Mi relación con los libros cada vez es más difícil. Es como una de esas relaciones de pareja en las que el amor es intenso e indiscutible pero la rutina y los conflictos lo ponen a prueba cada día. Después de veinte años o treinta años junto a alguien, uno desea encarecidamente que ese alguien le siga sorprendiendo en algo, pero al mismo tiempo sabe que es improbable que lo haga e incluso duda de que la sorpresa, si se produjera, fuese provechosa.
Cada vez empiezo más libros que no termino, acuciado por los nuevos libros que se siguen acumulando y que presentan, en su estado virginal, un atractivo secreto que los ya desflorados pierden a las pocas páginas. Me he convertido en un donjuán: me interesan cada vez más la seducción, el galanteo, el desvirgamiento; luego me vuelvo inconstante y abandono al amante.
Todo esto tiene que ver, sin duda, con la edad. Las caricias en las que al principio encontraba placer fueron dejando luego, por su reiteración, por su redundancia, de agradarme. Son caricias iguales, pero ya no me excitan. Por eso sé que abandono libros que a los dieciocho años me habrían quizás entusiasmado, pero que ahora, leídos ya cien veces en otras versiones, me dejan frío.
Y como ocurre con las drogas y con las relaciones sexuales, hay que subir continuamente la apuesta para que el efecto de sensibilidad se mantenga. Ésa es la razón de que los más adictos acaben muriendo de sobredosis y enredados en encuentros sadomasoquistas cada vez más al límite.
En los últimos tiempos me excitan más un libro o una película diferentes, aunque sean malos o fallidos, que el mismo virtuoso libro y la misma virtuosa película. Necesito algo de originalidad en la caricia. No originalidad revolucionaria (eso no existe ya, ni falta que hace), pero originalidad al cabo.
Cuento todo esto porque en los últimos tiempos, y a pesar de todo, he leído algunos libros que me han seducido sin reparos. Que me han rejuvenecido. Uno de ellos, La España vacía, de Sergio del Molino (Turner, 2016). Es un ensayo en el que resulta complicado decidir qué es verdad y qué es literatura. No invención ni falsedad, sino literatura en el sentido más elástico posible. Hay rigor y fundamentos: datos, documentos, testimonios. Pero el autor, en permanente salto mortal, estira las interpretaciones y hace malabarismos literarios. Las ideas del libro —muchas y apasionantes— quedan claras, pero las ensoñaciones que despierta perduran con más furia aún.
El otro libro es de un autor asturiano, Xandru Fernández, y ha sido publicado en una de esas editoriales nuevas que florecen exuberante y extrañamente como si el sistema literario español fuera fértil y los ciudadanos llenaran las librerías cada día. La novela se titula El ojo vago y cuenta la historia de una criatura que se va reencarnando en sucesivos cuerpos desde la época de Alejandro Magno hasta nuestros días. Cuerpos de hombres, cuerpos de mujer y cuerpos de animales. Al renacer, vive siempre una infancia adánica, sin recuerdos, pero a una determinada edad, no siempre idéntica, recobra la memoria de sus otras vidas. Y se reencuentra con otros de los seres que las compartieron.
Si los escritores siempre escriben para vivir varias vidas, Xandru Fernández lo hace aquí intensamente: no sólo él, sino sus personajes, las viven. Como el Orlando de Virginia Woolf, busca llevarnos a esa especie de pansensualidad que nos permita contemplar el mundo no con un ojo vago, sino con un ojo múltiple, cósmico, uno de esos ojos de mosca que dividen la realidad en pequeñas celdas.
Xandru Fernández, aprovechando este planteamiento argumental ambicioso y —perdón por el pleonasmo— arriesgado, juega con las ideas de destino, de identidad y de memoria. El libro arranca con un exergo de Spinoza: “Un hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría no es una meditación de la muerte, sino de la vida”. Por eso, tal vez, no haya hombres libres. Pero lo que nos plantea el autor es la posibilidad de serlo, aunque sea sólo literariamente.
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