Muerte, literatura y vida en la nueva entrega de dos escritores que cada mes exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en la película de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
Amistad de la muerte, Ernesto Pérez Zúñiga
Me pregunto cuántas cosas dejaríamos de hacer si no existiera la muerte. Probablemente, no consideraríamos necesario empeñarnos en casi nada. No existiría gran parte de las obras literarias ni desde luego los museos, cuyas obras seguirían siendo propiedad de sus autores, en el caso de que hubiesen considerado oportuno el esfuerzo para llevarlas a cabo. Valle-Inclán lo expresaba así en una conferencia de 1926: «Porque sabemos que tenemos que morir, nos esforzamos en sobrevivir y en crear belleza y arte». Él desde luego lo consiguió con creces y por eso lo seguimos leyendo ahora. Lo seguimos viviendo, podría decirse, porque él, como todos los artistas y creadores que admiramos, guardan una vida latente en sus obras que nosotros activamos al leerlas o al contemplarlas o al escucharlas en el caso de la música. Podríamos definir incluso el arte como «aquello que hace vivir a sus autores por encima de su muerte». Y también podríamos concluir que la muerte es condición indispensable para la existencia del arte. Sería espantoso que, pasados los siglos, Cervantes siguiera llenando los escaparates de las librerías con nuevas novelas y que Beethoven hubiese compuesto ya varios centenares de sinfonías. Los aborreceríamos, seguramente. Y ellos, tal como hicieron, preferirían haberse muerto. La muerte posibilita la renovación artística y, por supuesto, algo muy obvio: la renovación de la vida.
Tampoco haríamos otras muchas cosas si la muerte no existiera. Para qué mejorar algo, contribuir a otros, para qué evolucionar o aprender. Si no fuésemos a morir, no nos cabrearíamos con las injusticias. Ya habría tiempo para arreglarlas. Me imagino que el mundo colapsaría por la inacción de una especie perezosa y que se iría amontonando, en su crecimiento exponencial, en cada metro libre del planeta. No tendríamos retos, salvo los problemas de espacio. Quizá no amaríamos tampoco. Porque el amor solo sabe prender su anhelo de eternidad en la fugacidad del tiempo.
En realidad, eso es la especie humana: fugacidad con anhelo. Y, aunque no nos guste en absoluto, esa mezcla es el combustible de todo lo que somos capaces, a favor y en contra. Podríamos definir la muerte como aquello que nos hace vivir. Lejos de ser nuestra enemiga, la muerte es el único camino por el que la vida puede transitar. Por lo que, por mucho que nos sentimos robados y dañados por ella, debemos profesarle nuestro agradecimiento, y proponerle una reconciliación urgente a cambio de que nos trate bien durante el resto de la vida.
La amistad con la muerte siempre ha sido provechosa para mirar nuestras vicisitudes plenos de conciencia y también para marcharnos del mundo con dignidad. Valle Inclán nos enseñaba a mirarlo con la perspectiva de la otra ribera, «como deben ser las conversaciones de los muertos al contarse las historias de los vivos». Mucho antes, Platón narraba así la muerte de Sócrates: «Al menos estará permitido, como es en realidad un deber, hacer oraciones a los dioses a fin de que bendigan nuestro viaje y lo hagan feliz. Esto es lo que les pido. ¡Así sea!´. Después de haber dicho esto, se llevó la copa a los labios y la bebió sin el menor gesto de dificultad ni repugnancia, apurándola».
Sócrates apuró la bebida de su muerte porque antes había sabido apurar cotidianamente la copa de la vida. Había sido condenado por un tribunal. Me pregunto qué hubiera hecho ante una enfermedad que le impidiera ser él mismo, seguir pensando y evolucionando. Mi apuesta es que también habría pedido la cicuta u otro tipo de eutanasia, y que hoy le admiraríamos igualmente por ello. Pues, igual que nos sobrecogemos con las muertes prematuras y violentas, las aceptamos cuando consideramos que el tiempo de una persona ya se ha cumplido. Y llegamos a celebrarlas si alguien ha sabido morir con alegría y con serenidad, apaciguado con su pequeña historia.
