“El fin corona la obra”, reza en latín, que es más grave, el colofón con que acaban todas sus ediciones unos amigos míos. Dándole vueltas, percibo en la indiferencia que ha rodeado el reciente óbito de Douglas Trumbull dicha coronación, conclusión lógica al estigma que pesó sobre este gran cineasta. La falta de las necrológicas que glosasen su obra, como merecía ese pilar de la ciencia ficción moderna que fue el finado —se han publicado reproducciones de teletipos y poco más—, equivale a decir que Trumbull se ha ido sin aplausos, sin lágrimas y, por supuesto, sin entrada en ningún panteón. Tuvo premios y reconocimientos por sus invenciones, pero al margen de la industria fílmica. Tuvo también un Oscar honorífico por sus aportaciones técnicas al cine, pero le fue concedido en 2012, trece años después de la muerte de Stanley Kubrick, quien le encumbró y le maldijo al comprender que la gloria de Trumbull iba en detrimento de la suya.
Para Douglas Trumbull, que también fue el precursor de los efectos visuales, no hay capítulo en la historia. Ha quedado en el limbo de los proscritos, tan maldito como lo fuera al final de sus días Georges Méliès, el padre de los efectos especiales. Maestro y pionero en varias técnicas, empleos e incluso asuntos, en todo ello vio frustradas, de una u otra manera y una tras otra, sus inquietudes.
Nacido en Los Ángeles en 1942, Trumbull era prácticamente un desconocido que manejaba el aerógrafo con un arte sobresaliente en un oscuro estudio de animación: Graphic Films. Una de las producciones de esta casa, To the Moon and Beyond (Con Pederson, 1964), habría de despuntar. Se trataba de un documental que, en principio, tenía su único atractivo en el hecho de estar narrado por Rod Sterling, el creador de La dimensión desconocida (1959-1964), toda una institución en la ciencia ficción catódica. Sin embargo, lo que llamó la atención de Stanley Kubrick fue la utilización del cinerama —el más entrañable de los grandes formatos de pantalla de entonces— por parte de Pederson. En líneas generales, se trataba de una inteligente revisión de la vieja técnica de la retroproyección —filmar nuevas vistas sobre otras proyectadas en segundo término—, pero a Kubrick le entusiasmó. Tanto fue así que contrató a Con Pederson —el director de Graphic Films— para la supervisión de los efectos especiales de 2001, una odisea del espacio (1968). Trumbull, ya interesado en esa “inmersión” de los espectadores en lo proyectado que habría de ser su quimera, no tardó en ofrecerse a Kubrick, y el maestro también se lo llevó.
Su primer cometido en la odisea del Discovery 1 consistió en crear las animaciones que mostraban los monitores de Hal 9000, “las computadoras”, que aún se llamaba a los ordenadores. El joven Trumbull se aplicó con esmero en aquella tarea. Tanto que Kubrick acabó confiándole la creación de los efectos que representan esa supuesta visión del universo, que tendría un tipo —en este caso el doctor David Bowman (Keir Dullea)— que una vez traspasada la puerta-monolito en la órbita de Júpiter comenzase a viajar a la velocidad de la luz o supralumínica. Es decir, las célebres imágenes psicodélicas de la secuencia final, que vienen a ser una representación del efecto Doppler, que —como es sabido— se llama al fenómeno físico que permite determinar si una fuente de emisión de ondas se está acercando o alejando del observador analizando su frecuencia. ¡Tela!
Tras el estreno del filme y la admiración que causó, no habría de pasar mucho tiempo antes de que el propio Kubrick —indiscutiblemente, junto a Arthur C. Clarke, autor de la idea de esa visión como autor de la película— se empeñara en desmentir los hallazgos de la cinta supuestamente atribuidos a Trumbull cada vez que oía hablar públicamente de ellos.
Aparentemente ajeno a cualquier polémica con el gran Stanley, su experiencia con Robert Wise como responsable de los efectos visuales de La amenaza de Andrómeda (1971) debió de ser tan satisfactoria que llamó Andrómeda a su segunda hija, una de las que, tras su óbito, anunciaron en su cuenta de Facebook que el cineasta había emprendido su “gran viaje”. Pero el afán de su padre estaba más allá de la mera anécdota. Se trataba de que el público se sintiera viajar por el espacio, no sólo de que lo viera. Ése era su norte.
Siempre afanoso por procurar una “inmersión” mayor a los espectadores en la proyección de la película, Douglas Trumbull se inició en la realización con Naves misteriosas (1972). Además de su debut en el empleo y un paso adelante en su particular industria, el filme fue el pórtico a la ciencia ficción ecológica que capitalizó el género en los años 70. Saludado con entusiasmo por la crítica, su asunto versaba sobre la experiencia de una suerte de jardinero espacial: Freeman Lowell (Bruce Dern). Tripulante de la Valley Forge, la nave donde se custodian las últimas especies vegetales que hubo en la Tierra, ya devastada, decide asesinar a sus compañeros y, sin más compañía que la de un par de robots y sus queridas plantas, pone rumbo a los anillos de saturno.
