Lo de la reivindicación extemporánea, improcedente, desatinada, es una impertinencia en las entregas de premios, ya clásica, sobre la que empiezan a advertir algunos cineastas. En el mejor de los casos, resulta tan molesto como el afán de los líderes y las lideresas de pastorear a las masas por las avenidas, obstruyendo la vía pública, petando la ciudad, con la pancarta, la batucada y las consignas voceadas como un mantra ensordecedor. El cine, la cultura en general, contaminada por la política, es una abyección: la perversión por la infamia y la demagogia del verdadero instrumento para la emancipación del ser humano: la cultura, por la mayor vileza: la política. Pero lo de las causas y las solidaridades en los repartos de laureles son un oportunismo de marca mayor. Las galas, básicamente, son una feria de las vanidades. Se va a ellas a ser halagado. Un festival del ego al que los premiados acuden para vanagloriarse; los que aplauden, la murga para la adulación de quien es menester en pos de medro. De modo que eso de solidarizarse con quienes sufren a miles de kilómetros del palacio donde se reparten las estatuillas, no es más que cinismo, retórica, una subrepticia forma de autopromoción.
Llegado al fin el tiempo de honrar a las mujeres del pasado que supieron brillar por su trabajo en un mundo concebido por y para los hombres blancos, en una semana como la que hoy acaba, sí se antoja oportuno escribir sobre la Bess de Porgy y Bess, la adaptación de la ópera homónima de los hermanos Gershwin dirigida por Otto Preminger en 1959. Todo un clásico del repertorio musical estadounidense.
Ya entrando en materia, recuerdo la versión de I Love You, Porgy de la gran Billie Holiday —junto con Summertime la pieza más célebre de las diferentes adaptaciones jazzísticas que ha conocido la ópera en cuestión— y me pregunto cómo Lady Day —que llamaban a Billie cariñosamente los amantes del jazz— podía cantar tan dulcemente con esa vida horrorosa que el racismo de su país la dispensó. Lo suyo —o al menos a mí se me antoja— hubiera sido cantar con tanta fuerza como Janis Joplin. Sin embargo, y eso es algo que me parece sumamente femenino, Billie Holiday se enfrentó a la barbarie con su decadente dulzura. Uno de sus temas emblemáticos, «Strange Fruit», alude a los extraños frutos que penden de los árboles de un sur que el viento nunca se llevó. No son otros que los cadáveres de los afroamericanos linchados por el Ku Klux Klan, o cualquier turba caucásica sin capirote —al fin y al cabo, un linchamiento también es una manifestación de la voluntad popular—, y dejados allí —como los ajusticiados de La balada de los ahorcados (1463) de François Villon— para escarnio y advertencia de la gente de color. Pues bien, no sé si será el tempo, la cadencia de su fraseo o esa dulzura decadente de las yonquis anteriores a la popularización del caballo de la muerte, como lo fue Billie. Pero hay algo en la interpretación de «Strange Fruit» por parte de Lady Day —en su voz la mejor canción del siglo XX según la revista Time y una de las primeras piezas del cancionero de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos— que convierte en ironía la gravedad del asunto.
“Siempre quise el sonido de Bessie”, comentaba Billie. Se refería a Bessie Smith, la Emperatriz del blues, otra afroamericana digna del mayor de los encomios en estos tiempos nuestros. También de vida breve, por su alcoholismo y la Gran Depresión, a ella se deben clásicos del cancionero estadounidense, algunos de cuyos títulos hablan por sí solos: «Mi ginebra y yo», «Mándame a la silla eléctrica, cariño», «30 días en la cárcel» serían sus traducciones. Apenas comienza a entonar «After You’ve Gone» te sube al séptimo cielo. Murió de mala manera en un accidente de circulación. Cuando se encontraron sus restos en una tumba sin nombre, a comienzos de su reivindicación a finales de los años 60, Janis Joplin pagó la lápida que la recuerda debidamente en algún lugar de Pensilvania.
También se impone hablar en estos días de reivindicación de las grandes mujeres pretéritas de Sister Rosetta Tharpe, toda una pionera del rock & roll. Los riffs de su guitarra, vistos ahora, en esas rudimentarias grabaciones subidas a YouTube por los espontáneos, aún conmueven a cualquier amante de la queridísima música estadounidense del siglo XX.
Mujeres malditas todas ellas, por el simple hecho de ser afroamericanas nacidas en ese sur que el viento nunca se llevó. Todas son dignas de todos esos homenajes que nuestro tiempo tributa a todas sus congéneres por las que la historia no pasó. Pero hoy vengo a hablar sólo de una, Dorothy Dandridge, la Bess de Porgy and Bess.
Nacida en 1922, Dorothy creció en ese ambiente, mucho menos mediatizado por los odios seculares que el resto del país, que es la trastienda de la creación musical. Un pequeño limbo donde entonces se confundían el jazz, el blues y el boogie-woogie que acabaría siendo el germen del rock & roll. Hija de una conocida actriz radiofónica, Ruby Dandridge, y de un ministro bautista, a su madre no le fue difícil convertir a sus dos hijas menores en un dúo de niñas cantantes y bailarinas. Los cinco años que pasó recorriendo el profundo sur actuando junto a su hermana Viviane, apenas le permitieron ir al colegio. De vuelta al norte, las hermanas Dandridge también contaron entre los artistas afroamericanos que, para actuar en el célebre Cotton Club de Nueva York, entraban por la puerta de servicio. Hasta que la Gran Depresión puso fin a su carrera musical.