La muerte es la gran transformación. Imagino la vida como una crisálida donde el ser que se va configurando en su interior estalla en lo invisible. No sé adónde va. Pero sé que en ese vuelo desprende la esencia —sí, como el polvo de las alas de mariposa— de lo que ha conseguido ser durante sus años en este planeta.
Los órficos se acompañaban en la tumba de una laminilla que indicaba el itinerario que les esperaba detrás de la muerte, con detalladas indicaciones para no perderse:
A la izquierda de las mansiones de Hades encontrarás una fuente
y a su lado se yergue un ciprés blanco en lo alto,
a esa fuente no te vayas a acercar demasiado.
Enfrente hallarás otra, de agua fresca que brota del manantial
de Mnemósine. Allí hay unos guardias.
Diles: “soy hija de la Tierra y del Cielo estrellado,
y vengo muerta de sed, dadme ahora
el agua fresca que brota del manantial de Mnemósine”.
Y ellos te darán de beber de la fuente divina
y después reinarás junto a los demás héroes.
Quizá no creamos ya en los héroes. Y pensemos que es igual la fuente del ciprés blanco que el manantial de la memoria, el que nos permite recabar lo aprendido. Quizá a la gente de nuestra época les baste recordar un solo verso, al que le podemos añadir un nuevo:
Somos hijos de la Tierra y del Cielo Estrellado.
Y hemos comprendido la amistad de la muerte.
Aprender a morir, Adolfo García Ortega
Cómo gestionar la muerte será un asunto relevante en los próximos decenios y, sin duda, uno de los puntos claves de diálogo “intergeneracional”. La prolongación de la vejez hasta edades muy octogenarias y nonagenarias supone un bloqueo vital y económico para las generaciones anteriores que solamente con la planificación voluntaria de la muerte puede resolverse. Elegir por uno mismo cuándo, dónde y cómo morir es el desafío moral del futuro, la gran vía de aligeramiento para las sociedades cargadas de ancianos y en las que el índice de natalidad sea negativo. Se impone a medio y largo plazo un nuevo acercamiento al hecho de morir. Hasta ahora, históricamente, la muerte ha sido y es algo violento, fatal y abrupto, que sucede cuando el cuerpo ya no puede dar más de sí a la vida. Siendo como es un hecho natural, el ser humano y las sociedades viven de espaldas a él, sin querer pensar la muerte y mucho menos sin querer incluirla en la gestión de la calidad de vida, por paradójico que parezca. Pues, en realidad, una muerte “de calidad” –si se considera calidad cualquier opción que aleje del dolor de la pérdida o del dolor del deterioro físico– es la culminación de un esfuerzo lúcido por recorrer y cumplir una vida de calidad.
Ha llegado el momento de empezar a pensar en la muerte de otra manera. Y empezar a hacerlo desde varios niveles: el personal, el familiar y el social. Uno mismo ha de iniciar una preparación, crearse para sí una propuesta que facilite el tránsito de la muerte y minimice el dolor que ella pudiera causar y, por tanto, introducir un cambio en el concepto mismo de “salida de la vida”. Esto que será lógico que se produzca a nivel individual, precisará de una aceptación contextual a nivel del entorno de quien elige su propia muerte (familiares, seres queridos, amigos, etcétera). Y asimismo requerirá de un sistema en la sociedad que facilite, sin traumas éticos ni trabas jurídicas, la ejecución de la voluntad de quien va a morir voluntariamente. Es decir, habrá de llegar un momento en que la muerte pueda —y quizá deba— ser programada.
Una muerte violenta, por enfermedad o por acción criminal (incluidas en esta las guerras), que se produce a una edad en la que aún son muy altas las perspectivas de futuro autónomo y constructivo, emocional y económicamente, produce conmoción y consternación, dolor y trastorno. Una vida prolongada en una vejez extrema, en la que uno o una ya no se valen y precisan de cuidados sociales, muchas veces de la atención de hijos o familiares, cuyas vidas, a su vez, se ven condicionadas por la permanente exigencia que el anciano, querido sin duda, reclama a su pesar, es toda una tortura. Para el anciano y para quien lo cuida. La vejez duradera, si se pierde la autonomía o el control de uno mismo, supone un elevado costo vital para los hijos y para la sociedad. El tiempo vivido en la pasividad de la extrema vejez supone, digámoslo duramente, tiempo robado a la vida de los hijos y nietos. Como bien dice un amigo mío, se precisa de “un botón de salida rápido y benévolo”. Se precisa, en fin, salir de la vida sin jodérsela a los propios hijos o nietos. Y esta decisión ha de ser voluntaria, personal y perfectamente planificada: la ha de tomar el muerto, no el vivo. Y ha de hacerlo cuando sea consciente de estar ya en lo que Cioran llamó “la otra vertiente de la vida”.
