Hay tres cuestiones, tres apuntes tan señalados e inequívocamente feministas en tres secuencias de la filmografía de Dorothy Arzner, que llama poderosamente la atención que esta realizadora —la primera del Hollywood clásico, cronológicamente hablando, Ida Lupino llegó después— no empezase a ser estudiada dentro de las cineastas afectas a este humanismo hasta los años 70, tras las proyecciones en los primeros festivales de cine realizado por mujeres de La loca orgía (1929), una de sus películas más celebradas y una de las grandes interpretaciones de Clara Bow.
Dentro de esta misma cinta, que al estar realizada con anterioridad al código Hays —que, establecido en 1930, no entró en vigor hasta el 34— no edulcora el drama que supone el alcoholismo del varón en el matrimonio, Arzner llega aún más lejos en su crítica, arremetiendo incluso contra la pareja heterosexual. Tras todos los disgustos que suponen las borracheras de Jerry, entre los que no falta el reencuentro con una antigua amante, Joan alumbra a un niño muerto. Según la crítica no feminista de los años 80, la primera que fue a estudiar Tuya para siempre en profundidad, dicha secuencia va más allá de su dramatismo a simple vista. No sé si el nonato o el neonato. Como el tema es delicado, lo dejaré en el pequeño cadáver que Joan arrulla contra su pecho. Pero, según sostienen los comentaristas más agudos, es una alusión al sentido último de las relaciones heterosexuales.
Mucho más evidente es la filípica —así llamada por esa crítica de los años 80, la que descubrió entonces a Dorothy Arzner— de Judy (Maureen O’Hara), la joven que quiere abrirse camino danzando en el burlesque en Baila muchacha, baila (1940): “Sé que lo que queréis es que me desnude para sentir que habéis amortizado vuestros cincuenta centavos. ¡Cincuenta centavos por el privilegio de poder mirar a una muchacha como vuestra mujer no os dejaría hacerlo! ¿Qué creéis que pensamos de vosotros cuando os vemos ahí con esas estúpidas sonrisas que avergonzarían a vuestras propias madres?”. Ciertamente, la perorata no solo se refiere a los espectadores del baile de Judy, a quien se le ha roto un tirante del vestido en plena danza, desatando con ello el deseo de verla desnuda entre la mayor parte del elemento masculino que asiste a su actuación. A través de su personaje, Dorothy Arzner parece querer interpelar —que se dice ahora— a todo el elemento masculino del respetable público en general —no sólo a los más inmediatos, los espectadores de la película— que en todos los espectáculos del mundo, a cualquier hora, anhelan ver desnuda a la mujer que lo está interpretando.
A diferencia de Tuya para siempre, Baila muchacha, baila no es una cinta precode. Esa norma que fue el código Hays —dictada por los propios productores para, empezando por los suyos, censurar todos los filmes, también los extranjeros, que se estrenaban en Estados Unidos— estaba plenamente vigente cuando la filípica de Judy llegó a la cartelera. Diré más: es muy probable que aquella inquisición incluso aplaudiese la perorata con el mismo entusiasmo que perseguía, de hecho, cualquier exhibición “impúdica” del cuerpo femenino. Si hay algo en lo que ciertos sectores del feminismo coinciden plenamente con las concepciones más puritanas de la sociedad patriarcal, eso es su rechazo a la hora de mostrar la desnudez femenina a la mirada masculina. Aquellos eran los tiempos en que, en público, incluso las novias negaban los besos al “prometido”. Lo más normal era que el marido —como recuerda Judy— nunca hubiese visto desnuda a su mujer. De hecho, se copulaba a oscuras, y ellas, casi siempre, con camisón. Tanto era así que a mi entender, el sentido feminista de la filípica —que lo tiene, aunque totalmente ajeno al de las actuales activistas de Femen, por poner un ejemplo— se difuminaba y se confundía con el puritanismo de la sociedad patriarcal.
La crítica actual más ponderada califica el discurso de Arzner como algo extemporáneo respecto a la vindicación feminista de su tiempo. Y sí parece apropiado considerarlo así respecto a la cronología del movimiento. Cuando nuestra cineasta ya critica el papel de la mujer en la sociedad, el feminismo aún lucha por uno de sus primeros objetivos: la igualdad política, el sufragio universal, que no lo será en toda la extensión de la palabra —esto es, reconocido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y, en teoría, extensible a todas las personas— hasta 1948. A España, sin ir más lejos, el sufragio femenino no llegó hasta 1931, con la constitución republicana, pese a que muchos republicanos de pro negaban ese derecho a las mujeres en la idea de que iban a votar lo que les indicasen los curas.
