Los idus de marzo anuncian nuevos días convulsos y el “asunto Hasél” es analizado con argumentos democráticos, incluso literarios, por García Ortega y Pérez Zúñiga, dos jinetes que, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
Del mal poeta al buen violento, Adolfo García Ortega
Lo de Hasél, ese cantante o algo peor que ha entrado en la cárcel por amenazar e incitar al odio (o a algo peor, como avisan las letras de sus canciones, definitivamente impropias de tal nombre), tiene varias lecturas, todas preocupantes, pero no todas igual de condenables.
La violencia desatada. Quizá sea esa violencia lo que más nos agita por dentro. Primero, porque es desmedida, brutal. Y provoca una reacción policial igualmente brutal, aunque no sé si desmedida. Nos agita también porque las imágenes que nos llegan son las mismas que se vieron en Barcelona después de la sentencia del Supremo sobre los sediciosos independentistas antidemócratas catalanes a mediados de octubre de 2019. Son los mismos burguesitos de la CUP que crearon esa fuerza parafascista llamada CDR (tan del gusto del destituido Quim Torra, réplica del difunto croata Franjo Tuđman) con el fin de mantener en auge el espíritu supremacista de los catalanes irredentos (la misma irredención estúpida que convirtió a Croacia en un país tan ultranacionalista que rozó el ridículo; para entender lo de Croacia y lo de Cataluña como su posible repetición, véase el último libro de la escritora Dubravka Ugrešić, La edad de la piel, un bálsamo de lucidez, como toda su obra). Hasél, el cantante inepto, de mente rabiosa y leninismo barato, es todo un ejemplo de estos violentos.
Los jóvenes que se manifiestan. Esta es otra cosa. Son diferentes a los violentos. Porque es legal, legítimo y necesario protestar, manifestarse, gritar, insultar, definir y reivindicar. Se llama democracia. Que lo hagan con motivo de la necesidad de una libertad de expresión absoluta, lo aplaudo y me sumo a esa protesta. Porque también es cierto que a Hasél, el rapero de mal gusto, le meten en la cárcel por cantar. Cantar nauseabundamente letras nauseabundas, vale, pero no es de recibo que un país plenamente democrático meta en la cárcel a alguien que canta. Veo más serio, por tanto, que los jóvenes se manifiesten porque, hoy por hoy, en conjunto, son una especie de “clase desfavorecida”, de grupo social al que le estamos sustrayendo el futuro, poniéndole mil trabas para desarrollarse con sueldos, rentas, alquileres, proyectos y representación dignos. Es algo absolutamente justo, urgente y necesario. Así que, sumándome a un político como Echenique, por este lado yo también apoyo esas manifestaciones. Lo cual no significa apoyar a los que, salvajemente, luego se dedican a destrozarlo todo, incluida la sana y legítima manifestación anterior. Porque a lo que conduce la mezcla indistinta, como en un puré (violencia furiosa, condena de unos y de otros, utilización partidista de las reivindicaciones, manipulación de las voces y de las ideas y limitación de la libertad de expresión), es a no entender nada y a culpar a los jóvenes, a todos, de ser los causantes de un desorden que es utilizado taimadamente por la derecha, por los nacionalistas y por las generaciones que no quieren repartir con ellos el beneficio global conseguido en tiempos de bonanza. La juventud como clase social castrada es y será una bomba de relojería. Violencia, más frustración, más bloqueo generacional, igual a más violencia.
La libertad de expresión. Siempre he dicho, alto y claro, que ha de ser absoluta. Perdonen que me cite a mí mismo, en otro artículo de hace un año: “La libertad de expresión ha de proporcionar un marco de protección inequívoco y ha de amparar cualquier idea expresada de forma verbal o artística, por muy rechazable que sea, por muy repugnante y por muy contraria al honor, la dignidad, las creencias o la sensibilidad de las personas que sea. El odio no es la ofensa, ni el odio es el insulto. La ofensa, el insulto y la agresividad verbal no pueden reprimirse ni perseguirse legalmente en las sociedades libres. En una verdadera democracia, todo, absolutamente todo, ha de poder ser dicho.”
Hasél en sí mismo. Lo que cualquier persona inteligente ve en él es a un terrorista potencial de nuevo cuño (más bien de un cuño bolchevicoide ya demodé, en realidad), con demasiadas palabras rencorosas en una mente escupidora, oscurecida, traumada y digna de ser tratada por un especialista. Médico, a ser posible.