En el libro Baba Yagá puso un huevo (Impedimenta), de la escritora croata Dubravka Ugrešić, una anciana “de cuerpo diminuto y ruinoso” le dice a un doctor: “¿Por qué no inventa usted algo para que los viejos la palmen fácilmente, en vez de fastidiarlos con el alargamiento de la vejez?”. Y ante el desconcierto del doctor, la anciana añade: “¡Qué alargamiento de vejez ni qué bobadas! ¡Alargue usted la juventud, y no la vejez!”.
Hoy en día, la eutanasia ha de arrostrar aspectos legales que la sitúan frente a la enfermedad como una salida por la puerta de atrás, por mucho que sea justo y legítimo el testamento vital, cada vez más extendido. La sociedad ha de abordar el hecho moral de la eutanasia voluntaria como el fin óptimo para terminar con la soledad de los ancianos o su deterioro irremediable, en muchos casos una situación de dolor y amargura. Hay, pues, que anticiparse, hacer una despedida, cambiar el sentido de la muerte voluntaria en nuestras vidas, desdramatizarla, ver realmente a la muerte como una parte, la final, la extrema, de la vida misma. Cruzar un umbral y cruzarlo con plena consciencia del hecho.
Daniel Callcut, escritor y filósofo, escribió un largo artículo titulado “Muerte a propósito”, donde parte de la premisa de que si podemos elegir cómo vivir, por qué no podemos elegir cómo morir. “Una sociedad libre –dice– debería permitir que morir fuese algo más premeditado e imaginativo”. La clave es elegir el momento, el lugar y el modo de la propia muerte. Suicidio, eutanasia, etc, son términos con enormes connotaciones, incluidas las sanitarias. La pregunta de Callcut es por qué hay que ceñir la muerte voluntaria a la salud (o a la ausencia de ella), y no a la mera opción personal.
Obviamente, que uno mismo pueda elegir su propio final no tiene nada de obligatorio. Algún día, tal vez, forme parte de un aprendizaje. Habrá un tipo de asesoría-en-buena-muerte, por así decir. Es el grado máximo de la libertad. Si uno puede vivir la vida como quiera, debería poder morir como quiera también. Sugiere Callcut otro aspecto a considerar: que la muerte, la propia muerte o ciertas muertes, “no causan un daño, sino que incluso pueden causar un beneficio”, como la liberación de un familiar, una perspectiva económica incluso. Si somos adultos para vivir, lo somos también para morir.
En Morir o no morir (Anagrama), el filósofo Jordi Ibáñez Fanés es muy claro al respecto, cuando define la eutanasia como “un dilema moderno”. Es algo que, desde el punto de vista de la ética, toca ya plantearse en el medio plazo. Ante sociedades envejecidas, ante el cuello de botella generacional que es ya el inmediato futuro, hay que empezar a pensar de otro modo con respecto a la muerte; hay que dar vía libre real para quien quiera considerarla como un verdadero “final feliz”, por muy contradictorio que parezca. Ibáñez cita a Derrida: “Aprender a vivir debería significar aprender a morir […] Todos somos supervivientes con la sentencia en suspenso”. E Ibáñez se pregunta más adelante “si es posible otra relación con la muerte y con el morir inspirada en otra relación con el modo en que nuestro mundo nos invita a ver la muerte. La cuestión es, por tanto: ¿cómo ser ineducables?, ¿cómo ser indomables”. La propia muerte también tiene derecho a ser un acto de rebeldía, de afirmación de la sagrada y poderosa individualidad libre, al fin y al cabo, lo único por lo que vale la pena vivir. O como la máxima que tanto me ilumina: “Antes morir que perder la vida”.
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