Estoy lleno de sistemas fascinantes… / Si no aceptamos nuestro cuerpo, nunca aceptaremos los de los otros… Los dos escritores que cada mes reflexionan sobre los más diferentes temas, tratan hoy el del cuerpo. García Ortega y Pérez Zúñiga, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgan juntos en pos de un único destino: la literatura.
Autogeografía corporal, Adolfo García Ortega
Para Julia Santibáñez
Leyendo una columna de mi amiga la escritora mexicana Julia Santibáñez, siempre acertada y valiente, reparé en la idea de ver el propio cuerpo como una geografía por la que viajar. Adentrarse por el desierto o la selva de nuestro cuerpo es como partir en busca de las fuentes del Nilo, que diría Gonzalo Suárez, lanzarse a lo desconocido e inesperado. Porque la pregunta que surge de inmediato es: ¿conocemos nuestro cuerpo al detalle? ¿No tendremos una idea figurada de él, que oscila entre el rechazo y la aceptación? ¿No será, en realidad, que no lo recorremos salvo cuando un médico lo invade, acosa o repara? Lo bello y lo feo, lo fisiológico y lo singular son atribuciones de nuestro cuerpo que, cuando reparamos en ellas con detención, vemos con asombro la larga etapa que es, por ejemplo, mirar tu brazo y aceptarlo, descubriendo texturas nuevas en la piel, lunares, cicatrices, heriditas, poblaciones de vello, rayas que no conducen a ninguna parte, arrugas que responden al tiempo, asperezas y puro devenir.
La relación con el cuerpo propio es variopinta. Hay quienes se rechazan a sí mismos ante el espejo; hay quienes se adoran; los hay que deciden ignorarse y quienes se lamentan por ser como son. Los hay hermosos hasta hartar y feos hasta caer en gracia. Todo ello es inútil, porque tu cuerpo no es algo ajeno a ti, tu cuerpo eres tú. Es más, tu cuerpo es alguien. Y ese alguien eres tú. Parece una obviedad pero no lo es: eso que llamamos yo, que lleva nuestro nombre, que recoge y define nuestra identidad, no es una abstracción que habita en la mente. Es que el cuerpo es lo único que puede ser llamado yo. Sin el cuerpo, cualquier invocación al yo es pura fantasía. No hay mentes, cerebros, pensamientos, númenes que existan sin un cuerpo que los consista. Porque el cuerpo es también, claro está, la suma de nuestras ideas, de nuestro modo de sentir y de pensar. Somos el espacio delimitado por nuestra piel. Es en el cuerpo donde sucede lo intangible e imaginable. Nada más. Ni nada menos. ¿Y el alma, preguntaría el cursi? Le respondo como diría Ebenezer Scrooge: “¡Paparruchas!”.
Entonces, ¿por qué juzgamos tan severamente nuestro cuerpo y para qué lo hacemos? Quizá porque no seamos conscientes de que no sirve de nada hacerlo y, además, es injusto. Vive con tu cuerpo y tu cuerpo te hará feliz. Porque tu cuerpo es como es. Unos serán altos y otros bajos, unos calvos y otros melenudos, unos con piel tersa y otros con granitos, unos canónicos en su belleza proporcionada y otros irregulares pero no menos bellos, porque la belleza es imaginaria, fantasmal y subjetiva. El canon, en bellezas y hermosuras, solo sirve para jugar malévolamente a la admiración y a la envidia. Lo justo y realista es aceptar y querer tu cuerpo tal como es porque es tu ser. La mayor falacia, entonces, es la cirugía estética: te deforma, te saca de ti. Salvo en casos de grandes deformaciones traumáticas por efectos violentos, la cirugía estética es una trampa mortal que nos desdice. Y para siempre.
Pero no quiero perder esa idea de la autogeografía corporal. Viaja por tu cuerpo cartografiándolo —en la medida que te permitan la vista, el tacto, el olfato— y detente en las ondulaciones, las formas que tiene los pequeños accidentes, aprecia sus características, sus inconveniencias también, recréate en esa mancha en la piel que solo tienes tú entre las costillas, palpa suavemente tu vientre, advierta la rugosidad suave del ombligo, repara en la complejidad vascular de tu sexo, investiga la parte posterior de las rodillas o del codo, esos valles ignorados, circunda lentamente las orejas, pálpate la cara, hay algo de papada que te habla del tiempo y de los recuerdos, está la línea de la nariz que te enorgullece, hay nuevas bolsas en los ojos que te fastidian, ese hoyuelo que observas como de nuevas y que te reconforta de la melancolía, los dedos, delgados o gruesos, que tanto hablan de ti y tanta vida te han dado en justa reciprocidad, las uñas duras, el trazado de las venas por las manos.
