En 2017 se cumplen 120 años de la publicación de la novela Drácula, y por ese motivo traemos a este blog una de sus más conocidas adaptaciones al cine, rodada en 1992. A pesar de llamarse Bram Stoker’s Dracula, un nombre más adecuado sería Francis Ford Coppola’s Bram Stoker’s Dracula, ya que a pesar de ser, ciertamente, una de las versiones más fieles a la novela original, también tiene amplio espacio para insertar las ocurrencias personales del director que no aparecen en la novela. Al hablar de Cyrano de Bergerac ya dijimos que muchos de los grandes personajes de la literatura universal pueden ser eternamente reinterpretados sin cambiar una sola coma del texto original, usando simplemente cosas como la entonación al decir una frase, el vestuario elegido o incluso el propio físico de los actores. En este caso el camino escogido por Coppola es una fidelidad general a la trama de la novela, pero con un grueso añadido de cómo Drácula se convirtió en lo que es, iniciando así un movimiento de «humanización» o romantización de los villanos de siempre que ha acabado desembocando, años más tarde, y sin habérselo propuesto, en una avalancha de monstruos que es que no eran malos, es que los han dibujado así. Esta es, en toda regla, una origin story como la que se ve a menudo en los superhéroes del cómic para contarnos sus inicios. Así, si los Rolling Stones tenían Sympathy for the Devil, de Coppola se puede decir que tiene simpatía por el vampiro.
Ganadora de tres Oscars: Vestuario (Eiko Ishioka), montaje de sonido (Tom C. McCarthy), y maquillaje (Greg Cannom, Michèle Burke y Matthew W Mungle). Nominada también a mejor dirección artística (Thomas E. Sanders y Garrett Lewis).
[Aviso de destripes en todo el texto]
Todo comenzó en Londres a finales del siglo XIX. Abraham «Bram» Stoker era un irlandés de clase media que trabajaba como encargado del teatro Lyceum, adonde llegó tras impresionar como crítico en el Dublin Evening Mail, empleo que hacía gratis en los ratos libres de su oficio de funcionario chupatintas en el sistema judicial del país. Cuando un día reseñó favorablemente un Hamlet protagonizado por Sir Henry Irving, la mayor estrella teatral del momento, los dos se conocieron, y Irving se llevó a Stoker para Inglaterra como asistente suyo y encargado del local del que el actor era propietario. Para sacarse un dinero extra, Stoker escribía novelas y relatos del corte sensacionalista, gótico y de terror que se gastaban y que gustaban entonces. Tras varios años interesado por el folklore europeo, y tras absorber varias lecturas e influencias, incluyendo la imponente figura actoral de Irving y una pesadilla que Stoker tuvo tras haberle sentado mal una cena a base de cangrejo, todo cristalizó en Drácula. Es la novela que más que ninguna otra ha sentado las bases de lo que comúnmente se entiende hoy día por un vampiro, a pesar de que para entonces ya existían Carmilla de Sheridan Le Fanu, Varney the Vampire de James Malcolm Rymer, y el Vampyre de John Polidori, escrito este último en el mismo verano y circunstancias en que nació el Frankenstein de Mary Shelley. Incluso el recurso de contar la historia a través de cartas, telegramas, diarios de a bordo, recortes de periódico y otras pruebas escritas, ordenadas «luego» de forma cronológica era algo ya para entonces muy visto, que ya habían hecho el mencionado Frankenstein o el pionero de la narrativa detectivesca Wilkie Collins varias veces.
