En esta última entrega del año 2020, que los dioses entierren para siempre, suena la música de estos textos con el ritmo con que nos tienen acostumbrados estos dos escritores que cada mes exponen su punto de vista sobre un mismo tema. Pérez Zúñiga y García Ortega, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
El milagro musical, Ernesto Perez Zúñiga
Hay que darle espacio a la voz, creo que esa es la clave, mi querido Adolfo García Ortega, compañero de este viaje. Cabalgar tiene su ritmo, ya sea al galope o al trote. A lo mejor te ha pasado lo mismo que a mí otras veces: un texto no funciona porque no tiene música. Digamos que, en principio, venía con todo lo necesario: una buena historia y palabras precisas, por ejemplo, pero le faltaba esa misteriosa melodía interior que casa el universo de las palabras. La voz. Por ella reconocemos a los autores por muy diferentes que sean sus libros publicados. Hay algo, un tono del decir, un matiz difícil de definir pero característico que a todos nos identifica. Música del alma, precisaba Pitágoras y luego tantos neoplatónicos. Música del alma que se convierte en voz.
Ahora ando estudiando otra vez uno de sus libros, La lámpara maravillosa, y en él hay un capítulo dedicado a lo que él llama «El milagro musical», donde compara al poeta con aquellos creadores de monstruos mitológicos que combinaban alas de águila y garras de león en busca de una expresión inédita. «Algo semejante acontece con las palabras», dice Valle.
“El poeta las combina, las ensambla, y con elementos conocidos inventa también un linaje de monstruos: el suyo”.
¿Cuáles son las voces de ese linaje de monstruos? Solo hay que leer nuestros libros para descubrirlas y, si uno nos parece fallido, es porque no hemos dejado que se libere lo suficiente el rugido melodioso del monstruo de turno, que no tiene por qué ser un fantasma terrible o un Bartleby —más quisiera—, pues vale cualquier criatura que, como en aquellos cuentos antiguos, transformaban la bestia aparente en el héroe que esperaba.
Esa labor de alquimia es seguramente una de las funciones de la literatura. Y tanto tú como yo y tantos escritores sabemos que solo desemboca en el papel sobre la marcha procelosa y minuciosa de la escritura. Que la literatura no trae la voz de la que somos conscientes sino aquella que aleteaba en la sombra, por mucho que nos perteneciera. Valle, en «El milagro musical», lo afirma así:
“Todo se halla desde siempre en nosotros, y lo único que conseguimos es ignorarnos menos. (…) El secreto de las conciencias sólo puede revelarse en el milagro musical de las palabras”.
Es decir, aunque durmiera en alguna parte de nuestros secretos, estaba aguardando ese trabajo de transformación interior inevitable que acontece cuando atravesamos la escritura de un libro desde la primera frase hasta su punto final. Lo diré de otra forma: cada aventura tiene su música. Cuántas nos esperan aún en la escritura y qué habremos hallado al término de cada una de ellas.
«El poeta es un taumaturgo que transporta a los círculos musicales la creación luminosa del mundo», decía Valle. Y también:
“Las artes literarias dan la sensación de no haberse definido aún, y de luchar por ser. Aparecen como largos caminos por donde las almas van en la exploración de su mundo interior”.
Sostengo que, por suerte, no acabarán de definirse nunca y que siempre dependerán del ejército de escritores que, desde cualquier rincón del planeta y de la historia, vamos hilando de dentro afuera, en pasado y en futuro, la inmensa red de araña del sueño de la ficción.
Uno de los mejores amigos de Valle-Inclán, Rubén Darío, nos exhortaba: «Ama tu ritmo, y ritma tus acciones». Y en el prólogo del libro al que este verso pertenece, Prosas profanas, se explicaba de la siguiente manera:
“como cada palabra tiene un alma, hay en cada verso, además de la armonía verbal, una melodía ideal. La música es solo idea muchas veces”.
Esto es: del alma —o como queramos llamarla— a la idea —si queremos llamarla así—, y de la idea a la música de la escritura, pues solo aparece escribiendo y después de cultivarla silenciosamente durante meses o incluso durante años. La voz de la escritura nace del barbecho tenaz de la vida, sujeto, inevitablemente, a las inclemencias y regalos y descubrimientos de las estaciones. Luego esa voz habrá de vibrar en los cristales de la imaginación de cada cual y, de allí, destilarse en las palabras.
Otro amigo mío, Juan Malpartida, lo dice así a través de Alonso, protagonista de una excelente novela, Señora del mundo, recién publicada y pletórica de voz:
“el que escribe trata de fundirse con lo específico de su fraseo, con el ritmo de la prosa, con la configuración de sus personajes”.
En fin, querido Adolfo, tengamos voz y a mucha honra. Y, como quería Cervantes, ladren porque cabalgamos. A nuestro ritmo.
