En memoria de Paca Aguirre y Guadalupe Grande
Debo confesar con arrepentimiento que llegué a la poesía de Paca Aguirre demasiado tarde; demasiado tarde para lo que a mí me habría interesado, demasiado tarde para colaborar en la justa reivindicación de su nombre. Podría decir, en mi descargo, que jamás en la facultad me mencionaron su nombre (ni el de tantas otras poetas del siglo XX), que mi campo de investigación único durante mucho tiempo fue la narrativa decimonónica o que me he pasado una década leyendo toda la poesía que ha caído en mis manos, literalmente. Y no daba crédito. Ni tampoco abasto.
Guadalupe era eternamente cordial, amable y algo tímida, según me pareció. Luego, pasados los años, cuando en 2017 diseñamos un congreso sobre poetas silenciadas en Córdoba, organizado desde ACE-Andalucía y financiado por CEDRO y el Ministerio de Cultura, llamé a Guadalupe para ver si resultaba posible que Paca fuese protagonista del acto inaugural junto a Juana Castro y Ángeles Mora. La cuarta iba a ser Mariluz Escribano, pero ya no resultaba factible que se desplazara por sus dificultades de movilidad. Ya lo digo: siempre es tarde… Recuerdo perfectamente la conversación con Lupe: “Encantada, voy a comprobar que no me coincida con uno de mis talleres”. Por suerte no se solapaba, pero puedo garantizar que, si hubiera coincidido, habríamos cambiado de fecha el congreso. Nosotros queríamos hacerlo lo mejor posible, a pesar de ser conscientes de que invariablemente falta espacio para nombres imprescindibles. Aquel friísimo 30 de noviembre, impaciente por conocer a la autora de Los trescientos escalones, las recogí de la estación de Córdoba y ésa es la primera imagen de ambas que guardo en mi mente como una fotografía: una señora mayor, elegante y sonriente, bajaba del tren acompañada de una joven con boina roja que la cogía del brazo con delicada ternura para evitar cualquier traspiés. Luego vino la lectura de Paca (quienes estuvieron la calificaron de impresionante) y la cena posterior en la que pude charlar con Guadalupe de su padre, el tristemente desaparecido Félix Grande, y de la inmensidad de la obra de su madre. En compañía gratísima de Manuel Francisco Reina, hablamos de lo que implican los legados, de sus esfuerzos por clasificar miles de papeles, una correspondencia infinita, de la intrahistoria de cincuenta años de poesía en España que ella, dignísima heredera literaria y moral, debía ordenar. De que en ese momento su tiempo estaba destinado a organizar documentación literaria familiar y al cuidado de su madre, ya enferma. Allí quedamos que en el Festival de Poesía de Granada le haríamos un gran homenaje a Paca, en mayo de 2019. Paca estaba encantada con la idea. Guadalupe sonreía prudente. Y llegó 2019 y, en marzo, recién entrada la primavera, volvimos a hablar para ratificar todo y organizar bien el acto del jueves 9 de mayo en el que Paca y Lupe leerían poemas de ambas y charlarían en una mesa central coordinada por otro amigo al que unía con ambas un lazo de amistad de más de veinticinco años y que también había estado presente en la cena cordobesa: Manuel Francisco Reina. Pero llegó abril y con él la pena y la frustración: Paca se había ido con su voz honda de infancia herida, su palabra llana de mujer que es espíritu libre, recuerdo reflexivo con ojos de lago y risa de luz, sin que pudiéramos hacer lo que era justo. El acto lo reconvertimos en un homenaje póstumo en el que Guadalupe Grande Aguirre ejerció de memoria viva de su madre ante un auditorio lleno, sin una silla libre. El respeto se expresó con un profundo silencio ante sus palabras y con un aplauso cerrado final que pretendía transmitirle solidaridad, aliento, algo de ilusión a aquella mujer aparentemente irrompible, pero frágil ante tanto dolor. Acordamos vernos en un futuro recital en mayo de 2020, pero ya no pudo ser, con la pandemia y sus tragedias; y, a mediados de diciembre pasado hablamos nuevamente: otra vez de legados, otra vez de la inoperancia de las instituciones, de la desidia y de nuestra frustración compartida. Y de que no podíamos rendirnos. Luego, el 2 de enero llegó la noticia como un rayo a los móviles de muchísima gente del ámbito de la literatura: Guadalupe Grande había muerto. Guadalupe, que tanto había luchado para ordenar cada verso, cada carta, cada nota de su padre robando tiempo al descanso; que había hecho habitable el abatimiento de su madre ante la ausencia del gran amor que fue su marido y la había acompañado por media España, porque a quien no se conoce no se le nombra, por mucho que tenga el Premio Nacional o el Premio de las Letras, incluso. Guadalupe dejó su escritura en construcción por reivindicar a una promoción desheredada (el sintagma lo acuñó Antonio Hernández). Entonces, de pronto, ese dos de enero, notamos el hueco. Los amigos, el dolor amargo, y, los críticos y críticas que, en nuestra historia, en este rompecabezas de compartimentos estanco, porque de alguna manera hay que organizar los datos, faltaba colocar bien una pieza, que es la que aportaba Lupe Grande y que habíamos ido postergando; y eso consuma perversamente la auténtica derrota, el naufragio al que aluden sus poemas:
«Pienso que escribir poesía sea quizá una derrota necesaria. Pienso en la palabra derrota y me abrazo a ella como el náufrago se abraza a la última ola. Pienso en la palabra naufragio. Escribo la palabra naufragio y veo las calles de una ciudad, la gente que viene y va, como las olas, el movimiento confuso de las cosas y los seres: tal vez los restos de un viaje transoceánico que nunca supimos a dónde conducía y que ha llegado hasta aquí, hasta la palabra naufragio, hasta la palabra derrota«.