Drácula ha sido también una de las novelas más analizadas y reinterpretadas desde cualquier ángulo posible. Existen estudios y reseñas freudianos, marxistas, feministas, colonialistas, racistas, homosexuales, capitalistas, religiosos, psiquiátricos y de varios otros tipos. Prácticamente cada lector puede aportar su propia visión de por qué le resulta una historia atrapante, sea porque le fascine o porque le repugne. ¿Es por la combinación entre peligro, deseo, poder, muerte e inmortalidad? ¿Por la conjunción de lo exótico, lo aventurero y, visto desde nuestros días, lo histórico? ¿Es porque nos permite asomarnos al abismo de lo humano y lo bestial con la garantía de que volvemos a nuestra seguridad cotidiana simplemente con cerrar el libro? ¿O es quizá por el contenido sexual que más o menos veladamente se le atribuye? Recordemos la famosa escena en la que Arthur Holmwood mata, esta vez definitivamente, a Lucy Westenra, con su imaginería de estacas clavadas repetidamente «como con un martillo de Thor», salvajes contorsiones, labios rojos y chorros de sangre, seguidos de la pacífica quietud final. La petite mort, hay quien lo llama, ¿no? También está este momento entre Drácula y Mina Harker:
«Con su mano izquierda tenía sujetas las dos manos de la señora Harker, apartándolas junto con sus brazos; su mano derecha la aferraba por la parte posterior del cuello, obligándola a inclinar la cabeza hacia su pecho. El camisón blanco de dormir de ella estaba manchado de sangre y un ligero reguero del mismo precioso líquido corría por el pecho desnudo del hombre, que aparecía por una rasgadura de sus ropas. La actitud de los dos tenía un terrible parecido con un niño que estuviera obligando a un gatito a meter el hocico en un platillo de leche, para que beba.»
Y más adelante:
«Entonces, se abrió la camisa, y con sus largas y agudas uñas se abrió una vena en el pecho. Cuando la sangre comenzó a brotar, tomó mis manos en una de las suyas, me las apretó con firmeza y, con su mano libre, me agarró por el cuello y me obligó a apoyar mi boca contra su herida, de tal modo que o bien me ahogaba o estaba obligada a tragar parte de… ¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué he hecho?»
Es curioso (o quizá no tanto) que ninguno de los reseñadores de aquel momento, la época victoriana, tocara el tema de lo sexual en esta novela. Puede ser por varios motivos, entre ellos el propio decoro público que se estilaba. Pero como puede verse, es un tema que aunque no está, está. Al principio del relato están aquellas tres «hermanas» en el castillo de Drácula, una de las cuales se arrodilla ante Jonathan, que a su vez siente el «deseo de que me besaran con aquellos rojos labios», y experimentando a la vez «excitación y repulsión». También están las donaciones de sangre de hasta cuatro hombres a Lucy (sus tres pretendientes más el propio Van Helsing), a las que hoy en día estamos muy acostumbrados a nivel puramente médico y científico, pero que causan gran efecto en Arthur (que se siente ya «casado con ella» por ese hecho) y el doctor Seward, pretendiente suyo también, que dice: «Nadie sabe hasta que lo experimenta lo que es sentir tu propia sangre vital pasar a las venas de la mujer que ama». ¿Seguro que estamos hablando del mismo tipo de fluidos corporales?
Otro de los temas más debatidos entre los expertos es el del nivel exacto de importancia de las tradiciones rumano-moldavo-válacas en el relato. Stoker viajó mucho con la compañía teatral de Irving, llegando incluso a Estados Unidos, pero nunca visitó Europa oriental en persona, y todo su conocimiento venía de los libros y quizá de un par de conversaciones con un autor húngaro. De hecho, el mismo nombre de la obra, y del personaje principal, iba a ser simplemente Count Wampyr, y solo se cambió a Drácula en las últimas semanas antes de la publicación, simplemente porque Stoker leyó el nombre en un manual de William Wilkinson sobre la región, y le gustó el sonido y significado en rumano de la palabra «Dracul», «el dragón», o también «el diablo». Y hablando del diablo, fue precisamente esa la palabra que Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, usó en su carta de felicitación a Stoker: «Le escribo para decirle cuánto he disfrutado leyendo Drácula. Creo que es con mucho la mejor historia de diablería que he leído en muchos años. Es realmente maravilloso cómo, con tanto interés emocionante a lo largo un libro tan largo, nunca hay un anticlímax». Anthony Hope, el autor de El prisionero de Zenda, también le escribió, diciéndole que «sus vampiros me han robado el sueño durante muchas noches». Sin embargo, a pesar de las buenas críticas que recibió el libro, y a menudo muy buenas, Stoker no sacó mucho partido económico de él, y en los últimos años de su vida tuvo que pedir dinero a la Royal Literary Fund para poder mantenerse a flote.
