Ficción, autoficción, novela, realidad… pueden ser algunas de las caras de la literatura, con las que los escritores Pérez Zúñiga y García Ortega reflexionan y continúan su marcha, como Stewart y Widmark en el filme de John Ford, cabalgando juntos en pos de un único destino: la literatura.
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Adolfo García Ortega. Las caras de la ficción
Creo que los escritores nadamos en la ficción como los peces en el agua. Una ficción de la que no somos del todo conscientes porque es consustancial a la decisión de ser escritor: somos escritores porque ficcionamos. Una ficción basada en una permanente capacidad analógica, con la que referimos cada situación, cada vivencia, cada lectura, cada idea de nuestra vida, a una nebulosa irreal formada de historias posibles, ajenas a nosotros y, sin embargo, nacidas de nosotros. Historias, en fin, que creemos —porque para eso somos escritores— deben contarse.
Ahora vivimos tiempos en que los hechos reales, la realidad reconocible, el pensamiento y la revelación personal, antes llamada confesión o memoria (entendida por ciertos publicistas como “autoficción”), están a un mismo nivel de indefinición: ¿realidad versus ficción? ¿ficción versus no-ficción? ¿literatura versus periodismo? ¿verdad versus mentira? Todo lo que se enfrenta a algo termina por distorsionar y distorsionarse. En mi opinión, lo que se quiere interrogar es si la novela contemporánea ha roto sus moldes y se ha dejado impregnar por diversos modos expresivos hasta ahora ajenos a ella, o si, más bien, la novela contemporánea mantiene sus esencias folletinescas inmutables y surgen, a su alrededor, otro tipo de textos que no terminan de ser ni novela ni ensayo ni periodismo ni biografía.
Digamos que, hoy en día, en la novela cabe todo, y por eso todo puede ser ficcionado. La novela se adscribe a la pluralidad de formas y contenidos más que nunca en su historia, bebiendo de todo tipo de formas expresivas, y, por tanto, vigorizándose como el género donde toda la literatura confluye, avanza y se renueva. La novela siempre fue una máquina de destrucción de arquetipos formales (ahí están Cervantes, Sterne, Diderot, Flaubert, Joyce, Doctorow, García Márquez), al mismo tiempo que un mega laboratorio de combinaciones a cual más estimulante. Pero es ahora cuando se percibe que nunca ha estado más viva la novela y nunca ha sido la ficción más heteróclita que ahora. Umberto Eco decía que la novela es como esos ríos incontenibles que siempre encuentran su cauce, aunque este cauce sea imprevisible e inesperado.
Ya escribió la escritora Ursula K. Le Guin que “la verdad nace de la imaginación”, lo cual lleva al asunto de quién ha de determinar lo que es ficción y lo que no lo es. Desde luego, antecede una obviedad ineludible: no es ficción lo que escribe e investiga un historiador, ni es ficción lo que, en principio, debería informar objetivamente un periodista. Pero, dejando fuera estas dos salvedades, la autoridad para determinar lo que es ficción dimana del propio escritor, de su convincente habilidad para fijar un texto que maraville, al margen de si es o no fabuloso, metafórico, realista o híbrido entre relato y ensayo. Parafraseando de nuevo a Ursula K. Le Guin, “si el autor lo llama novela, ha de leerse y juzgarse como novela”.
El escritor mixtifica en la propia literatura lo que sucede “en la realidad”, transfiriéndoselo a personajes e historias imaginarias. La ficción sería, pues, la liberación de la propia vida del escritor, salpicada por aquí y por allá en sus novelas y poemas, mediante la representación vicaria que todo texto literario supone. En este sentido —y para desmontar falsas interpretaciones sobre la cacareada “autoficción”—, ha escrito Imre Kertész, el premio Nobel húngaro al que Hungría nunca quiso y cuya voz siempre importa: “¡No te conozcas a ti mismo! No porque lo puedas pagar caro, sino porque no lo necesitas, porque nadie lo necesita y a nadie le interesa”. Por tanto, si hay una autoficción válida o meramente interesante, es aquella que declara ser fingida (he ahí los casos de Vila-Matas o de Vilas). La otra, la autoficción verdadera, es autobiografía, y cabría preguntarse si la confesión es un género literario o tan solo una vía católica a la condescendencia.
Pero quizá sean unos párrafos de Rafael Sánchez Ferlosio los que mejor alumbran, a través de su sinuosa “prosa judicial”, la idea de lo que es ficción y de cómo la palabra “novela” lo absorbe todo: “Tanto si funda su argumento en sucedidos como si se los inventa, la representación narrativa tendrá siempre idéntico carácter de ficción. Ateniéndose, pues, a la índole propia de la cosa, lo verídico o no verídico, lo real o lo inventado de la trama es absolutamente indiferente”. Creo que estas palabras valen para justificar que la novela es el reino de la ficción por el mero hecho de declararse novela.
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Ernesto Pérez Zúñiga. Homero contra Joyce
Hay dos modelos que me fascinan a la hora de afrontar la tarea literaria: Homero y Joyce. Joyce se basó en el primero para poner patas arriba la narrativa contemporánea. Lo consiguió con Ulysses pero después perdió una última batalla. Alguien feroz se lo comió: él mismo. Como un Saturno furibundo que se arranca su propio corazón para hincarle los dientes. Solo que Joyce ni siquiera logró morderlo, tan recubierto y prieto estaba de sucesivos caparazones de lenguaje. Lo dejó sobre la mesa. Su corazón era un libro y se titulaba Finnegans Wake.
