Son las doce del mediodía en una playa de Sant Elm, un pueblo cerca del Port d’Andratx, en Baleares. A esta hora, el sol se manifiesta como un acontecimiento. La luz saca brillo a cualquier cosa sobre la que se derrame, incluida la silueta de piedra de Sa Dragonera, ese islote del archipiélago que esconde cuerpos de agua dulce entre sus rocas y cuyo nombre tiene más que ver con las lagartijas que con las criaturas mitológicas.
Se me antojan los océanos y los dragones con igual y reciente intensidad. Quizá por eso llegué hasta este lugar. Por una casualidad retorcida. Bajo el sol, pienso que estaría bien escupir fuego y desovar bajo el agua como una criatura mitológica. Los imagino agitando sus colas dentadas, removiendo el mar con sus coletazos. Sería un hermoso y manifiesto desastre. Si el Ávila caraqueño tiene el aspecto de un dinosaurio durmiente cubierto de vegetación, de este mar espero lo mismo: un despertar furioso y excepcional.
Todo lo que no se controla es bello. La fuerza desatada de una espuela de viento o la furia del azar cuando se empeña en llevar la contraria. Paso revista a este mar caldoso y helado como si lo navegara chapoteando en la cáscara de un limón. Aquí, en Sant Elm, abundan los limoneros, así que no tendría problema en hacerme con una embarcación. Si aquí viven dragones, cómo no quedarme a esperar a que despierten, de una vez por todas.
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