Indias en 1702, cenobio medieval, antigua leprosería y también cárcel para rojos en tiempos más recientes y siniestros.
Me retiro a Cangas, en el extremo occidental de El Morrazo, siguiendo al sol que ha huido, como un gallego más, hacia América. Desde el Vigo de hace ocho siglos, el viejo Martín Codax me saluda con la voz de otra rapaza enamorada.
Sediame eu na ermida de San Simon
e cercaronmi as ondas, que grandes son;
¡eu atendendo o meu amigo,
eu atendendo o meu amigo!
—Desengáñese, profesor! —me grita Verne en la oscuridad—. El único tesoro que hay aquí, como en cualquier otra parte, es literario.
Y se queda pensativo.
—Marisco aparte, claro.
Imágenes: © Manuel Castro.
NOTA: El fotógrafo vigués Manuel Castro lleva años mostrando su visión del mundo a través de detalles significativos de la comarca. Entre sus temas destacan las naves y espacios industriales abandonados, que su mirada sabe convertir en símbolos de soledad, fracaso, abandono y desvalimiento.
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