Lo que desde luego sí es, es una obra a caballo entre dos siglos, y hecha en un mundo de actitudes cambiantes, con gran énfasis en el tema de la identidad. Precedida por personajes como Frankenstein, el doctor Jekyll o Dorian Gray, y escrita en el mismo año en el que Freud comenzó su programa de investigaciones psicoanalíticas, refleja una época de sed de conocimiento (el doctor Seward está a la última en cuanto a lecturas en su campo y tecnología de documentación) y a la vez de capacidad de dejar a la imaginación llegar donde el intelecto no alcanza. En la novela hay ciencia, religión y superstición, hay Occidente y Oriente, y hay dos mujeres, Mina y Lucy, que luchan con sus propios deseos y con los de su sociedad. Lucy es dulce, un tanto frívola, y está encantada con su éxito social al recibir tres propuestas de matrimonio en un día, pero no es la joven virginal quien sobrevive a Drácula, sino Mina, una mujer de carrera, de cierta independencia, más experimentada y segura de sí misma.
Drácula fue escrita con la idea de ser representada desde el principio, y a pesar de las dificultades que cualquier lector puede imaginarse (muchos personajes, gran importancia del ambiente, viajes continuos, efectos sobrenaturales, dramáticos escenarios, continuas puestas de sol y amaneceres, nieblas, armas, vampiros, carruajes, animales, etc), el propio Stoker preparó una representación leída de la obra, una sola, ocho días antes de que se publicara la novela, para afianzar sus derechos de copyright, con quince actores y una duración de cuatro horas. Sin embargo, Henry Irving, a quien Stoker idolatraba tras verlo actuar durante años, nunca llegó a aceptar encarnar el papel sobre los escenarios, a pesar de haber sido concebido, en su porte y manerismos, con él en mente, e inclusó llegó a calificar de «horrenda» («dreadful») esta primera lectura teatral. El trato entre Irving y Stoker ha dado mucho que hablar: Stoker no tenía una relación particularmente apasionada con su esposa, Florence, a pesar de ser una de las bellezas más conocidas de Dublín, y a Irving no se le conocía más pasión que su propia carrera teatral (George Bernard Shaw llegó a decir de él que ni Helena de Troya sería capaz de apartarlo del escenario por una sola noche), de forma que ambos pasaban mucho más tiempo dedicados a su profesión que a otra cosa. Nadie que yo sepa ha insinuado nada en el sentido de una relación íntima entre ambos, sino que más bien se les ha comparado con la de Drácula y Renfield, el pobre loco encerrado en el manicomio del doctor Seward, hablando sin cesar de su «master» e intentando hacer a pequeña escala (comer insectos) lo que su dueño y señor hace con gran poder y maestría. A Irving, el primer actor en la Historia en recibir el título de «sir», dos años antes de publicarse Drácula, se lo tenía como un egoísta precursor de los divos del cine que no tenía ningún empacho en apropiarse del tiempo y el talento de sus acólitos, y era muy aficionado a hacer papeles de villano amenazante o atormentado, como Shylock, Macbeth, Mefistófeles o Thomas Becket, así que el parecido literario entre ambos al menos se sostiene por ese lado. Por otro, hay que darse cuenta también de que el conde Drácula es un personaje secundario en su propia obra y que solo aparece en menos del veinte por ciento de las páginas de la novela, cosa que quizá contribuyó a que no llamara la atención de Irving, aunque eso no ha sido obstáculo para decenas de adaptadores en el siglo y cuarto siguiente. Y para acabar, decir también que Irving rechazó en su día interpretar a Sherlock Holmes cuando el propio Conan Doyle se lo ofreció. Vaya currículum se habría podido hacer Irving: ¡ser el primer Drácula y el primer Sherlock de la Historia!
