Zenda continúa esta sección en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. García Ortega y Pérez Zúñiga como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos cada primer miércoles de mes en pos de un único destino: la literatura.
Ver o no ver. Adolfo García Ortega
Muchas veces me he preguntado si Borges sería ciego de verdad o lo fingía. Sus ojos sin norte han quedado como una pose literaria más, de las muchas suyas, pero poco importa. Borges lo veía todo, hasta lo que no veía, porque inventaba. Vaya por delante que tengo al Borges escritor por un maestro de inagotable sabiduría. Tiene dos poemas sobre ciegos. En uno, avisa de que todo el “diverso mundo” del que han despojado al ciego está en un permanente ayer, en un pasado inamovible y hondo, que solo se revive mediante la memoria, esa especie de hechicera que fabrica conjuros a los ciegos. Y dice eso magnífico de que “el desnivel acecha” a los ciegos, y de que, a cada paso, la temible caída pende como una cuchilla sobre sus cabezas. También es curioso que un escritor tan fantástico y fantasmático, tan imaginativo como imaginario, diga que, desde la ceguera, se ve obligado a labrar un insípido universo. En el otro poema sobre ciegos, Borges empieza con la cruel certeza de no saber “cuál es la cara que me mira cuando miro la cara del espejo”, y termina con la ilusión identitaria de que “si pudiera ver mi cara sabría quién soy yo”.
En realidad, al describir a los ciegos, Borges, que era astuto y se llevaba el agua a su molino, está describiendo al escritor en general, a cualquier escritor que merezca tal nombre. Los escritores, en realidad, no vemos, pero parece que lo hacemos. En ese “parecer” está el don de la videncia. Como en los poemas de Borges, tenemos proclividad al pasado, a usar la memoria, esa gran manipuladora, fuente de hechos recreados, de seres que van y vienen, siempre iguales, siempre distintos, da igual, pues no los vemos, los “fabulamos”. Y en todo momento, los escritores estamos al borde de “la caída”, de la mortal y de la moral: la caída en el fracaso, en el desacierto, en el olvido, en el canto de sirena del éxito, en el abismo de una historia que nos absorbe, en el hábito de buscar la identidad irredenta que nunca hallamos… Los escritores somos ciegos temerosos, lo sabía Borges, quien, por ser ciego, veía tanto. Por eso nos buscamos por el mundo real y en el otro, interrogados por saber quiénes somos cuando contamos cuentos, historias, leyendas, vidas ajenas, esperanzados por creer que la ceguera es más bien un sueño, del que despertaremos como delante de un espejo en el que veremos a un hombre o a una mujer desconocidos, que serán nosotros sin nosotros saberlo. Leed, si no, esa obra maestra sobre los ciegos que es Por los tiempos de Clemente Colling, el gran relato de Felisberto Hernández.
Del ciego al profeta no hay más que un paso. El ciego titubea, hace lo que le dicen. El profeta va con paso firme, seguro de lo que le han dicho, sobre todo si las palabras dictadas son divinas. Saramago y su Ensayo sobre la ceguera, novela con cascabeles, es profeta. No me gustan los profetas, salvo Jonás. Tengo predilección por esa historia que lleva a Jonás a pasar unos días en el vientre de una ballena, como sucede en el maravilloso cuento de Carlo Collodi Las aventuras de Pinocho. Me gusta que Jonás sea cascarrabias y descreído. Me gusta que no tuviera más remedio que asumir que como profeta no tenía futuro, pero que su eternidad lo esperaba en el interior de aquel gran pez creado para él. A veces me siento así, pensando que una novela es un gran pez creado para mí y que me devora y solo dentro de ella soy capaz de escribirla, o de parecer que la escribo, porque las novelas están ya escritas solas en alguna parte.
De los profetas y videntes, siempre tuve una enorme simpatía por Nostradamus, cuyo nombre real era Michel de Nôtre-Dame. Quizá me sea simpático porque me lo humaniza otro escritor de mis amores: Alberto Savinio. Savinio, en su inolvidable libro Contad, hombres, vuestra historia, hace un retrato de Nostradamus como un buen hombre, un hombre distinto de los demás, un buen médico, que se ve atormentado por una imaginación poderosa, abrumadora en analogías interpretativas, y que será perseguido por imaginar hechos futuros como otros, Borges incluido, imaginamos libros. Pero entonces caigo en la gran moraleja de la videncia y la ceguera, que es que siempre se persigue al que ve demasiado, el cual generalmente suele ser un ciego que ve dentro de sí mundos infinitos y lo cuenta.
El arte de ver. Videntes y ciegos. Ernesto Pérez Zúñiga
Cuentan que la literatura nació con un ciego. Homero no vio el saqueo de Troya ni viajó con Ulises pero supo cantar las aventuras que se convirtieron en mitos que fundaron nuestra imaginación. Muchos siglos más tarde —apenas un parpadeo del Cosmos— otro ciego, Jorge Luis Borges, supo convertir en mito su propio nombre, imaginando a un doble, él mismo, que sí veía. La literatura y, de manera específica, su primer motor, la poesía, es el arte de ver en la oscuridad.
El adolescente Rimbaud incendió la poesía futura cuando exclamó en una de sus cartas: “Digo que hay que ser vidente, hacerse vidente”. Y no tanto por divisar las cosas del otro mundo, sino por ver las que permanecen ocultas en este y convertirlas en forma. Esta clave, que sirve para la poesía escrita, se extiende a la pintura de Van Gogh o de Rothko o a la música de Bach, de Scriabin, de Charlie Parker o los Beatles. Vieron, en el aire cotidiano que rodea a los demás, un aliento nuevo, una inspiración que expiraron en forma de escritura o de pintura o de canción, o en varias artes al mismo tiempo, como en el caso de William Blake.
Ver, en la literatura o en cualquiera de las artes, no consiste solamente en traer las cosas invisibles para hacerlas visibles, sino hacerlo de tal modo que esa visión particular se convierte en espejo para un número incalculable de personas. De cualquier tiempo y en cualquier espacio.
Nos ocurre continuamente cuando leemos un buen libro. Descubrimos destellos que pensábamos ajenos pero en los que vislumbramos reflejos, muchas veces escondidos, de nuestro propio rostro.
Estoy convencido de que se escribe para ver lo que no sabíamos que nos habitaba hasta el momento de escribirlo. Algo similar se podría decir del hecho de leer.
El escritor es un ciego latente que deja de serlo en cuanto comienza a teclear en el ordenador las letras de su alfabeto particular, que está formado tanto de palabras como de lentes. De hecho, las palabras de la literatura no son como las demás porque, además de significar, visibilizan las madrigueras de la imaginación o de la memoria. Son palabras visores, palabras foco con capacidad de dirigirse tanto a la luz como a la oscuridad.
El escritor se siente ciego hasta que se pone a escribir. Por mucho que trate de anticiparse, en el proceso de creación aparece un universo que hasta el momento de finalizar la obra permanecía secreto en buena parte.
Probablemente no merece la pena leer ni escribir nada que no realice por completo este proceso: de la ceguera a la visión, del sueño al despertar. Y se trata de un ciclo perenne y necesario, igual que el día sucede a la noche y viceversa. Cumpliendo esta ley, sabiéndolo o no, muchos narradores afirman que cada libro que comienzan, por muchos que hayan publicado hasta el momento, les produce la sensación de aprender a escribir de nuevo.
Dicen que Homero era en realidad muchos ciegos reunidos en uno solo. Éste callaba durante mucho tiempo. Solo en las fiestas se hacía la luz.
Del silencio nace el canto. Un párpado se abre.
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