Nueva entrega de dos escritores que exponen su punto de vista sobre un mismo tema. García Ortega y Pérez Zúñiga, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura, que en esta ocasión se enfrenta a la actualidad más descarnada.
Decamerón portátil 2020, Adolfo García Ortega
En tiempos de encierro y pandemia como estos, si es que alguna vez hubo una pandemia como esta, confinados a vivir con nosotros mismos y solo con nosotros mismos, sin dejar de pensar en el valor de quienes cuidan y curan a los enfermos y en aquellos que hacen posible que el encierro no sea una agonía de angustia, solo cabe abrir los ojos y ver certeramente, para preparar la vida a lo que vendrá después. Encerrado, pues, con mi imaginación, veo lo que veo. Y lo que veo lo contaría en cuentos.
1- Un cuento sobre los muchos tipos de amores en las UCI de los hospitales públicos, en los pasillos, en las salas de espera, en las residencias, donde pueda haber una cama o donde la puedan improvisar, incluso en la sanidad privada, entre camilleros, enfermeras, médicas, médicos, pacientes camino de curarse y curados, jóvenes y ancianos.
2- Un cuento sobre la bondad que viaja en ambulancias de camino a esos lugares.
3- Un cuento sobre el esfuerzo, la lucha y la victoria.
4- Un cuento sobre el dolor que llega en soledad, como en soledad les llega la muerte a quienes creían que morirían con sus seres queridos, hijos, nietos, esposas o esposos.
5- Un cuento sobre la tormenta de sentimientos en las mentes de los sanitarios y de los cuidadores.
6- Un cuento sobre el mal recuerdo que son los políticos de la derecha española, aún más nociva cuando se junta con la tóxica ultraderecha, el cáncer histórico de España desde Aznar, culpables de que nuestra sanidad se empobreciera con recortes, la privatizaran y casi la destruyeran. Sería el cuento de los que entorpecen, malmeten y mienten.
7- Un cuento sobre lo mucho bueno que todavía puede haber entre la gente. Como la verbena de los balcones que se forma cada tarde a las ocho en toda España. La gente sale a aplaudir para agradecer a los sanitarios todo su esfuerzo por salvar vidas. Y sale también a celebrar la unión de la resistencia. La unión de la solidaridad.
8- Un cuento sobre los balcones llenos de historias, vecinos que no sabíamos quiénes éramos, que no sabíamos que estábamos, y ahora estamos. Y un vecino pone música. Canciones cuyas letras ahora cobran otro sentido, el oportuno, el verdadero. Un sentido de pervivencia y de superación.
9- Un cuento sobre la fuerza, que buena falta nos hará cuando todo esto acabe y haya que empezar a hacer números y a reconstruir la economía maltrecha de muchísimos ciudadanos.
10- Un cuento sobre la necesaria subida de impuestos, sobre todo a quienes más ganan, a los ricos y a los bancos, a las empresas que llevan años con beneficios, a todos los que crearon el sistema de desigualdad que ahora hace aguas por todas partes.
11- Un cuento sobre los saludos en las colas, ese “hasta luego” o “cuídese” o “que tengas buen día” que nos damos en la cola de la panadería, del supermercado, donde esperamos con noble paciencia nuestro turno, a una distancia de dos metros, lejos pero más cerca que nunca del que está al lado, porque nos sabemos iguales, vulnerables, con una historia propia que no es tan distinta.
12- Un cuento sobre los miedos que hay detrás de la sonrisa de la cajera de El Corte Inglés o de Mercadona. O del repartidor. O de las farmacéuticas. O de las transportistas. Y veo de pronto que son personas con las que hay una complicidad confiada y que su temor y el nuestro, juntos, desaparecen.
13- Un cuento sobre lo que veo en la tele, cada día. Y me pongo en el duro papel de esos políticos, a esos científicos expertos, a esos españoles que se esfuerzan por llevar las riendas de la situación desde la sensatez y el orden sanitario, con su responsabilidad a cuestas porque les ha tocado democráticamente ser Gobierno, y les reconozco su mérito y su capacidad, algo que no minarán en mí los políticos de la oposición porque ya soy perro viejo, sé pensar por mí mismo y he visto más que ellos.
14- Un cuento sobre todas las películas, series de televisión, visitas a museos, canciones, óperas, libros y cómics que llenan nuestras horas en la que procuramos salir de la realidad para entrar en el infinito de la imaginación. Y eso nos hará mejores también.
15- Un cuento sobre las despensas bien provistas, las compras bien hechas, sin acaparamientos —aunque siempre hay gente que compra cien latas de tónica o doscientos flanes—, pero dando parte de lo nuestro al que no tiene ni para parte de lo suyo.
