Novena entrega de dos escritores que exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
España, por Ernesto Pérez Zuñiga
Tengo inmensa suerte de haber nacido en España por una multitud de razones que quizá podrían sintetizarse en que este país es ahora, atravesando el siglo XXI, el justo medio de democracia y prosperidad, de buen humor y buen tiempo, de una excelente literatura que la atraviesa por siglos en el mismo idioma en el que hablo y escribo, aunque no siempre esté en la primera línea de atención. Múltiple de acentos, lenguas, costumbres y paisajes. A cada Comunidad se le podría dedicar una vida entera. Todos los días tenemos al alcance verduras y frutas deliciosas, aceite de oliva y almendras, vino blanco o vino tinto. Gozamos de una libertad de expresión más que razonable, casi quisquillosa, y de avances en tolerancia social más o menos de vanguardia. La educación no es lo nuestro. Tampoco un alto nivel de conciencia. Ambas son muy mejorables. Pero, aun así, se nota un cambio sobresaliente respecto a las décadas granadinas en las que me crié, saliendo del franquismo.
España es el país que amo, aunque España no existe. Amo otros países circunstancialmente (amantes, habría que decir, a veces con fulgurante intensidad), aunque por fortuna, tampoco existen. Esto es algo que todos sabemos pero que nos cuesta admitir. Existe el universo, al que, curiosamente, no otorgamos demasiada consistencia, quizá porque nos cuesta imaginarlo. Existe nuestra galaxia, nuestro sistema solar, nuestro planeta (por mucho que ellos no se reconozcan en nuestras palabras). Existen los minerales, las plantas. Lo que llamamos el reino animal existe. Existe el ser humano. Todos los organismos vivos se organizan de alguna forma. Las hormigas construyen hormigueros (importantísimos para ellas). Las abejas, panales por los que son capaces de morir. Los lobos campan en manadas o en pandillas. Los humanos construimos lo que se ha ido llamando a lo largo de la historia, con definiciones diferentes, tribus, poblados, burgos, condados, reinos, países, naciones, estados. Conceptos, convenciones, formas sofisticadas de organizarse a través de leyes, tratados y fronteras. En muchísimos casos utilizadas para explotar la acción de los humanos más débiles o para protegernos de ellos (como ocurre en Europa hoy día). Y, en otros, más escasos, para propiciar el bien común.
España del bien común. Europa del bien común. Estados del bien común en Asia, en África, en Oceanía y América. Estos son los países que amo.
Muchas veces, cuando observamos el comportamiento animal, nos asombramos de la ciega furia con la que defienden sus territorios, y nos sentimos superiores en nuestra capacidad de no pelearnos por tan poca cosa. Estoy seguro de que nuestros antepasados, ya desde la otra ribera, sentirán algo parecido al observar a los individuos de esta Península Ibérica cuando se enfrentan por conceptos a los que dan una categoría religiosa, con el empeño en complicarse la vida durante décadas y complicárnosla a los demás.
Como los países son convenciones que varían muchísimo con los siglos (solo hay que mirar lo que ha ocurrido aquí en los últimos veinte, sin mencionar lo que sucedió en el milenio anterior), uno puede tener varias actitudes ante este asunto: por ejemplo, asumir lo que ha heredado o soñar con una nueva organización. Ambas posturas pueden tomarse como un dogma o, simplemente, como una propuesta de mejora, porque lo importante es que los seres humanos sean capaces de convivir en armonía, en equilibrio con la naturaleza que ellos mismos son, con sus congéneres de cualquier lugar del mundo y con todo lo que existe en este planeta que gira en el espacio, dándole a cada cosa la importancia que tiene. Avanzando como sociedad fraterna en libertad, creatividad y ética. Un lugar donde cada persona pueda realizarse a sí misma en una comunidad que también logra así realizarse a sí misma. Qué importa ser bueno en algo si no lo eres para otros. Qué más da ser uno mismo sino no nos damos cuenta que el otro es exactamente igual que nosotros.
Nuestra capacidad de conciencia y de creatividad no necesita límites. Las fronteras, que cruzan los pájaros, son más endebles que el papel. Cualquier libro, que también ha sido imaginado, tiene más fuerza a la larga. Desde que se publicó el Quijote, las fronteras en el mundo han cambiado mucho, pero el Quijote no. Seguirán cambiando a peor, si nos empeñamos a en convertir los molinos en gigantes. Como adolescentes emperrados en un capricho innecesario.
Probablemente, ese es el peor problema de España. España se comporta como un adolescente continuamente excitado por emociones que no sabe controlar, y que se va juntando en pandillas que se arrojan unas sobre otras. Con los pies encadenados por conceptos. Pero arrastrados por esa corriente mayor de organización (que unos llaman “grandes potencias y otros, simplemente, capitalismo) a las que unas veces interesa nuestra unión y otras exaltar nuestras mínimas diferencias. Como si utilizaran varitas para desbaratar la fila de hormigas obedientes hasta el momento en que toca estar desconcertadas.
España. Cruce histórico del mundo.
Puerta (y cerradura) de África. Caleidoscopio de América.
España. Mano abierta de Europa.
Mano que naturalmente se completaría en una Iberia unida desde Lisboa a Barcelona, siguiendo el curso de los ríos, como líneas de la vida, que recorren esta tierra desde su nacimiento a su desembocadura.
