La noche en que Robert F Kennedy fue asesinado por un terrorista palestino, en la cocina del hotel Ambassador de Los Angeles, California, en 1968, el cubano Antonio Ayana supo que, con el hermano menor del también asesinado presidente John Fitzgerald, moría un secreto que había definido su vida sentimental, y salvado a la humanidad de una catástrofe nuclear.
Cuando emergió la crisis de los misiles, en 1962, Bob Kennedy recurrió a Antonio como un activo para auscultar ciertas menudencias del carácter cubano en general, y del temperamento de Castro en particular. De entre los exiliados cubanos, Ayana se destacaba notoriamente por la experiencia de primera mano y conocimiento de los servicios de inteligencia de la isla. La crisis había comenzado el 16 de octubre de 1962, poco después de las nueve de la mañana: un avión espía U2 norteamericano, sobrevolando Cuba, fotografió lo que luego se descubrió eran plataformas para misiles atómicos, de procedencia soviética. Durante los meses previos a esta ominosa revelación, tanto Kruschev como sus representantes en USA —el embajador Dobrynin y otros voceros oficiosos— habían estado garantizando al presidente Kennedy que nunca apostarían armamento de destrucción masiva en el Caribe. Mintieron aparatosamente: de hecho, continuaron perjurando hasta el último minuto. Las cabezas nucleares apuntando a Washington, desde La Habana, eran la peor amenaza a la subsistencia humana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Por esos días, Ayana vivía un conflicto romántico sin ninguna relación con la crisis de los misiles. Estaba perdidamente enamorado de una cantante cubana, Celina, exiliada igual que él. La madre de la muchacha, por motivos que nunca se terminaron de clarificar, prefería que Celina se casara con un norteamericano. Divorciada de su marido, la señora rechazaba al pretendiente con una tenacidad infranqueable. La relación no había llegado siquiera a un primer beso. Sin la suficiente autonomía como para aceptar los requerimientos de Ayana, Celina tampoco estaba segura de condescender. En esa instancia precisa del intento amoroso, con la oposición de la madre era imposible siquiera cortejarla.
Celina no podía decir que sí ni que no: la mera capacidad de elección le estaba vedada. Entre ellos se remedaba una semejanza lejana y subjetiva con la distancia geográfica y política que los separaba de su Cuba natal. Celina admiraba a Ayana por su arrojo y heroísmo, pero con eso no alcanzaba para determinar si deseaba noviar con él. Todavía Coppola no había siquiera concebido El Padrino pero, por lo que me contó Ayana, su arrobamiento era como el de Michael cuando ve a la joven siciliana en el pueblo yermo, tan apasionado que lo llevaba directamente al altar, sin pasos intermedios.
En su humilde habitación de la ciudad de Miami, el 20 de octubre de 1962, apenas cuatro días después de saber que el mundo estaba en vilo, Ayana recibió dos cartas de Celina: los dos primeros mensajes directos.
Aunque las dos cartas estaban dirigidas a su nombre y dirección, escritas por la misma letra y firmadas por la misma remitente, Ayana, con su experticia en el arte de la impostación, intuyó que no estaban pensadas por la misma persona. Una llevaba párrafos borroneados por probables lágrimas. En la primera que abrió, Celina confesaba cierta atención hacia él. Pero no la suficiente como para dar el paso de eludir a su madre, ocultarle su itinerario y salir a pasear en secreto con Ayana. La segunda carta era más extensa y extraña: se deshacía en elogios hacia Ayana, tanto respecto de su coraje como de su templanza y apariencia; finalmente aseveraba que nunca más volvería a contactarlo. Ésta era la misiva que incluía las huellas secas.
La primera carta sugería el entresijo de una esperanza. La segunda cancelaba cualquier resquicio. ¿Por qué la misma Celina pudo haber enviado dos cartas, no tan distintas aparentemente y sin embargo, en un sentido profundo, una opuesta a la otra?. La distancia entre una oportunidad y una oportunidad perdida, es tan ínfima que hubiera pasado desapercibida para un ojo menos entrenado que el de Ayana: pero esa era la simetría ontológica que enfrentaba a la primera carta con la segunda. Ayana decidió esperar a saber si el mundo continuaría, antes de optar por una respuesta, cualquiera esta fuera.
En las primeras horas del 27 de octubre de 1962, Bob Kennedy convocó de urgencia a Ayana al bunker secreto en el que solían reunirse para tratar temas off record, de la mayor importancia y confidencialidad. El hermano menor del presidente le confió al exiliado cubano que habían recibido dos cartas de Kruschev: en una, el dictador soviético ofrecía retirar los misiles de Cuba a cambio de que el presidente Kennedy garantizara que Estados Unidos no sería base para que zarpara una nueva rebelión exiliar contra Castro. En la otra, también firmada por Kruschev, también dirigida a Kennedy, parecía haber reflexionado o peor, haber perdido la compostura: con un lenguaje seco y amenazante, exigía que Estados Unidos retirara sus misiles de Turquía, como condición sine qua non para la retirada de los misiles soviéticos. Bob Kennedy le preguntó a Ayana si creía que la segunda carta podía haber sido dictada por Fidel Castro. Ayana se prendió un habano antes de responder. Pegó dos pitadas e hizo que no con la cabeza; junto con el humo, soltó su respuesta en inglés:
—La primera carta, pacífica, la escribió el propio Kruschev, con el mismo sentido común que le hizo denunciar los crímenes de Stalin. La otra, belicista, se la obligó a enviar el Politburó. Recomiendo que respondan solo la primera carta, como si la otra no existiera.
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En el año 1997 conocí a Antonio Ayana en La Habana. La ciudad era un gigantesco baldío, pletórico de desocupación y prostitución, mientras el mundo libre gozaba de uno de los mayores períodos de prosperidad del siglo XX. Nuestro encuentro era clandestino: el rol de Ayana en la isla era subversivo. Tras contarme esta historia, concluyó: “los Kennedy contestaron solo la primera carta. El mundo sobrevivió. Descubrí que la primera carta la había escrito Celina; la segunda, se la obligó a escribir su madre. Celina sólo envió la primera; la madre, sin decirle, envió la segunda”.
“El destino de la humanidad y mi destino sentimental confluyeron en una misma semana. Le dije a Celina que todo el problema era que su madre quería tener algo conmigo, por eso me apartaba de ella. Nunca más me dirigió la palabra. Dediqué el resto de mi vida a tratar de liberar esta isla, también infructuosamente”.
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Este artículo fue publicado en el diario Clarín de Argentina
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