Perspectivas de la verdad y la mentira es la nueva entrega de los dos escritores que cada mes exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en la película de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
El juego de la mentira en Valle-Inclán, Ernesto Pérez Zúñiga
Valle-Inclán se pasó media vida jugando a mentir, la otra media se la pasó escribiendo. Pues en el hecho de escribir se encontraba la verdad más acabada de su encuentro con la vida: la ficción misma.
Valle-Inclán se reinventaba constantemente. Leyendo sus entrevistas, sus declaraciones, sus artículos, encontramos un personaje que se proyecta en el tiempo igual que en un escenario, donde hay un solo actor, el propio Valle, interpretando cualquiera de las figuras que va imaginando y que le convierten en aventurero, revolucionario, espadachín, aristócrata, peregrino y, en fin, lo que su capacidad de fabular quisiera. Manuel Azaña, que fue buen amigo suyo, lo describió así: «Es tan prodigiosa su facultad de personificar, de formar criaturas exentas, que los defectos y las cualidades de su carácter se han convertido en otros tantos personajes, con físico, actitudes y hasta vocabulario diferente (…). Hay un Valle-Inclán arriscado, temerario, y otro piadoso y recoleto. Alguna vez, yendo a encontrarme con Valle-Inclán, me he preguntado a cuál hallaría de los varios que existen».
Valle-Inclán no solo inventaba su pasado: fabulaba en vivo. Cada oportunidad de vivir le daba otra para la fábula. Si, por ejemplo, le detenían por desacato a la autoridad, ordenaba al policía que se cuadrase ante él, ya que era “comandante general de Tierras Calientes”. La verdad (¿la verdad?) era que Valle había renunciado, de joven, a hacer el servicio militar excusándose con una dolencia que también era mentira, como hicieron tantos de su generación y también de la mía para gastar el tiempo en mejores aventuras.
Hay una famosa Autobiografía, publicada en un semanario de 1903, en la que Valle-Inclán afirma que está escribiendo las memorias de un tío suyo, llamado el marqués de Bradomín, con el que en realidad no le ligaba más sangre que la de su imaginación. Es muy ilustrativo comprobar cómo las líneas que escribe Valle-Inclán sobre sí mismo en esta Autobiografía coinciden casi literalmente con las que el ya personaje de ficción, el marqués de Bradomín, inicia las citadas memorias. En una de ellas, la Sonata de otoño, exclama: «¡Oh, alada y riente mentira, cuándo será que los hombres se convenzan de la necesidad de tu triunfo! (…) ¡Salve, risueña mentira, pájaro de luz que cantas como la esperanza!”.
Al releer este fragmento, me he preguntado muchas veces en qué consiste la esperanza de esta mentira, y he acabado contestándome que se trata de una celebración de la capacidad que tiene el ser humano de inventarse constantemente a sí mismo, en un mundo cuya verdad última es incognoscible.
Si mi libro favorito de Valle-Inclán es La lámpara maravillosa es porque profundiza, mejor que ningún otro, en este asunto. Valle, penetrado por las doctrinas gnósticas que florecieron de nuevo en su época, sentía, al igual que Calderón, al igual que la filosofía de la India, que este mundo es maya, un sueño que vela la verdad y embota nuestros sentidos y pensamientos de ignorancia.
Contra esta certeza, el artista consciente solo puede obrar de una forma: trascender la apariencia, ya sea a través de la mística o través de una estética que refleje eróticamente la armonía secreta que traspasa el cosmos.
Ese reflejo solo está garantizado por la belleza melódica del lenguaje, que puede alcanzarse atendiéndola, esperándola, desde un centro de amor. En La lámpara maravillosa Valle-Inclán pone como ejemplo a Homero que, por estar ciego —y por tanto, libre de la apariencia—, puede escuchar esta belleza y trasladarla a la palabra.
Las palabras, si son hermosas, si suenan bien, están más cercanas a la divina esencia que las que otros llaman reales. Y en eso consiste el juego de la mentira: una invención bella es más verdadera que la plasmación objetiva de un mundo ciego.
Valle Inclán escribe La lámpara maravillosa después de las Sonatas. En principio, parece que se trata de un libro autobiográfico o de un tratado estético pero nada nos garantiza que Valle-Inclán no este mintiendo otra vez, igual que ha hecho en buena parte de sus entrevistas y declaraciones públicas.
Solo hay que fijarse en la música de esa voz que confiesa y narra. Se parece tanto a la del marqués de Bradomín que uno juraría —tanto, que estoy escribiendo una tesis sobre ello— que está leyendo la Quinta Sonata. Porque en Valle, todo, salvo su intimidad más secreta, es ficción y solo sabe expresarse a través de ella. Él mismo lo afirma en uno de tantos pasajes sublimes que hay dentro de su Lámpara:
«Llevo sobre mi rostro cien máscaras de ficción que se suceden bajo el imperio mezquino de una fatalidad sin transcendencia. Acaso mi verdadero gesto no se ha revelado todavía, acaso no pueda revelarse nunca bajo tantos velos acumulados día a día y tejidos por todas mis horas. Yo mismo me desconozco y quizá estoy condenado a desconocerme siempre».