Pero hay una certeza que surge cuando viajas por tu cuerpo: la de que asumir el cuerpo que se tiene es, de una vez por todas, asumir la vida colectiva. Nuestro cuerpo es lo que se muestra a los demás, lo que es visto de nosotros. Si no aceptamos nuestro cuerpo tal cual es, nunca aceptaremos los cuerpos de los otros tal cuales son. Solo así surgen las preferencias, los atractivos, las atracciones, las elecciones, los respetos, las emociones. Parafraseando a Gil de Biedma, el cuerpo es el libro en que se leen los misterios de la vida. Una vida que se acaba cuando se acaba el cuerpo. Mientras tanto, explórate.
Cuerpo, Ernesto Pérez Zúñiga
Esto se me ha dado.
De las cosas que tengo, es la que menos he elegido.
Viene de mis ancestros. Los he conocido hasta dos generaciones arriba. Antes, mi cuerpo se pierde en los siglos, mezcla de lo que hoy llamamos navarros, gallegos, andalusíes, y antes iberos, alanos o griegos. Quién sabe.
Este es mi cuerpo.
El verbo que se hizo carne a través del adn y de otras cosas invisibles: lo que hicieron, pensaron, dijeron, amaron ellos, los que parecen lejanos, y en hélices de información me habitan con más fuerza que las millones de bacterias que pululan arriba y abajo de los tubos digestivos.
También intervengo en él, también lo modifico o lo abuso o lo cuido o lo elevo o lo regaño hasta la accesis o lo baño en la espuma del vino según lo que bebo o lo que como o lo que lo hago caminar sendas arriba o aceras abajo. No puedo demostrarlo pero intuyo que mi personalidad también ha impregnado la forma de mis manos y de mi pecho y de los dedos de los pies y, con seguridad, lo que expresa la mirada o la manera de andar.
Esto soy. Sin él, no existo. Gracias a él, experimento e intervengo en el mundo e interactúo con otros cuerpos semejantes a mí, hechos por las mismas leyes.
Es un extraordinario medio de locomoción. Podría reprochársele el viejo sueño de no tener alas o esos dones de los superhéroes de los cómics que reproducen los sidis que algunos yoguis afirmaron lograr. Todo, todo puede trabajarse. Pero el cuerpo, tal como es el de este europeo de España con seguras raíces africanas y pérsicas, resulta extraordinariamente eficaz para desplazarse por muy diferentes ecosistemas, llanos o inclinados, desérticos o abundantes, naturales o urbanos.
Resulta una verdadero alivio despertarse en un cuerpo después de haber estado viajando, en la noche numerosa, por los más aéreos y desperdigados sueños. El cuerpo nos aprieta. Nos regresa a casa. Quizá no salimos de él para soñar. Pero abrir los ojos por la mañana se parece a la salida del sol, ese otro ojo que se abre en el cuerpo celeste.
El cuerpo saluda al sol por sí solo, se alegra con la luz como las plantas. Entonces ya puede ser inundado de nuevo por la conciencia. Dónde estaría la conciencia si no, si el cuerpo no le diera esta habitación con múltiples ventanas a la dúctil experiencia del día.
La conciencia es la vida del cuerpo. El resplandor interno de la sangre. El funcionamiento, en efecto, concienzudo de los riñones, el hígado, las secretas tripas omnipresentes. Los relámpagos que estallan en las oscuras dendritas del cerebro igual que supernovas en las remotas neuronas del universo.
Porque el universo es un cuerpo también. Como dijeron los ancestros, lo que es arriba es abajo. Es fácil imaginar un sistema solar igual que un átomo: electrones en torno al sol, planetas en torno a un grupo de protones, mitocondrias alrededor de un núcleo donde se concentra mi adn.
Esto se me ha dado.
Y sucede igual en ti.
El cuerpo. Gracias a él pienso, imagino, creo, recibo la vida a través de los sentidos y ejerzo la vida a través de los órganos. Habría que hacerle un poema a cada una de sus sutiles componentes, como en aquel soneto de Baldomero Fernández Moreno, que cantó a las vísceras, al bazo, al páncreas, a los epiplones, harto ya de alabar la piel rosada. Pero habría que seguir cantando, para empezar, a cada uno de nuestros huesos, que estructuran nuestra existencia, al peroné que se marca en la pierna y a la cresta ilíaca que asoma en la cadera, y a esos huesos que son tan besados a través de la piel: el cráneo, las clavículas, el pubis.
El cuerpo cobija bibliotecas, mundos inagotables. El cuerpo es una celebración desapercibida, que se ofrece a nosotros y a través del cual nos ofrecemos.
Este soy. Estoy lleno de sistemas fascinantes: inmunitario, digestivo, circulatorio, me puebla un universo de universos celulares que, para colmo, se renuevan constantemente.
Yo te celebro y te canto. Y te amaré hasta la tumba.
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