Su primera actuación ante las cámaras fue en un cortometraje de la Pandilla —todo un ejemplo de integración racial en los suburbios—, una serie con la que el gran Hal Roach —su productor— dio el paso del silente al parlante. Fueron varias las cintas en las que Dorothy intervino sin decir nada. De ahí que no aparezca acreditado su nombre. Sin embargo, en Un día en las carreras (Sam Wood, 1937), uno de los mejores filmes protagonizados por los hermanos Marx, incluso canta una pieza. Pero tampoco aparece en los títulos de crédito. Eso sí, en el 43 era la vocalista en la orquesta de Count Basie en Hit Parade 1943, de Albert S. Rogell; en el 44 hizo otro tanto en la de Louis Armstrong en Atlantic City, de Ray McCarey, y Pillow to Post (Vincent Sherman, 1945).
Debido a su rechazo a los papeles escritos dentro del prototipo de las afroamericanas en el cine clásico estadounidense, sus colaboraciones se vieron muy reducidas, Aun así, en el 41 compartió cartel con Gene Tierney en Sundown, una aventura africana de Henry Hathaway. Como sus facciones no eran las habituales de las mujeres negras, muy por el contrario, eran de blanca, esto hizo que los realizadores le confiasen papeles de princesas de fabulosos reinos africanos que a menudo eran villanas. Aproximadamente, ese fue el caso de Melmendi, la reina de Ashuba en Tarzán en peligro (Byron Haskin, 1951).
Y en 1954, cuando las manecillas del reloj dieron la hora de Dorothy Dandridge, fue para incorporar a otra villana. Ni más ni menos que Carmen, la protagonista de la célebre ópera de 1875 de Georges Bizet. Sobre un guión de Oscar Hammerstein II, Otto Preminger trasladó el asunto de la supuesta España decimonónica del original a un campamento militar del sur estadounidense de mediados del siglo XX. Interpretada toda ella por actores afroamericanos —Harry Belafonte era el coprotagonista—, se estrenó con el título de Carmen Jones y constituyó un éxito sin precedentes en las carteleras de todos los colores y del mundo entero. De entonces data su nominación al Oscar a la mejor actriz, que aquel año acabaron por dárselo a Grace Kelly.
Aunque Dorothy Dandridge, que nunca renunció a su carrera como vocalista, era una cantante muy reputada que actuaba en los mejores clubes estadounidenses. Sin ir más lejos, fue la primera afroamericana que cantó en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, abriendo al hacerlo el camino a todos los músicos de color que la sucedieron. Pero en Carmen Jones fue doblada por una mezzosoprano.
Convertida en amante de Preminger tras separarse de su primer marido —el bailarín Harold Nicholas—, la Fox, el estudio que la tenía bajo contrato, escondió el asunto todo lo que pudo. Tanto por lo mal vistas que estaban entonces las relaciones interraciales —perfectamente podían acabar con un linchamiento— como por ser el realizador un hombre felizmente casado. Así las cosas, parece ser que cuando Dorothy se quedó embarazada, el estudio la obligó a abortar.
Además de amante, el realizador también se convirtió en su consejero. Con el tiempo, cuando todo —como siempre hay que prever, aunque nunca se hace— se le vino abajo, se arrepintió de seguir la indicación de Preminger y aceptar sólo papeles protagónicos. Carmen Jones, al fin y al cabo, la había convertido en toda una estrella. Fue la primera afroamericana que ocupó la portada de la revista Life.
Tras tres años apartada del cine, volvió para protagonizar Porgy and Bess, que resultó ser una de esas películas que perduran en el tiempo. Pero el éxito no se repitió. Tuvo que volver a interpretar a personajes de reparto. A menudo en Europa.
Unos años antes había perdido la patria potestad de su única hija. Llegado el momento de dar a luz, se empeñó en esperar a que su marido volviera a casa para llevarla al hospital: el tipo estaba en brazos de su amante. El parto se complicó, Dorothy llegó tarde, tuvieron que extraer a la niña con fórceps y el cerebro de la muchacha quedó dañado. De modo que el juez le quitó a su hija, quien creció tutelada por el estado. Apenas pudo verla.
Partió con Preminger cuando comprendió que el realizador nunca iba a dejar a su mujer por ella. Creyó que las manecillas del reloj volvían a dar su hora cuando Rouben Mamoulian la eligió para protagonizar su Cleopatra. Ya estaba muy avanzado el rodaje cuando los responsables de la Fox decidieron que todo lo rodado por Mamoulian no era comercial. Sustituyeron al realizador por Joseph L. Mankiewicz y a Dorothy Dandridge por Elizabeth Taylor. El equipo entero dio paso a otro. Fue el final de la carrera de Mamoulian, el arranque del desastre de Cleopatra y el comienzo de la ruina de Dorothy. Después, cuando el fisco la reclamó un dinero que no había pagado, descubrió que su representante le había robado una cantidad algo mayor. Tuvo que vender su casa de Hollywood y mudarse a un apartamento. Sobrevivió cantando, aunque no la dejaban bañarse en las piscinas de los hoteles donde actuaba. Su tiempo ya había pasado de una u otra manera. Se la encontraron muerta de una sobredosis de un tranquilizante. Se dijo que fue accidental. Kenneth Anger lo pone en duda. Ya en el olvido, Cicely Tyson, Jada Pinkett Smith, Halle Berry, Janet Jackson, Whitney Houston, Kimberly Elise, Loretta Devine, Tasha Smith o Angela Bassett sólo son algunas de las actrices y cantantes afroamericanas que la han reivindicado. Yo la evoco en su papel de Bess al escuchar «I Love You, Porgy» en la voz de la gran Lady Day, con el gran Lester Young al saxo.
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