Los contrarios, Ernesto Pérez Zúñiga
Querido Konstantino Kavafis: necesitaba encontrar en tus poemas una de tus serenas e implacables explicaciones sobre el devenir de la historia del ser humano, para relacionarlas con un poeta (un rapero, para ser exactos) pésimo de nuestra época, tan malo que lo han metido en la cárcel por sus versos. Bueno, esta afirmación es injusta. Digamos mejor que su incapacidad para expresar su pensamiento de una manera elaborada ha llenado sus composiciones de insultos directos y de expresiones de odio, incompatibles, al parecer, con nuestra legislación actual.
Te confieso que primero pensé en tu famoso poema sobre “Los bárbaros”, pero este otro, titulado “Los enemigos”, que yo prefiero renombrar “Los contrarios”, lo explica mejor. Dice un fragmento de este poema (utilizo la traducción de José María Álvarez, en Hiperión):
“Otros enemigos tendremos, vendrán otros sofistas.
Cuando nosotros, decrépitos, nos perdamos
camino del reino de Hades. Fuera de lugar
encontrarán nuestras palabras y obras (y puede que hasta
cómicas), otra será la estética
y también los puñales del enemigo. Así fue para mí,
y para cuantos transformamos el pasado.
Todo lo que tan justo y espléndido nos parecía
ellos lo demostrarán insensato y frustrado
y volverán sobre lo mismo (sin fatigarse demasiado).
Variando siempre las antiguas palabras”.
En efecto, sabio Kavafis, así sucede hoy día. Me han contado algunos testigos que, en Barcelona, cuando los jóvenes “revolucionarios” corren hacia la policía, muchos vecinos, ya maduros, los azuzan desde los balcones, animándoles con su propia frustración. Al parecer, en Cataluña hay mucha. A falta de mejores paraísos, les fue prometida por sucesivos gobiernos autónomos una independencia y, con ella, un país dorado que no acaba de llegar. Se identificó un enemigo: la España democrática que había facilitado que aquella zona del mundo se llenara de prosperidad y de abundancia. Comenzaron a variar las antiguas palabras. Levemente. Y, en nombre de la libertad, la libertad se ataca.
Conviene aclarar que la crisis económica y el fracaso de la globalización idílica como sistema económico han producido un paro implacable entre varias generaciones, y que las restricciones a la libertad de movimiento, justificadas en la actual pandemia, han acabado por calcinar los rescoldos de paciencia en buena parte de la población. Algunos desean simplemente que pase algo. Ponerse los calcetines al revés, condenando el derecho, para establecer una nueva regla que esta vez les favorezca. A veces pienso que no se trata de mejorar, sino de apagar el ansia con alguna excusa. Valen las actuales. Pero podrían ser otras. El ser humano está perdido y se agarra a un ascua ardiente para recobrar un significado para su existencia.
Una de esas ascuas se llama la libertad de expresión, simbolizada en Twitter, en este caso, cuyo uso por el rapero Hasél ha sido considerado delictivo, igual que se ha cuestionado a Trump o a cualquiera de los que ejercen su influencia de masas a través de sus breves proclamas. Y aquí se produce una enorme paradoja: el número de adeptos del tuitero de turno puede poner en juego las leyes de convivencia de los Estados democráticos, tal como hemos visto durante los últimos años en Estados Unidos, por ejemplo. Ese número, de millones de personas en algunos casos, se ha convertido en un poder más, un Quinto Poder, usado para excitar las voluntades y emociones de los ciudadanos en una dirección u otra en los casos mencionados y otros muchos. Eso es lo que teme el Estado democrático: no la libertad de expresión en sí misma, sino la intención violenta de las manipulaciones multitudinarias que pueden ser enfocadas en direcciones incontrolables como fuerza política totalitaria, disfrazada sin embargo de libertad de expresión.
La Democracia, como sistema político, no está en crisis, pero hay crisis dentro de las democracias. Estas crisis son como olas que arrastran a aquellos que las están esperando, como surfistas que utilizan sus brazos para situarse en la cresta que les arrojará más velozmente hacia la orilla. Unos se dejan llevar por la furia, otros por lo que creen su deber. Llevan adoquines en las manos y los arrojan contra escaparates, más o menos simbólicos del poder, y contra la policía cuyo trabajo, pagado con nuestros impuestos, es impedir la violencia.
Y digo que la Democracia no está en crisis, porque algunos políticos convertirán esta desazón y esta violencia en votos. Encauzarán electoralmente la furia como un viento favorable. Con viejas promesas de un mundo mejor. A ritmo de tuit. Como tú bien expresaste, querido Konstantino, otra será la estética, todo lo que que nos parecía justo ellos lo verán despreciable. Hasta que instauren algo que les parezca conveniente.
Habrán cantado convencidos versos malos. El mal poeta, el rapero, tras haber cumplido su cuestionada condena, será saludado como un héroe. Y pronto será olvidado.
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