La actualidad manda en esta nueva entrega de los dos escritores que cada mes exponen su punto de vista sobre un mismo tema. García Ortega y Pérez Zúñiga, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
La bandera de todos, Adolfo García Ortega
Los autodenominados patriotas se apoderan de la bandera. Se la roban al común de los ciudadanos, se la apropian, la muestran como una identificación excluyente. Por desgracia, a veces la denigran con sus ideas de odio y enfrentamiento. Es lo que está pasando con la bandera de todos. La bandera es de todos porque es el símbolo pactado de nuestra nacionalidad, la española. Doy por sentado que los nacionalistas que conviven en nuestro país tienen sus propias banderas subnacionales (así define la vexilología, que es el estudio de las banderas, a las enseñas sin Estado), lo cual es lógico y democrático. Los nacionalistas separatistas antiespañoles tienen incluso su bandera subsubnacional, que genera fricciones profundas en las regiones de su tierra donde las exhiben. Pero, quieran que no, la bandera nacional convencionalmente asumida es la española, al menos mientras constitucionalmente exista un país común que dé cabida a todos con todos los derechos y garantías, incluidos, desde luego, los derechos a discrepar, a expresarse con absoluta libertad y a jugar a las independencias como parte de un juego de mesa con legítimos réditos políticos.
¿Por qué la derecha y la ultraderecha —demasiado unidas hoy en día por el virus aznarista— sacan la bandera a todas horas, en balcones, en camisetas hirientes, en capas de espadachines y demás indumentarias alevosas, como una muestra de su casposa ideología reaccionaria? Quizá sea porque lo han hecho siempre, sin dejar espacio ni aliento a los demás españoles, los que somos mayoritarios en número, ya que la bandera española fue usada y abusada por el franquismo hasta la saciedad y por las familias que lo sostuvieron.
No olvidemos que, en la Transición, se optó por continuar con esa bandera como símbolo colectivo ante el concierto mundial de las naciones. Un símbolo de paz. La bandera republicana quedó relegada al pasado, y bien está que siga allí, como una melodía para nostálgicos de la derrota. De nuestra bandera actual se cambió el escudo. Empezábamos a ser, por prudencia, un estado monárquico, con un rey, Juan Carlos I, que al cabo del tiempo ha resultado muy Borbón y muy bribón. También los españoles tragamos con eso y la bandera seguía siendo de todos. No he visto banderas más “alegres”, pródigas y extendidas por todas partes que las que ondearon en 2010, cuando España ganó el Mundial de Fútbol. Era como alzarse en la cúspide de los mejores, y lo que se veía allá arriba era la bandera. Nuestra bandera, la rojigualda. Es decir, nos veíamos a nosotros mismos. Nos identificaba, nos unía, nos mostraba nuestra convivencia, una convivencia orgullosa, segura, firme y solidaria, pese a la crisis económica tan dramática por la que pasaba el país.
Pero no vale la pena insistir en lo obvio. Los de ahora son tiempos revueltos en que el miedo galopa a lomos del viejo odio, la airada frustración y la inquina crispada. La crispación, recordémoslo, ha sido el único legado del expresidente Aznar, una figura sórdida, de la misma extirpe mezquina que Franco, legado que está ahora potenciado por la ultraderecha voxista, de evidente hedor a tumba, cual halitosis joseantoniana.
Pues bien, nuestra bandera, la que garantiza, expresa, rezuma y alienta democracia, libertad, justicia y convivencia, ha sido secuestrada por los españoles nacionalistas, minoritarios, insisto, que la creen de su propiedad. Tan es así, que han logrado calar en la sociedad con este estigma: quien la muestra suele ser visto por los demás como “facha”, término acuñado para denominar a los partidarios del régimen franquista, fascista en esencia y antidemocrático en existencia. Me niego a ello.
Me niego a darles a los fachas mi parte de esa bandera colectiva. Y me niego a darles, además, la razón a su sinrazón. Porque con la bandera también roban y pervierten las palabras. Oírles hablar de libertad, cuando siempre impidieron y obstaculizaron cualquier tipo de libertad en España; oírles hablar de unidad, cuando su actitud es la de dividir y odiar a quienes discrepan de ellos; oírles mentir, escondidos detrás de nuestra bandera, vociferando totalitarismo, fascismo y comunismo para no reconocer lo que sencillamente se llama democracia; oírles y verles denigrar con su odio la bandera común, en fin, me causa tanto miedo como pena.
Pero mi fe en el pueblo español es mucho mayor, y creo que, en su mayoría, sabremos aguantar y resistir a esa provocación, tan bien orquestada desde retóricas nocivas —el Parlamento es un eco permanente de mala baba, mala uva y mala gente—. Y si logramos resistir, España habrá dado, por fin, un salto cualitativo en su madurez democrática e institucional; habrá dejado atrás los monstruos cavernarios del franquismo —¡que ilusamente ya creíamos superados, ay!— y podrá acometer sus problemas reales: la desigualdad social y de género, la sanidad pública, la pluralidad geográfica y el desarrollo económico. Algo que solamente un gobierno de izquierda tiene el valor y la decencia de acometer. Claro que ahora me caerán encima todas las hostias fachoides, incluidas las de los chantajistas nacionalsocialistas de ERC, pero nadie me quitará jamás mi derecho a decir que la bandera española es la bandera de todos los españoles, incluidos los de ERC o de Bildu, por mucho que ellos estén en su derecho a rechazarla. Es suya también porque, gracias a ella, se sientan en el Congreso y siguen beneficiándose de las ventajas de tener el pasaporte de un país libre. Usemos la bandera, pues, con dignidad y sin que nadie la patrimonialice, porque eso equivale a ensuciarla. Ah, y en cuanto a las cacerolas, son pocas, ladran unos minutos, pero demuestran que cabalgamos.