Ella lo dice en este fragmento de su Poética. En sus poemas en los últimos años, con una carga performativa importante, desdibuja en presente con una niebla que enlaza con el pasado, con una tristeza serena, con una reflexividad profunda de quien ha pensado mucho antes de sentarse ante el papel buscando las palabras precisas, la imagen para explicarse y para nombrar: “Vamos, no lloremos más, / la tarde aún cae despacio. / Demos el último paseo / de esta desdichada esperanza”.
Melancolía de lo que pudo ser y no fue y mucha conciencia de la realidad, eso nunca falta en Paca y Guadalupe, desde un compromiso ético con los de abajo, con los sufrientes, los que casi nunca tienen voz o se la robaron en la Guerra Civil (un ejemplo su abuelo, el gran pintor Lorenzo Aguirre), y que tanto en Los hijos de Lilit como en La llave de la niebla u Hotel para erizos son protagonistas.
Y ahora, cuando ya no hay poetas en la calle Alenza, desde la crítica, algunos tenemos un sentimiento de responsabilidad ante lo que representan los Grande-Aguirre: Félix, Paca, Guadalupe. Porque el olvido sería ya traspasar la injusticia para alcanzar grado de crueldad. Por eso estamos en el momento preciso de preservar lo que tanto cuidó Guadalupe, esa trayectoria lírico-crítica de sus padres (que es la de cuarenta años de poesía recogida en epístolas, cintas grabadas, libros), de iniciar estudios en firme sobre lo que ha supuesto la obra de Paca Aguirre, estudios de enjundia, tesis doctorales, ensayos teóricos; pero sin que eso implique olvidarse de Guadalupe Grande; es importante que no se penalice su nobleza y se ponga igualmente el foco sobre quien escribió con esta rotundidad limpia:
«He venido a comprar unas trenzas y un balcón. He venido a comprar ceniza para mis ojos. He venido a comprar la maleta en la que mi abuelo guardó sus pinturas para siempre. He venido a comprar el barco en que debieron embarcar para continuar mirando el mundo y que terminó encallado en esta casa. Esta casa en la que mi madre se asomó a esta ciudad con los ojos heridos de estupor, heridos de esa edad más vieja que el tiempo, esa edad que sufren las trenzas cuando las peina la espuma de la muerte. He venido a comprar este balcón y este pasillo y esta habitación: esta casa sin azogue, esta ciudad sin palabras; mi infancia asomada a aquellas trenzas, mi infancia encallada en esta calle sin barcos, en esta pizarra en la que ahora dibujo el quai. He venido a comprar ceniza para mis ojos, ceniza con la que aprender a ver».
Quiero pensar, hoy como ayer, que la poesía sigue siendo un arma cargada de futuro, el último reducto de conciencia, aunque sea un género minoritario. O tal vez por eso. No me resigno a la derrota, al naufragio del que habla la poesía de Guadalupe Grande y creo que ella, de alguna manera, guardó un atisbo de esperanza en el futuro. No podemos aceptar que se pierda la verdad de varias generaciones y que la injusticia se cebe con una mujer comprometida, con una poeta relevante de su promoción; con alguien que se olvidó de ella misma para proteger del desamparo que supone la ausencia, lo que representan Félix Grande y Paca Aguirre. Es lamentable, pero en España relegamos muy pronto a nuestros muertos si no hay quien los reivindique y defienda sus derechos, si no hay quien los nombre cada día para hacerlos visibles. Para que eso no les suceda a los Grande Aguirre, ahora nos toca a los lectores y a la crítica literaria, rescatarla a ella de su propio silencio autoimpuesto en los últimos años, de esa “terrible nostalgia torrencial. / Nostalgia de lo que no habla y vive”, buscando sus poemarios, leyéndola despaciosamente enlazada con Paca Aguirre de quien ha sido prolongación, palabra heredada en el tiempo. Démosle, siquiera por decencia, esa habitación propia que, sin que algunos acaben de asumirlo, pertenece por derecho a tantas poetas esenciales de este país a las que se ha ninguneado durante décadas y se sigue ninguneando ignominiosamente.
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