Ante esta condena —los escritores lo sabemos bien—, solo la imaginación depende de nosotros, solo la ficción está en nuestra mano, solo la invención nos da la oportunidad de ser sinceramente libres en un universo atravesado por infinitas y misteriosas agujas de luz.
Mentira y verdad, una perspectiva, Adolfo García Ortega
La verdad y la mentira guían nuestras vidas. Son la base de la ética, de la moral, de las religiones. Los equilibrios por discernir una de otra se llevan buena parte de nuestras energías. Ganar en las guerras es imponer una verdad incuestionable y achacar la mezquina mentira al bando derrotado. Estar en el campo de la verdad nos hace honestos, buenas y rectas personas, puritanas a veces, legales y confiables, puede que un poco bobas. Estar en el campo de la mentira, por el contrario, nos vuelve malos y deshonestos, traidores, poco de fiar, perversos incluso, hasta criminales. También sucede que la verdad es inamovible y absoluta, mientras que la mentira es incierta y diversa. Sin embargo, un exceso de verdad puede ser tan fatal como un exceso de mentira; y un exceso de mentira puede terminar por convertirse en una falsa verdad. El calvinismo es tan malo como la inquisición, pues ya se sabe que los extremos terminan hallando una identificación común.
Por otra parte, la verdad y la mentira pueden ser consideradas dos meros puntos de vista, lo que las torna equívocas: hay ocasiones en que una mentira puede ser más necesaria que una verdad, y otras ocasiones en que la verdad es, en realidad, una solemne mentira (véanse las novelas que en el mundo han sido). Sobre la mentira escribió Voltaire:
“La mentira solo es mala cuando hace algún daño; en cambio, es una gran virtud cuando produce un bien”.
No quiero decir que no exista la verdad objetiva como realidad insoslayable, tangible, que sí existe, sino que la mentira, con su halo de nocturnidad y alevosía, puede sostenerse en pie por sí misma con legitimidad, a través de la sospecha. Ya se preguntaba Wittgenstein si había alguien que pudiera garantizar que una silla existe cuando no se la mira. Un guapo siempre será guapo en el canon de la belleza, lo que no le garantiza el atractivo. En cambio un feo puede ser un guapo especial, si es atractivo. Sin embargo, esta ambivalencia depende del uso que se dé a esta categorización de verdadero o falso con que medimos y valoramos lo existente. Veamos a continuación un breve mosaico de interrelaciones entre una y otra.
En literatura.— Aquí todo es mentira que pasa por verdad, mediante la convención entablada entre escritor y lector para creerse lo que las historias dicen. También es sabido que ello acarrea males muy peligrosos, como bien advierten el Quijote o Madame Bovary, novelas en las que los libros, creídos en exceso, conducen a disparatar la propia vida real en un laberinto en el que ya no se distingue lo que es verdadero y lo que no. La mentira literaria conduce a la imaginación, el espacio infinito de lo posible inalcanzable. La imaginación, hermana mayor de locura…
En política.— La mentira, aquí, es un modo de autojustificación y un arma para atacar al rival. Los políticos han llegado a refinar el arte de la mentira como instrumento letal y manipulador. Hoy en día vivimos tiempos dorados de la mentira política, mediante lo que ya conocemos como fake news, o noticias falsas que, por acumulación, agresividad o vehemencia, pierden su condición de falsedad y se codean con la verdad hasta poseerla. La verdad no importa, en política, porque siempre puede sustituirse por una mentira eficaz y bien urdida; basta con que se repita muchas veces y tenga un aspecto de simplicidad tosca, de mensaje que no requiera una explicación compleja. Ya se sabe que una verdad compleja, en política, exige debate interior, análisis y pensamiento equitativo; en cambio, una mentira burda, en política, tiene garantizado el éxito porque cada persona la adapta a sus creencias y la sanciona sin necesidad de contrastarla con otro criterio que no sea el de su propia certeza individual. En política, la verdad es de valientes.
En el amor.— Al principio, la mentira equivale a una condena a muerte; la verdad es pura droga paradisíaca. Luego, con el tiempo, una mentira inocente permite mantener encendida la llama, y una verdad cruel acaba con la relación que se creía forjada a fuego. Lo más normal es que una mentira acabe siendo un reducto de libertad para cada enamorado y una verdad sea la máscara de lo que en muchas relaciones amorosas se termina llamando conveniencia. Esto, claro está, también es aplicable para los amantes temporales, que son una especie de metamentira con máscara de seudoverdad.
En uno mismo.— La mentira es, en este punto, fundamental, aunque hay que dosificarla bien. Frente al propio yo, un exceso de verdad mata la autoestima de todo individuo. Pero, atención, aquí ha de aplicarse la relación verdad-mentira mezclando ciertos ingredientes: una buena porción de realismo, otra, abundante, de comedida deformación, más una pizca de aceptación inevitable, a las que añadir un poco de humor despiadado. La buena salud personal consiste en reírse uno de sí mismo sabiendo que en el fondo no es quien parece ser, y mucho menos quien dice ser, sino quien cree que es.
En el diálogo.— Todo diálogo es un partido de tenis en el que la verdad y la mentira dependen de quién tenga el saque. Suele ganar quien vuelve del revés la verdad y la mentira con mayor locuacidad.
En la ciencia.— Todo es dudoso mientras no se demuestre lo contrario, y cuando esto sucede, la verdad se hace matemática y la mentira poesía.
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