En efecto, tal vez sea ese anacronismo de su discurso, dentro de la genealogía feminista, la causa de que Dorothy Arzner no fuera considerada una realizadora afecta a este movimiento hasta los años 70. Eso y que ni ella misma se proclamase nunca feminista, según apuntan todos los exégetas de su obra, quienes, desde esa eclosión de la vindicación de la mujer a la que asistimos de un tiempo a esta parte, comienzan a ser numerosos.
Arzner, que se codeaba con Marlene Dietrich, Wallace Beery y el gran Joseph von Sternberg vestida de hombre, fue una lesbiana aceptada en Hollywood, que siempre ha sido mucho más tolerante, en todos los aspectos, que el resto de la sociedad estadounidense. Era sabida su relación con la coreógrafa Marion Morgan y nadie se escandalizó. Aunque natural de San Francisco —ciudad que la vio nacer en 1897—, creció en Los Angeles, donde sus padres tenían un prestigioso restaurante muy frecuentado por la alegre colonia de la gran pantalla.
Con todo, el cine no fue su primera vocación. Cursaba el primer año de Medicina cuando Estados Unidos entró en la Gran Guerra. Quiso venir a combatir a Europa. Mas, como aún no había mujeres en las unidades de choque, decidió alistarse en el cuerpo de enfermeras. Acabado el conflicto empezó a colaborar en la prensa californiana antes de entrar en el cine dentro del equipo de William C. DeMille, hermano de Cecil y uno de los fundadores de la Famous Players. Tras desempeñarse algún tiempo como script y otras ocupaciones de la industria, acabó haciendo carrera con la moviola. Ya desde los días de la pantalla silente, el montaje fue uno de los empleos de la industria fílmica donde la mujer no sufrió ningún tipo de discriminación.
Entre los grandes títulos del mutismo montados por Dorothy Arzner, hay que dar noticia de la primera versión de Sangre y arena, la estrenada por Fred Niblo en 1922. Pero, sobre todas ellas, hay que destacar La caravana de Oregón (1923) y Tripoli (1926), dos obras maestras de James Cruze. Dos cintas con un ritmo y un sentido de la aventura que influirán de un modo determinante en First Come the Courage (1943), la última realización de Arzner en el Hollywood clásico. Se trata de una cinta bélica ambientada en la Noruega de la Segunda Guerra Mundial. La diferencia con el resto de los filmes de características similares, producidos a mansalva durante aquellos años, es que Nicole Larsen, la protagonista de First Come the Courage, es una mujer incorporada por Merle Oberon. En todas las realizaciones de Arzner, las mujeres llevaban la voz cantante, siendo los varones relegados a personajes marginales.
Esa fue su heterodoxia, eso es lo que diferencia a nuestra realizadora del resto de sus colegas masculinos. Sus heroínas fueron ambiciosas profesionales, recreadas por actrices como Katharine Hepburn, quien en Hacia las alturas (1933) dio vida a Lady Cinthya Darrington, una mujer que deseaba pilotar aviones. El anhelo de tan singular dama debió de ser uno de los pocos asuntos del discurso de nuestra realizadora que coincidieron con el movimiento feminista de la época: la igualdad de la mujer con el hombre en todos los campos del desarrollo profesional. El amor, la maternidad, la vida doméstica solo desempeñan un papel secundario en las heroínas de esta cineasta. Cuenta mucho más la sororidad, aludida en el grupo de flappers de La loca orgía, en su afán por introducirse en una fraternidad estudiantil de un selecto campus.
Arzner abandonó Hollywood en 1943. Tras permanecer convaleciente durante casi un año de la neumonía contraída al final del rodaje de First Come the Courage, cuando quiso volver a emplazar su tomavistas los estudios se habían olvidado de ella. Desterrada de Hollywood, produjo teatro y rodó algo de cine independiente.
Con el tiempo, ya andando los años 50, cuando Joan Crawford —una de sus actrices favoritas, su protagonista en La novia vestía de rojo (1937), a la que siempre la unió una estrecha amistad— se convirtió en una alta ejecutiva de la Pepsi Cola, Dorothy Arzner rodó medio centenar de anuncios de este refresco. Asimismo, impartió sus enseñanzas en la escuela de artes escénicas de la Universidad de California. Entre sus alumnos de entonces contó el joven Francis Ford Coppola.
Seguro que significa algo que Dorothy Arzner se retirase a vivir el ocaso de sus días en medio del desierto. Allí murió en 1979. En un pueblo, entonces olvidado, llamado La Quinta, en las inmediaciones de Palm Springs. Desde que en junio de 1972 el Festival de Cine de Mujeres de Nueva York proyectó La loca orgía, su filmografía había sintonizado plenamente con las reivindicaciones feministas de la época y venía siendo objeto de revisiones en todos los festivales de cine de mujeres del panorama internacional.
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