Cuando Stoker murió, quince años después de la publicación de la novela, en 1912, esta no se había vuelto a representar nunca más. Fue su viuda, Florence, que le sobrevivió 25 años, quien logró empezar a exprimir los derechos de copyright, incluyendo el muy famoso caso de plagio contra el Nosferatu de F. W. Murnau, en 1922, que casi llegó a desaparecer de la historia del cine debido a que tras un juicio se ordenó destruir todas las copias. A partir de ahí, los demás adaptadores se tomaron al «Stoker State» en serio, y a continuación se fueron licenciando una obra de teatro en 1924 que se mantuvo de gira en cartel varios años y la célebre película de Tod Browning con Bela Lugosi en 1931, tras pagar cuarenta mil dólares por los derechos.
A partir de ahí Drácula ha sido el segundo personaje más filmado de la historia, solo por detrás de Holmes. Para cuando llegamos a los años 90, cercano ya el centenario de la criatura, Drácula se había convertido más bien en un personaje de serie B para abajo, que había sufrido todo tipo de revisiones gore, eróticas, cómicas, paródicas, románticas, negras o de artes marciales, e incluso siendo transportado al presente, teniendo hijos o enfrentándose al pistolero Billy el Niño. Cuando Francis Ford Coppola hizo su adaptación en 1992, varios de los críticos reaccionaron en el sentido de que por fin Drácula quedaba rescatado del submundo de lo camp en las décadas anteriores, y que aunque no es una película donde reine precisamente la contención, trata por fin sus temas en serio de nuevo.
Coppola dice que de chico, como muchos otros de su generación, vio el Drácula de Browning, y que por curiosidad fue a buscar información en la Encyclopaedia Britannica, donde se encontró con la entrada sobre el príncipe de Valaquia Vlad Tepes III, y desde entonces recuerda la emoción de pensar que Drácula realmente existió de verdad. Después, a medida que iban apareciendo más versiones filmadas, cada vez se sentía más frustrado como espectador al ver que ninguna se ceñía a la novela, y que incluso cambiaban a Renfield por Harker, o a Lucy por Mina, o mezclaban varios personajes en uno solo. Por su parte, James V. Hart, el guionista, también recuerda ver varios dráculas en el cine representándolo como un monstruo desagradable sin más, que te chupaba la sangre si no tenías cuidado: «Pero en 1977 [a los 27 años de edad] leí la novela y encontré una historia épica y gótica a un nivel que nunca había visto antes». Fue ahí donde empezó a concebir la idea de sacar a la superficie al «auténtico personaje histórico, que era un héroe nacional, un caballero, que juró proteger la Cruz de Cristo y a la Iglesia en el siglo XV. La idea era representar a Drácula como el héroe trágico y carismático que realmente era, no solo como otro monstruo chupasangre del que había que librarse. Era un hombre que había perdido su alma».
