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Dos cabalgan juntos (VIII)

Nueva entrega en la que dos escritores exponen su punto de vista sobre un mismo tema. García Ortega y Pérez Zúñiga, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos cada primer miércoles de mes en pos de un único destino: la literatura.

Ser o no ser… de nadie, por Adolfo García Ortega

Vivimos tiempos de pertenencia. Una vez que ya la libertad política no está en entredicho, al menos por ahora y solo en nuestro ámbito geográfico, lo que está en cuestión es la libertad personal, llámese de opinión, de expresión o de pensamiento. A estas libertades asediadas por capas de población intolerantes o supremacistas yo añadiría otra libertad cuestionada, la libertad de adscripción, es decir, la de pertenecer o no pertenecer a algo o a alguien.

No pertenecer a nada ni a nadie es seductor, porque fija el marco de nuestra independencia personal, el estatus de ser uno mismo o una misma. Pero tal “no-pertenencia” ¿es algo positivo o es algo negativo? Tiene sus grises, desde luego. La no-pertenencia tal vez sea un estado de aislamiento y soledad. Pero también puede ser un síntoma de autonomía y fortaleza.

"La discrepancia, tan útil para avanzar, es masacrada en las redes sociales, que son la voz de la intolerancia unificadora"

Vamos asumiendo pertenencias y adscripciones según sean nuestros grados de gregarismo, de aficiones, de identificaciones, de amores y amistades, a veces de odios. Somos gregarios a la hora de votar y a la hora de ver series de televisión y a la hora de leer el eterno mismo libro best seller (como si no hacerlo nos dejara fuera de un círculo mainstream en el que el miedo a ser libres nos exige estar) y también somos gregarios a la hora de demonizar algo o a alguien, sea vegano o emigrante; nos unen aficiones simplonas como los deportes, la tauromaquia, Gran Hermano o Máster-Chef; nos identificamos con una bandera, un partido político, una colectividad; amamos entregadamente, poseemos y nos dejamos poseer, nos regocijamos en la alegría compartida entre amigos; odiamos en consuno, por lo general cargados de argumentos, a seres diferentes a quienes odiamos por serlo. Es decir, estamos todo el tiempo perteneciendo o no-perteneciendo según criterios emocionales, personales, irracionales o ajenos.

Pero yo prefiero pertenecer quedándome en la frontera de las cosas. Me adscribo, sí, pero cerca de la puerta, por si he salir de ese grupo o de esa idea a la que he dado mi aquiescencia para pertenecer. Soy una variante de lo que Groucho Marx dijo, frase ya famosa: “No pertenecería a un club que me tuviera a mí de socio”. Yo pertenezco, pero con la salvaguarda de irme pronto si el club se convierte en un lugar tóxico.

En cualquier caso, lo heterodoxo nunca ha tenido buena prensa, y yo soy partidario de lo heterodoxo en todo, mientras se pueda. La discrepancia, tan útil para avanzar, es masacrada en las redes sociales, que son la voz de la intolerancia unificadora (hay quien dice incluso que es la voz del pueblo, y tal vez acierte, porque suena a la misma voz decapitadora que recorría las revoluciones, cobardona y cruel).

"El patriotero, nacionalista, indepe o etarrista, lejos de ser patriotas, son generadores de odio, estimuladores de la venganza, falsarios permanentes y, tarde o temprano, asesinos"

Vivimos tiempos de pertenencia, decía al principio. ¡Y qué mejor paradigma de la pertenencia que el nacionalismo! Cualquier nacionalismo, tanto da el racista catalán como el carpetovetónico ultramontano español, el supremacista populista de Torra y sus huestes de descerebrados como el siniestro y retrógrado de Abascal y sus nazis con faldas, el bildutarra de chapela hasta los pies como el de la Sección Femenina de Vascongadas. Las patrias, he ahí el peor escenario de la pertenencia. Sobre todo si son patrias en manos y coces de patrioteros, más que de patriotas. Concibo al patriota como alguien que se sacrifica por una colectividad de personas con justicia, equidad y libertad, es más, que entiende —y aquí sí me adscribo— la pertenencia como un modo de hacer una sociedad vivible para todos, sin exclusiones. El patriotero, nacionalista, indepe o etarrista, lejos de ser patriotas, son generadores de odio, estimuladores de la venganza, falsarios permanentes y, tarde o temprano, asesinos, como una y otra vez demuestra la Historia con mayúscula.

No somos de nadie, ni del Estado ni de nuestros padres (que se enteren en Vox, si es que el veneno no les impide la libre circulación de neuronas por su acartonado cerebro), no somos más que de nosotros mismos. Y lograrlo, trabajar nuestra mente y nuestras vidas para llegar a ese grado sublime de libertad, requiere mucha templanza, muchas lecturas, buen criterio y un descomunal respeto por los demás. Es decir, no pertenecer más que a uno mismo o a una misma requiere generosidad. ¿Qué hay menos generoso que las patrias, las naciones excluyentes, las banderías y las religiones?