16- Un cuento sobre la amable pedagogía de los expertos que en internet y en las redes sociales hacen sus vídeos domésticos para enseñarnos el arte de quitarse un guante, o cómo ponerse una mascarilla, o cómo hacer una vida rutinaria para que pase el tiempo más rápido y no nos deprimamos. Es gente generosa y la aplaudo.
17- Un cuento sobre los emigrantes, refugiados, extranjeros, personas de fuera que son tan iguales a nosotros, los de dentro, y que tienen derechos que la derecha se empeña en negar. Me pregunto si nos merecerán y si no seremos odiados con razón.
18- Un cuento sobre el futuro de los más débiles, desfavorecidos, marginados y pobres. Un cuento en que ese futuro algún día será prometedor y feliz, tan distinto a su presente, pero, ay, mucho más adelante.
19- Un cuento sobre la belleza de la unión de los ciudadanos, la belleza de lo que nos une por encima de las mentiras de los estúpidos y de los malvados (aunque sean honorables).
20- Un cuento en el que de todos estos cuentos se sacarían conclusiones y serían justas, porque nada queda impune y la historia, al final, hace su juicio. Y si me equivoco, reprócheseme. Firmado: Giovanni Boccaccio, escritor de cuentos.
Microdecamerón, Ernesto Pérez Zúñiga
Al contrario que los personajes de Boccaccio, nos quedamos encerrados en la ciudad. Algunos de nosotros teníamos casas de campo, lejos de las calles contaminadas y de nuestra propia contaminación, pero no quisimos llevarla a los ancianos.
Nos contábamos historias de los pueblos.
Había una señora que siempre habíamos visto sentada al sol oyendo el río. La mujer recortaba las cortinas de su casa y con los pedazos fabricaba mascarillas que, al atardecer, en el silencio, dejaba en la puerta de los vecinos, para que salieran tranquilos a comprar el pan, que seguía viniendo en furgoneta desde el horno más cercano.
Los pájaros cantaban como nunca.
Muy poco más allá, campaban los corzos. Habían dejado de oír el zumbido de las carreteras, las voces por los caminos, y se acercaban confiados.
De noche, con los hocicos, llamaban a las puertas de las casas. Parecían preguntar.
Pensábamos que los peces harían lo mismo que los corzos. En su caso, habían dejado de percibir el roncar infinito de los motores que suelen recorrer los mares.
Comenzaron a acercarse hacia la costa.
Podían nadar hasta el confín de su propio mundo y balbuceaban sus incógnitas en la orilla con su boca diminuta.
Hablábamos de corzos y de peces porque sabíamos que era imposible contar las historias que estaban ocurriendo en el Palacio de Hielo, donde podíamos imaginar los ataúdes detenidos sobre un suelo congelado, y a la Muerte, de afilados patines, deslizándose entre ellos.
En realidad, la Muerte volaba de ventana en ventana, por los pasillos de los sanatorios atestados, por las habitaciones, por los pabellones. Mujeres y hombres, médicos y enfermeros, celadoras y limpiadores, trataban de cazar la Muerte volandera como tiradores expertos armados de escopetas.
Y al igual hacían los panaderos, los agricultores, los camioneros, los arrendadores de pisos, los fabricantes de ropa y de coches, los científicos, los profesores, los barrenderos, los escritores, los periodistas, los músicos, todos, todas disparaban a la Muerte.
Imposible nombrarlos, nombrarlas.
Hasta los yoguis disparaban a la Muerte.
Incluso los policías con sus pistolas reglamentarias, a pesar de distraerse con los chivatos de los balcones cuando denunciaban los besos de los enamorados.
Desde luego disparaban a la Muerte los políticos, algunos con mucha puntería, mientras otros aprovechaban para espantar a la población y establecer mecanismos para vigilarla de ahora en adelante.
Disparaba a la Muerte la gente sin hogar, que compartía su pan con los pájaros del parque prohibido.
Y la Muerte gemía de dolor, y tosía con las toses de los nuestros, y la Muerte tenía fiebre muy alta, tan alta que sus alas perdían fuerza y aleteaban con torpeza. Y supimos que muy pronto iba a derrumbarse sobre el suelo, en la noche de sombras. Y que, como una sombra, se iba a borrar.
Pensábamos que Europa también iba a caer, por egoísmo, al mismo ritmo que la Muerte. Y que igual pasaría con las naciones del mundo que obraran del mismo modo, e incluso con cada persona que así obrara.
Antes incluso de que volviéramos al campo y dejáramos de contarnos esta historia.
En el tiempo de después, cada uno de nosotros nos habíamos convertido en reinas y reyes. No había súbditos. Reinábamos sobre nosotros mismos. Y el conjunto de nuestros reinos se entrecruzaba infinita y solidariamente como las ondas de la lluvia sobre el agua.
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