La música de la escritura, Adolfo García Ortega
¿Qué es? Ni idea —le diría a mi querido compañero de cabalgadas opinadoras Ernesto Pérez Zúñiga— salvo que sea aquello que dijo Virgilio en sus Bucólicas, a saber: que los escritores cantamos para los sordos.
Sobre esta segunda música, me vienen a la mente una serie de grandes escritores que causan placer al leerlos y cuyas piezas están maravillosamente engranadas, engrasadas y compactadas: Cervantes, Clarín, Cabrera Infante, García Márquez, Muñoz Molina, Kazuo Ishiguro, Annie Proulx, Lydia Davis, Charlotte Brontë, Gustave Flaubert, Pardo Bazán, Tolstoi y muchos más de este tenor. También estoy de acuerdo con Sartre, cuando dice que “ser escritor es alcanzar la esencia del arte de escribir de los verdaderos escritores, Chateaubriand, por ejemplo, o Proust”.
Ese “arte de escribir” no es ya tan solo cuestión de la música de su prosa, sino que va más allá y comprende la música de su expresividad, de su construcción, de su combinación léxica, sintáctica, verbal, con la administración de las subordinadas, de las yuxtaposiciones, del fraseo eficaz, con la irrupción de los efectos sorpresivos, con la dosificación de las cargas emocionales, con la hipnosis de la narración, esa atención captada por la buena historia que absorbe, la admirable sucesión de hechos, la concatenación de diálogos interesantes, y, en fin, la figuración sólida de personajes. En esto consiste la música de la escritura, ese sonido inigualable que se capta cuando se produce el asombroso y privilegiado fenómeno de la lectura.
Sartre cita a Proust, quizá el maestro de todo lo que puede fascinar de esa música generada por la escritura, ese diapasón que, cuando llega a ser original y poderoso, llamamos literatura. Pongo aquí unos ejemplos de fragmentos suyos extraídos al azar, en traducción magnífica de Carlos Manzano:
“Alrededor los caminos se han borrado y han muerto quienes los pisaron y el recuerdo de quienes los pisaron”.
Otro:
“Swann no buscaba hallar hermosas a las mujeres con las que pasaba su tiempo, sino pasar su tiempo con las mujeres que él hallaba hermosas”.
Otro:
“Secreta, susurrante y dividida”.
Otro:
“Si hubiese usted olvidado su corazón, no le habría permitido recuperarlo”.
Otro:
“Inmóvil, escultural, inútil, como ese guerrero puramente decorativo que se ve en los cuadros más tumultuosos de Mantegna, pensativo, apoyado en su escudo, mientras junto a él otros se precipitan y se degüellan”.
Otro:
“Formaba parte de una de esas dos mitades del género humano en la que la curiosidad que la otra siente por las personas desconocidas queda sustituida por el interés que le inspiran las conocidas”.
Y otro más:
“Nunca había sentimientos tan intensos de simpatía y estima como en la sociedad de un canalla”.
Hojear a Proust en busca de la frase musical perdida es ya un placer.
Sobre la primera música a la que me refería al principio, esa que solo oye el escritor mientras escribe, viene a colación un texto de Vladimir Nabokov, en su artículo titulado “El arte de la literatura y el sentido común”. Dice ahí Nabokov que un escritor, una vez que ya tiene clara la concepción de la novela que quiere o que puede escribir, se siente “preparado para escribirla”. Preparación que consiste en tratar de escuchar esa música callada que ha de inundar la mente del escritor mediante elementos exteriores que disponen a un clima en el que fluirá la escritura. Una música que procede de la novela misma aún no escrita, aún no sujeta a las condiciones del mercado, y que, en la imaginación del autor, será lo que por naturaleza haya de ser: la novela concebida por el escritor y no, tal vez, la que el sentido común de los lectores prefiera —por comodidad, por desconocimiento, por pereza—. Así pues, añade Nabokov:
“Se encuentra el escritor, entonces, completamente equipado. Tiene la estilográfica llena, la casa está tranquila, el tabaco y las cerillas a un lado, la noche es joven… y nosotros le dejamos en su grata ocupación, salimos furtivamente, cerramos la puerta y, al marcharnos, echamos de la casa al monstruo ceñudo del sentido común que subía pesadamente a gimotear que el libro no es para el público en general, que el libro nunca nunca se… Y entonces, antes de que ese falso sentido común profiera la palabra v,e,n,d,e,r,á tendremos que pegarle un tiro”.
En resumen, acerca de las dos músicas aludidas, la interna del escritor y la externa de la lectura, siempre he admirado esta aguda y malévola frase del irónico Flaubert: “¡Qué hombre habría sido Balzac si hubiera sabido escribir!”. ¡Puede decirse de tantos! En fin, ahí lo dejo y me voy con la música a otra parte.
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