El tema era de enjundia y sintonizaba con el sentimiento ecologista que despertaba entonces. Sin embargo, a falta de una buena campaña publicitaria, constituyó un auténtico fracaso económico, que también fue a incidir en el estigma a la brillante filmografía que se auguraba al Trumbull realizador.
Más afortunado fue el Trumbull especialista en efectos visuales. Aunque no pudo hacerse cargo de los de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) por estar empleado en otras producciones, sí fue el responsable de los de Encuentros en la Tercera Fase (Steven Spielberg, 1977) y Star Trek, la película (1979). El buen recuerdo que Robert Wise, director de esta última, guardaba de Trumbull desde que trabajaron juntos en La amenaza de la Andrómeda le hizo encomendarle estas nuevas ilusiones después de que la primera empresa contratada para ello demostrara su notoria ineficacia. Trumbull supo estar a la altura de las circunstancias, pese a que la coyuntura le obligó a emplearse en un tiempo récord.
Llegó entonces Proyecto Brainstorm (1981), el primer acercamiento del cine a una realidad virtual plausible. Localizada en una arquitectura que bien podría ser la mostrada por Cronenberg en Crimes of the Future (1970), Proyecto Brainstorm nos transporta a una Norteamérica —en el caso de Cronenberg Canadá, Estados Unidos en el de Trumbull— en la que todo es gracia. Se ha alcanzado el superdesarrollo y el equilibrio ecológico, y sus ciudadanos son tan civilizados que admiten los divorcios sin traumatismo alguno. Ésa es la suerte de Michael Brace (Christopher Walken) cuando le conocemos. Estamos ante una mente privilegiada que ha inventado una bicicleta que teledirige con su pensamiento. Avanza con ella por la ciudad residencial, que separa la fundación que lo emplea de la fantástica vivienda, con piscina cubierta en el salón, que habita, sin llamar la atención de nadie.
Nada más lejos que imaginar en Proyecto Brainstorm una película maldita. Pero la muerte de Natalie Wood —a quien está dedicada— recién finalizado el rodaje no fue una bendición precisamente. El fallecimiento de su protagonista en extrañas circunstancias perjudicó la cinta, aun siendo su filmación totalmente ajena a la desgracia.
Esos planos en scope, que nos refieren la visión de los que miran a través de la Invención, del Proyecto Brainstorm, también nos remiten al estigma de la película. Son, en efecto, una sabia implicación de la pantalla anamórfica en el asunto del filme. Pero se rodaron en wide screen, otra invención de Trumbull. Siempre detrás de la “inmersión” en la proyección de los espectadores, aumentó la velocidad de proyección de una copia de 70 mm de los tradicionales veinticuatro fotogramas por segundo, a sesenta. Es decir, casi dos veces más rápido. Esta fluidez, semejante a la del vídeo, le permitía procesar la imagen con una resolución mucho mayor, próxima a esa realidad buena. Showscan, llamó al nuevo invento. Y en Showscan debió proyectarse Proyecto Brainstorm, que no en ese scope puro y duro. El procedimiento de rodaje se suprimió en la proyección. El proceso legal que motivó también acabó perjudicando a la cinta.
De nada le sirvió llevar a los tribunales a quienes tiraron las copias finales en un simple scope. Triste suerte para la primera película que nos acercó a la realidad virtual. Para Trumbull fue una experiencia semejante a la del gran Méliès cuando Edison le robó los derechos de explotación de sus cortometrajes en Estados Unidos, mientras sus acreedores franceses fundían sus negativos para extraer de ellos el nitrato de plata.
Tras supervisar los efectos de Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Douglas Trumbull se dedicó a la elaboración de espectáculos visuales para parques de atracciones. Ya en 2011, El árbol de la vida, la nueva película de aquel año de Terrence Malick, se anunció con efectos visuales de Douglas Trumbull.
Ciertamente, Trumbull no fue Edgar G. Ulmer, maldito por Carl Laemmle en persona por un lío de faldas, hasta el punto de verse obligado a abandonar Hollywood. Ni el propio Philip K. Dick, que murió sin llegar a ver cómo se le elevaba al rango de Verne o Wells. Pero tampoco fue aplaudido como merecía. El Oscar no le hizo justicia. Se quedó corto, fue poco para quien nos descubrió una realidad virtual empeñado en que el cine fuera una reproducción, mayor aún, de la vida.
«Son tan civilizados que admiten el divorcio sin traumatismo alguno». Siempre me ha sorprendido desagradablemente el desapego de los europeos del Norte hacia sus padres y su proyección unidimensional hacia el ocio/negocio. Si eso es la civilización, prefiero ser un bárbaro del Sur.