Los amantes de la obra de Joyce recordarán este párrafo del Retrato del artista adolescente:
«No serviré por más tiempo aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o religión. Y trataré de expresarme de algún modo en vida y arte, tan libremente como sea posible, tan plenamente como sea posible, usando para mi defensa las solas armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia».
James Joyce cumplió con creces el juramento que hizo su personaje, y es posible que buena parte del mismo sirva de guía a cualquier escritor que se precie: servir solo a lo que uno cree, y expresarse con total libertad y plenitud. Yo también traté de seguir su estela y tuve a Joyce en mi horizonte creativo durante muchos años hasta que, leyendo su biografía, me percaté de que James Joyce sí había seguido sirviendo a un amo, un amo por el que lo dejó todo, por quien no le importó hacer daño, por quien sacrificó su vida y también la de sus seres queridos: su propio ego, un ego cegador, que se alimentaba fundamentalmente de lenguaje.
El proceso de las enfermedades de Joyce respecto a la evolución de su escritura resulta revelador en un nivel simbólico, del que no saco una conclusión moral, pero sí una trama estética, un trazado argumental: conforme el estilo de Joyce se volvía cada vez más intrincado sus problemas con la vista se agudizaban. Para él, cada día resultaba más heroico escribir. Con Ulysses (novela gloriosa, que he leído con sumo placer varias veces) había llegado al límite de legibilidad y destreza con la que se puede contar una buena historia. También había llegado al límite la salud de sus ojos. Con Finnegans Wake, prácticamente impenetrable, como una cota de malla tejida de lenguaje e ingenio, Joyce perdió la vista casi por completo.
Su narrativa y su percepción del mundo, se había ido envolviendo progresivamente con capas lingüísticas, en cuyo núcleo latía el ego al que Joyce seguía sirviendo y que acabó apagándose cuando los envoltorios apretaron demasiado. Joyce había conseguido expresarse con total libertad y plenitud. Pero la visibilidad de su escritura había propiciado la invisibilidad de la historia. Su ceguera había obstruido también la imaginación inmediata que nace en la lectura. Hay que ir descascarillando cada frase del Finnegans para poder ver algo dentro de él. Y, con la obstrucción de las imágenes, quedan enterrados también los poderosos arquetipos que desvelan significados en nuestro existir.
Volvamos al modelo original: Homero y la Odisea. Homero, según la tradición, era ciego pero supo ver mejor que nadie la historia de sus contemporáneos y la narró en la que resulta para muchos la primera novela inmortal. Ciego para sí mismo, Homero fijó la mirada de su imaginación en personajes que iban concentrando la naturaleza humana y sus inquietudes —también la naturaleza e inquietudes de los dioses— en cantos de belleza prodigiosa, lenguaje puro, pero cuya nitidez ha permitido a cientos de generaciones de lectores ver, como en pocos libros, la peripecia arquetipal de nuestra especie: el viaje del héroe que parte de cualquier origen y trata de regresar a casa, transformándose y poniéndose a prueba en cada lance de su trayectoria.
Toda vida es un argumento. Me gusta pensar que Homero fue Odiseo, y que narró su vida como si fuese la de otro. No la encerró en lenguaje. Todo lo contrario, el lenguaje le sirvió para lanzar su historia a través de la ventana de los siglos. Pero, aún mejor que esta versión, prefiero pensar que Homero era un poeta ciego desde niño, que se acostumbró a escuchar las historias que contaban los guerreros, los mercaderes, los cortesanos, los rapsodas, las mujeres en los patios del verano, que contarían las historias antiguas, como yo se las oía a mi madre y a mi abuela.
Homero el ciego prestó atención desde siempre a la realidad que le rodeaba. Lo hacía con el oído, y por eso supo cantar mejor que nadie. Pero lo hacía también con el ego cegado, y por eso supo ver al otro, que se hace uno mismo en los rincones sutiles de la mente. Y, con la imaginación, descubrió las tramas de una realidad donde traza su surco fugitivo pero tenaz cada generación desde su siglo al nuestro.
Así —atendiendo, escuchando, imaginando y, por supuesto, creando— fijó el mecanismo de la ficción. Desde entonces, no hay una sola historia que siga tan viva como la de aquel mañoso viajero que trataba de anular el tiempo cruzando el mar, aventura tras aventura, hacia el remoto pasado, que aún le esperaba para revelar el presente.
En los últimos años pienso mucho en los dos: en Homero y en Joyce. Y en el camino que quiero seguir como narrador en lo que me quede por contar. De algún modo, Joyce logró convertirse en Homero, no solo inspirando en él su obra maestra, sino volviéndose ciego literalmente. Quizá quiso decirnos que el mundo solo puede ser forma y que el significado se esconde en lo más intrincado de su corteza. Pero prefiero pensar que murió antes de conseguir la clarividencia del que, invidente para sus propias obsesiones, es capaz de mirar el cosmos con transparencia liviana. Los narradores del siglo XXI podemos aprender de esta batalla para seguir escribiendo la experiencia humana en un lenguaje duradero.
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