Nuestras vidas son los ríos.
Arroyos de montaña.
Ríos de valle y de pueblo.
Claros arriba. Contaminados en las ciudades.
Escucha, España, lo que te están diciendo.
Nacionalidad española, por Adolfo García Ortega
¿Es España una palabra que quema y que hiela como el filo de un cuchillo, que abre las heridas y estrecha las ideas? No lo creo. Dicen que cada español tiene una opinión diferente de su España, incluidos los independentistas, y tal vez sea cierto. Yo mismo tengo una, a la que me atengo y la que comparto. Es una opinión benévola, aunque la historia de España no lo sea. Es una opinión que descree de los patriotas sectarios que viven dentro de una bandera y de las heroicas glorias inventadas. Mi opinión se basa en mi pasaporte, porque creo lo que en él se dice. Me ciño al binomio “Nacionalidad: española”. En materia de identificación geográfico-política, es la única aceptable.
Al hablar de los identidades geográficas, pues de eso tratan las identidades nacionales, soy un positivista tautológico. “Español/a: dícese de la persona que es natural en España”. Natural: nativo de un lugar. Nativo: nacido en ese lugar. Así pues, ¿a qué responde mi nacionalidad española? Sencillamente a que soy nacido en España. ¿Y qué es España? ¿El paraíso de todos los demonios, como es fácil decir? ¿El espacio fantasmal que querrían los independentistas? Que yo sepa, por ahora es un país y una nación y como tales constituidos democráticamente, como tales reconocidos internacionalmente y como tales mejorados económica y socialmente. Y suscribo la sabia prudencia de la RAE, que dice que país es un territorio constituido en estado soberano y nación es el conjunto de los habitantes de ese país. Así que describo a España como un país, un territorio, una nación, una idea y un conflicto. Resuenan los versos de César Vallejo en España, aparta de mí este cáliz: “¡Cuídate, España, de tu propia España!”.
España es, por tanto, una nación. ¿Una nación de naciones, como dicen algunos políticos conciliadores? No figura así en mi pasaporte. ¿Una nación de países? Casi me inclino más por esto, si dividimos el Estado español en administraciones políticas autónomas (que es como está ahora), y siempre y cuando tengamos en cuenta la segunda acepción de país, que remite a región, comarca, por sus características geográficas y culturales propias, incluida la lengua, generalmente dialectal. Pienso, además, que una nación de naciones es un absurdo que deriva ad infinitum en el coito de nuestros padres, de modo que, siguiendo el argumento primitivo de los nacionalismos, una nación es el lecho donde nuestros padres nos concibieron (quien dice lecho, dice cabina de camión, vehículo, discoteca, tienda de campaña o toalla de playa donde se produjo la fecundación). Por tanto, no invoquemos a la nación en vano, no vaya a ser que la nación no sea más que el instante ubicuo de un polvo.
¿Qué más opino de España? Que se distribuye en provincias y estas en regiones. Que esas regiones tienen tanta autonomía como muchos estados. Que algunas de estas regiones tienen lenguas propias. Que su capital es Madrid desde 1561. Que sus ciudades importantes son Barcelona, Sevilla, Valladolid, Valencia, Bilbao, La Coruña, Málaga. Que hay dos archipiélagos españoles: Canarias y Baleares. Que hay dos ciudades en Marruecos que son vestigios coloniales anacrónicos. Que su historia, con altibajos y agujeros negros, no es motivo de orgullo, sobre todo por dos amputaciones de trágicas consecuencias: la expulsión de los judíos (1492) y el rechazo de los franceses (1808). Que su carencia siempre ha sido y sigue siendo la educación. Que su peligro es la iglesia católica. Que su literatura es escasa. Que su arte, exagerado. Que su lacra es la ignorancia. Que su virtud, el humor. Que su error, no haber tomado parte de las guerras mundiales. Que su futuro es Europa. Que su problema es el entendimiento y la aceptación entre los españoles mismos, aunque sea para separarse como amigos. Que los españoles deberían ser más socios que amigos. Que los amigos pueden quererse y odiarse durante siglos. Que muchas españolas deberían huir de muchísimos españoles.
¿Y la España de ahora mismo? Mi humilde opinión, pese a todo lo anterior, es optimista. Vuelve a imponerse la palabra en un contexto de libertad, vuelve, pues, la política. Y la política es el arte del cambio. Y cambios son los que necesita España. Todos los problemas que encara la actual legislatura requieren buscar soluciones sensatas entre partidos insensatos. ¿No es hermoso y crucial el reto histórico de hoy? La clave es evitar que crezca la mentira que trae el odio, respetar al otro, asumir que es precisamente otro y, sin embargo, cercano. Complicado, ya lo sé. Pero si algo ha logrado la Transición, ha sido asentar un Estado democrático libre y sólido que ampara cualquier diálogo disidente sin tener que recurrir a la violencia institucional ni a las armas (algo que en Europa no es ni tan extraño ni tan lejano). No me parece mal que haya ciudadanos que no quieran ser españoles. Todo se puede hablar sin miedo. Pero por ahora la libertad está en el pasaporte: la nacionalidad es española, afortunadamente.
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