La bandera que vino del mar, Ernesto Pérez Zúñiga
La eligió Carlos III para que los barcos de su flota fuesen reconocibles en el mar, lo más posible en días nublados y bajo la lluvia y en la noche y en tiempos de tormenta. De manera que la bandera de España nace asociada a la luz necesaria en la dificultad de visión, y también al mar de circunstancias cambiantes: vientos, corrientes, calma chicha. También, es verdad, a la batalla.
Llevamos ese karma simbólico en la bandera, cuyos avatares históricos son bien conocidos. Pero importa subrayar que es la bandera que eligió España —España está acostumbrada ya a que la personifiquemos como ser consciente formado por millones de personas— cuando se decidió por fin a ser una democracia, superando las heridas de la última dictadura que siguió a la última guerra civil.
Pues sabemos que antes de la fallida República, hubo otras dictaduras y, antes todavía, otras guerras civiles —carlistas, de Independencia…— y si nos seguimos remontando en el tiempo nos topamos con el poder absoluto de los reyes, los imperios, las conquistas, las expulsiones, la segregación, los feudos, heridas y heridas que se entrecruzaron de generación en generación, hasta que España decidió reconciliarse a través la Constitución del 78 y eligió una bandera.
Jamás España, península de una Europa a la que también se decidió por fin a pertenecer, ha gozado de una comunidad de libertades, prosperidad y concordia —a pesar de los extremistas que se empeñan en agrietarla— como la actual, una comunidad legislada por la Constitución y simbolizada por la bandera que se describe en el artículo cuarto; una España que tuvo la generosidad y la inteligencia de multiplicarse en otras comunidades y en otras banderas, uniendo así todos sus fragmentos: territorios, idiomas, ideologías y, sobre todo, cada existencia individual que por fin podía desarrollarse libremente en una identidad colectiva, capaz de respetar la diversidad.
La bandera de España nace, por tanto, con una voluntad de integrar las banderas del pasado y del presente en una sola, cuyos colores ahora significan, sobre todo, reconciliación, una reconciliación a partir de la cual poder construir en paz cada presente. Es la bandera de los que, víctimas de la guerra o el exilio, no la pudieron tener. Es la bandera de los que quieren seguir perteneciendo a un Estado democrático. Y, por eso, nos tenemos que hacer dignos de ella.
Sin embargo, esta España democrática, que tiene ya cuarenta años, se sigue comportando igual que un adolescente al que le falta templanza y al que le gusta cegarse con emociones ideológicas, incapaz de discernir el bien común.
Igual que un adolescente, España ha maltratado o despreciado la bandera nacional. Se ha reído de ella solo para mostrar rebeldía antes nuestros mayores o con la necesidad de afirmar que los de hoy somos mejores que ellos —cuando justo en estos días estamos demostrando lo contrario—.
Igual que un adolescente, España se ha disfrazado con ella al modo pandillero para correr de cabeza hacia el encuentro del bando político de turno. España no asume su bandera con la madurez de los 40 años. España no sabe todavía cuidarla con el respeto y el orgullo que merece un símbolo que absorbe en sus colores nuestra existencia como seres humanos en este planeta, nuestra cultura, nuestros idiomas, nuestra naturaleza, nuestras ciudades, nuestra convivencia, y, sí nuestra historia llena de errores y también del gran acierto de esta democracia a la que deberíamos declarar nuestro amor todos los días. Ignoramos —sí, como niñatos— nuestra buena suerte, y muchas veces la desperdiciamos.
Igual que adolescentes, presos de una sanadora ilusión, solo hemos sido capaces de unirnos bajo los colores de la bandera —que literalmente embarraban miles de rostros desde Cataluña hasta Andalucía— cuando España ganó el mundial de fútbol de 2010; millones de adolescentes clamando de alegría en un aire coloreado de rojo y amarillo gualda, que nos identificaba con aquella victoria del equipo de fútbol que parecía gritar por fin una afirmación, casi un juramento: un sí gigante, un yo soy, un nosotros somos, hecho de cada soy de España.
Como quería Carlos III, los colores de España habían sido reconocidos en la inmensidad del mar.
Con esa bandera nos reconocemos y nos reconocen en el mundo. Su combinación de colores nos hace visibles, incluso, en la niebla. Y ser reconocibles supone una enorme responsabilidad. Tenemos que estar a la altura de aquellos que nos miran desde la fraterna Portugal, desde el resto de Europa; ante los ojos de aquellos a quienes hemos acogido en este cruce de caminos entre América, África y Europa; y especialmente, ante los ojos de las generaciones que están creciendo y naciendo en nuestro país.
No podemos esperar más a integrar la bandera de España con total normalidad en nuestra madurez como país democrático. Nuestra bandera no pertenece a bando de signo alguno. Es el símbolo que nos une y que celebra nuestras diferencias.
En el mar, si la encuentro en otro barco, sé muy bien qué transmite la alegría de sus colores: compatriota, hermano en democracia, en derechos y en deberes, con mayor solidaridad en tiempos de tormenta y si la navegación corre peligro; con mayor fuerza cuando cae la noche y nos damos cuenta de que, insignificantes en la inmensidad, solo desarrollamos nuestro significado particular proyectándonos hacia la armonía y la conciencia de un proyecto común que, en nuestro espacio y en nuestro tiempo, se llama España.
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