Estamos en marzo de 1936. Han pasado tres años desde que Franklin D. Roosevelt, en su discurso de investidura como 32º presidente de los Estados Unidos, pronunciado el cuatro de marzo de 1933, advirtió a sus paisanos —a los que todos los gobernantes, en todos los países, aún llaman “el pueblo”— sobre los peligros del exceso de pesimismo ante el desolador futuro que aguarda al país.
En la antigua tierra de la abundancia y las oportunidades el producto interior bruto ha disminuido un 27%, la producción industrial un 50%, y el desempleo alcanza al 25% de la población laboral. La tierra prometida para los emigrantes de Europa y Asia que han arribado a ella en los últimos siglos ya no tiene nada que ofrecer.
En el 32, al hundimiento de la economía se le sumaron una serie de fuertes tormentas de polvo —con trazas de maldición bíblica— que se extendieron por las Grandes Praderas.
Sequía y polvo, polvo y sequía, eso es cuanto las llanuras pueden ofrecer. Conocido como el Dust Bowl, se trata de un desastre ecológico que afecta especialmente a Oklahoma. Ese viento que hace imposible la vida ha dejado sin trabajo a cientos de granjeros de este estado que emigran a California subiéndose a escondidas a los trenes de mercancías. Dada su procedencia, son conocidos como los okies. El ferrocarril ha puesto en nómina a cuadrillas de matones para molerles a palos. No tienen más consuelo que las canciones de Woody Guthrie, un okie como ellos que, con el tiempo (1940), escribirá «This Land is Your Land», una de las piezas más conmovedoras del cancionero estadounidense, que sirve de respuesta a la «God Bless America» escrita por Irving Berlin en 1918 y revisada 20 años después.
Estamos en la América de John Steinbeck —De ratones y hombres (1937), Las uvas de la ira (1939)—, y su presidente sabe perfectamente que en cualquier momento puede estallar una revolución como la que cambió el curso de la historia en Rusia en octubre de 1917. Así las cosas, el nueve de marzo del 33 anunció la primera de una serie de medidas a favor de la moneda y el sistema financiero. Todo contra el desempleo.
Aquel fue el comienzo del New Deal. Los más escépticos no ven en esta política más que esas reformas que proceden cuando la revolución amenaza a un sistema. Los entusiastas de este nuevo entendimiento, los senadores y miembros del gobierno que le rodean en esa imagen que muestra a Roosevelt en marzo del 33 firmando la Farm Measure, estiman que con el New Deal el estado moderno ha dejado de ser ese mero observador que fue hasta entonces, mientras los ciudadanos —denominación que empieza a sustituir al “pueblo” en el lenguaje de la siempre execrable clase política— atendían a sus diversos intereses. Con Roosevelt el estado empieza a proporcionar servicios públicos, médicos y sociales. Para el nuevo entendimiento la tributación equitativa es fundamental para procurar el bienestar.
Con independencia de la eficacia de las medidas del New Deal —Estados Unidos no acabará de salir de la Gran Depresión hasta que su industria armamentística vuelva a funcionar al completo en el 41, cuando el país entre de lleno en la Segunda Guerra Mundial—, el entusiasmo con el que los estadounidenses lo reciben es algo que no deja lugar a dudas. En gran medida, esto es debido al humanismo que rezuman las miradas de los fotógrafos que retratan a los okies y al resto de los infelices que luchaban por sobrevivir en medio de aquel drama. Hablamos de maestros del fotoperiodismo como Walker Evans, Arthur Rothstein o Dorothea Lange. Contratados todos ellos por la Farm Security Administration para documentar el drama, siguen a los migrantes que buscan en la Costa Oeste, en las recolecciones de California, una nueva oportunidad.
Hablamos de los grandes maestros del realismo social, no de la sempiterna infamia de la política. Autores de algunos de los mejores clichés que ha inspirado la humanidad, todos estos fotógrafos son dignos del mayor de los encomios. Pero la ilustración por excelencia de la Gran Depresión será obra de Dorothea Lang.
Conocida vulgarmente como La madre migrante, en la Biblioteca del Congreso estadounidense está archivada bajo otro lema —Desposeídos: cosechadores en California. Madre de siete hijos. Treinta y dos años. Nipomo—, y consta que fue tomada en marzo de 1936. Su protagonista es Florence Owens Thompson.
“La vi, hambrienta y desesperada. Me dirigí a ella como atraída por un imán. He olvidado cómo le expliqué mi presencia o qué le dije de mi cámara. Recuerdo que no me preguntó nada. Hice cinco exposiciones, cada una más cerca de ella”, comentó Lange en 1960, convertida ya su instantánea en un icono del siglo XX. “No le pregunté su nombre ni su historia. Me dijo su edad, que tenía 32, que habían estado viviendo en los campos de verduras de los alrededores, que acababa de vender los neumáticos de su coche para comprar alimentos. Estaba sentada en esa tienda con sus hijos acurrucados a su alrededor. Parecía saber que mis fotos podrían ayudarla, y ella me ayudó. Había una especie de igualdad al respecto”.
Las otras cuatro tomas que completan la secuencia nos muestran a un niño mamando del pecho desvencijado de una madre cuya prole, sucia, harapienta, baqueteada por la gran depresión, mira a cámara con curiosidad. Convertida esa madre en un icono de la mayor crisis que conoció el siglo XX, esa imagen vale más que mil palabras del New Deal, lo que, ya en 1960, no fue óbice para que un hijo de Florence puntualizase algunos aspectos. Afirmó que recogían guisantes cuando había trabajo y que Lange les aseguró que no iba a publicar la foto. Pero bien está lo que bien acaba. Así pues, ¿quién iba a decirle a Florence Owens que, habiendo sido protagonista de un momento estelar de la humanidad, en 1979 iba a tener que volver a posar junto a tres de sus hijas, como en la Gran Depresión, para recabar fondos con los que poder tratarse de un cáncer que se le acababa de diagnosticar?
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