Ser de uno mismo. Ser propiedad privada de uno mismo, valga la redundancia. La propiedad es lo que pertenece a alguien. En derecho se emplea para designar una posesión legítima. Estoy de acuerdo: quiero ser mi propiedad y darme generosamente, pero no mediante la dejación de libertad que supone la pertenencia, sino desde el ofrecimiento que entraña la no-pertenencia, ese espacio privado que hace posible el compromiso.

La tercera orilla del río, por Ernesto Pérez Zúñiga

Hay un cuento de Guimarães Rosa que solo he leído una vez, hace muchos años, y que nunca he podido olvidar: Se llama La tercera orilla del río. En él se cuenta la historia de un hombre que abandona todo lo que tenía (sus bienes, su familia, su pasado) y se marcha. Todo el mundo da por hecho que ese hombre ha cruzado el río y ha rehecho su vida en la otra orilla. Sin embargo, acabamos descubriendo que su elección ha sido otra: quedarse en el curso del agua, navegando hacia el nacimiento o hacia la desembocadura, sin desembarcar nunca en la tierra, estableciendo solamente un vínculo con un lugar en movimiento, la propia corriente, que no puede pertenecer a nadie.

"Por mucho que nos comprometamos con una causa, no pertenecemos a ella"

Esa renuncia a no pertenecer a ninguna parte, salvo al instante fugitivo, me fascinó de inmediato. El propio concepto, en principio imposible, de la tercera orilla me hizo abrir la conciencia a una dimensión que, desde entonces, se iba a convertir en uno de mis espacios favoritos.

No se puede pertenecer a donde esencialmente no permanecemos: tierra, ciudad, casa, país, ideología, creencias. Por mucho que nos comprometamos con una causa, no pertenecemos a ella. Joyce lo expresó a su modo en el Retrato del artista adolescente: “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como sea posible, tan plenamente como sea posible”. Todos ellos —hogar, patria, religión— son conceptos establecidos con firmeza en la orilla del río y solo nos definen un instante en el magma de Cronos, en el mismo punto cambiante donde se acumulan las épocas, las construcciones, los derribos.

Pero, en cambio, podemos alcanzar ese lugar en movimiento, donde el tiempo es el mismo y eterno fluir de la existencia. Lo pienso esta mañana, mientras miro las aguas poderosas del Danubio en Viena. Imagino que entro en el agua. Que soy un gigante transparente al que la masa ingente del Danubio atraviesa. En mis órganos se quedan enganchadas algas y siluros, y luego siguen su camino. Estoy en la tercera orilla, el mismo lugar al que pertenecen las palabras que musican los poemas, las ficciones maravillosas de las novelas, las ideas de los filósofos que tratan de pescar el sentido del mundo.

"Podemos elegir entre pertenecer o no a la nave de los locos, parece decirnos Oskar Laske, o hacer estallar todas esas pasiones y locuras humanas por los aires"

Ayer contemplaba esa tercera orilla en el museo Belvedere, en los cuadros de Klimt y de Schiele y de tantos otros artistas que materializaron en un lienzo una tercera orilla, que ya no puede pertenecer a otro lugar que a ese donde se cruzan las formas de la pintura con los ojos del visitante o, mejor dicho, del paseante del museo (un museo que, aunque se localiza en Viena en realidad se integra en esa ciudad imaginaria en la que habitan todos los museos de arte del planeta, que se relacionan más entre sí mismos que con los países donde han sido formalmente construidos, como vasos comunicantes, haciendo transiciones entre barrocos e impresionistas, por ejemplo, de cualquier nacionalidad, nacionalidad que los mismos pintores traspasaban una y otra vez para reunirse en el territorio fluvial de la estética).

En el museo Belvedere hay un cuadro de Oscar Laske, titulado La nave de los locos. Es un cuadro de considerable tamaño que representa un barco donde se sintetiza la historia humana con extraordinario simbolismo y sentido del humor: revoluciones, guerras, cultos, diversiones. En este barco podemos descubrir, entre batallas furibundas, a un burgués tumbado a la bartola en la hierba, la crucifixión del Gólgota, anacoretas, juergas, bailes, proclamas, incluso en lo alto del mástil a un pintor solitario, que parece retratar lo que está viendo.

La nave está rodeada por el mar que, sin duda, es metáfora de la muerte. No hay escapatoria, en principio. Porque el propio barco es el lugar donde están todas las orillas previstas. Sin embargo, enganchado a la popa, se ve trepar a un hombre con una bomba en la mano. La mecha está encendida y hace el gesto de arrojarla al barco. Nosotros contemplamos el momento previo a la explosión.

Podemos elegir entre pertenecer o no a la nave de los locos, parece decirnos Oskar Laske, o hacer estallar todas esas pasiones y locuras humanas por los aires. Podemos elegir la tercera orilla del río, las aguas libres de propietarios furibundos que se desencajan por defender lo que, de todas formas, va a desintegrarse.

O podemos mudarnos a otra imagen enigmática y serena. Se trata del lienzo de Carl Moll titulado Crepúsculo. En él contemplamos una barca vacía al atardecer, sobre las aguas serenas, pegada a los árboles de la ribera. Está quieta, ejemplarmente, pero en ella hay una invitación al movimiento.

Sube, parece decir, vamos a salirnos del cuadro. Vamos a la tercera orilla.

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