La manera en la que la película intenta humanizar a Drácula, o al menos lograr que el espectador entienda lo que le pasó, es colocarnos en el centro de una traición que él ha sufrido: ha servido a su dios, ha llegado a guerrear y matar por él (lo de los salvajes empalamientos se deja un tanto a un lado, y queda reflejado en pantalla de una forma muy estética), y como consecuencia ha perdido a su amada, Elisabeta, que además, por un tecnicismo de esos de Libro Sagrado, queda condenada en lugar de salvada por haberse suicidado al creerlo muerto, falsamente. Así, se intenta ponernos en ese momento que a todos nos llega de pensar que esas cosas que nos han contado de Dios, o los dioses, cualquiera que sea(n), no casa muy bien con lo que está pasando en la realidad. Si hay un dios, ¿por qué me hace esto, o por qué permite que me pase lo otro, a mí o a mis seres queridos? A partir de ahí la traición trae una protesta, la protesta un castigo, el castigo una rebelión, la rebelión una venganza, y así sucesivamente, en busca de una redención final… a través del amor y de los famosos «océanos de tiempo», que se han acabado convirtiendo en el equivalente apócrifo del «elemental, querido Watson» que Conan Doyle nunca escribió para Sherlock.
A pesar del material añadido, Coppola se curró mucho el que todos sus actores se leyeran la novela original. Tal vez escamado por su famosa experiencia con Marlon Brando en Apocalypse Now, que no fue capaz de leerse una obra de cien páginas en varios meses de rodaje, para esta película Coppola dedicó dos días enteros a leer la novela alrededor de una mesa con todos los actores, en su casa de Napa Valley, cada uno leyendo su parte en voz alta, a pesar de que la mayoría de ella no iba a caber en la pantalla. También les dijo a los actores que si veían algo en el libro que debería estar en el guion, que se lo dijeran y lo añadiría. «Y claro, todos lo hicieron y triplicaron sus líneas de diálogo». Así, por ejemplo, el momento en el que Van Helsing agarra a Mina y se pone a bailar con ella brevemente, como pretexto para acercarse a ella y ver si puede oler en su cuello la presencia de Drácula, es fruto de una sugerencia del actor que lo encarna, Anthony Hopkins.
Visualmente, la película realmente rompió con todo lo anterior, y a veces lo hizo, paradójicamente, a través de la decisión deliberada de no usar técnicas modernas de efectos especiales por ordenador, y que precisamente por eso resultaron extraños, sorprendentes y originales para un público que venía de ver lo último de lo último en las sagas Alien, Terminator o Batman. Obviamente, los primeros dráculas habían sido rodados con técnicas de los años 30 y 40, y se quería volver a eso (sombras, ilusiones, proyecciones, perspectiva forzada, espejos, exposiciones dobles, trucos convencionales de magia, cámaras originales Pathé del siglo XIX) a la vez que se renovaba su vocabulario visual. Cuando el equipo original de efectos visuales no quiso o no pudo entrar por ese aro, Coppola los despidió y contrató a su propio hijo Roman para hacerse cargo. El diseño de vestuario de la japonesa Eiko Ishioka también contribuye a la sensación de que no estamos viendo un documental hecho en 1897, sino una dramatización corregida y aumentada, casi como procedente de un sueño que mezcla varias cosas. Coppola llegó a decir que en esta película «el vestuario sería el decorado», y eso se cumplió.
En definitiva, esta adaptación se toma las libertades de añadir un pegote histórico y otro romántico a la trama de terror gótico original, pero al menos lo hace por un motivo concreto y haciendo cuestionarse al espectador si reaccionaría como los personajes. Tanto Drácula como Mina toman decisiones por sí mismos en el sentido de renunciar a su dios y condenarse eternamente (él) y ser convertida en vampira, que no vampiresa (ella). Ambos lo hacen en medio de intensos sentimientos (ira contra la injusticia divina en él, en ella pasión descontrolada, a pesar de que Mina acaba de enterarse de que su amado es quien ha provocado la perdición de su amiga Lucy), pero al menos toman en sus manos lo que se llama la «agencia» de sus propios destinos. Es una historia de pasiones desaforadas, sí, pero deja ahí la pregunta de hasta dónde estarías dispuesto a llegar por lo que deseas, incluso hasta dónde estarías dispuesto a arruinarte la vida por conseguirlo.
(La lista de todas las reseñas de este blog, por orden cronológico, puede encontrarse aquí)
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