LOS TRECE ESCALONES, XV: DRAGONES
—Estás muy callada esta noche, hija —dijo Alicia, alineando migas de pan sobre el mantel.
Eva suspiró.
—Es por el viaje. Siempre me entra esta fatiga.
—Supongo que allí es distinto —aventuró la anciana.
—Sí que lo es. Allí todo es tan… qué sé yo. Tan fácil…
—Debe de ser muy hermoso. Pero casi nunca me cuentas nada.
—No es porque no quiera, mamá. Es difícil de explicar.
—Quizá deberías tomarte un descanso, cariño. Pareces débil, agotada…
La risa cantarina de Eva resonó en la estancia, como un eco lejano.
—Vendré cada día mientras tenga fuerzas. Necesito ver a mi pequeña.
Alicia asintió, comprensiva, y ambas clavaron la vista en Zoe que, completamente ausente, hojeaba uno de sus muchos cuentos ilustrados.
—Está tan guapa… —comentó Eva con dulzura—. Haces un gran trabajo, mamá. Sé que mi niña no podría estar en mejores manos.
—Es muy sencillo cuidarla. Prácticamente se cría sola, en su mundo.
La cafetera empezó a borbotear. Alicia se incorporó, acomodándose el chal. Sirvió una taza de humeante líquido y añadió una escandalosa cantidad de azúcar. Eva la observó trastear en la cocina, con su larga trenza blanca, sus faldas vaporosas, su aspecto de bruja buena, de mujer gnomo. Sonrió al verla acariciar sus plantas, murmurarles palabras secretas distraídamente.
—No vas a creerlo, mamá, pero incluso echo de menos la peste de tus cigarrillos.
Rieron, llenas de nostalgia. En su rincón, Zoe murmuró algo incomprensible.
—¿Qué dices, cariño? —preguntó Alicia.
—Este de aquí es el rey —explicó la niña mostrando su libro—. Yo ya lo sabía porque lo vi en un sueño.
—¿Aún sigue con eso? —susurró Eva.
—Está empeñada en que es la princesa de los dragones. Dice que su padre vendrá a buscarla pronto. Incluso tiene preparado su equipaje. El pantalón de cuadros, el jersey rojo, y ese gorrito que le hiciste, con su bufanda y sus guantes. Dice que en la montaña hace frío. Por supuesto, se llevará también el libro. Pero la hucha del cerdito, no. ¿Verdad, Zoe?
—Allí no hace falta dinero, abuela —le recordó la niña, con aquel gracioso tono suyo de infinita paciencia—. Mejor quédate tú con el cerdito.
Alicia meneó la cabeza y le sacó la lengua. Zoe le devolvió la mueca, traviesa. El viejo reloj de pared marcó las nueve. Eva lo miró, como si quisiera confirmar que las campanadas no mentían. Después, sonrió a su madre con ternura y se desvaneció, provocando un suave parpadeo de luces. Zoe levantó la vista hacia el techo.
—¿Ya se ha ido mamá?
—Sí, cariño. Te da muchos besos y te desea buenas noches.
—Ajá…
Alicia apuró su taza de café y se dispuso a fregar los platos de la cena. Volvió a acomodarse el chal sobre los hombros. Siempre sentía frío cuando el espíritu de su hija regresaba al otro lado. Más tarde acostó a Zoe que, como cada noche, le pidió que no corriera las cortinas, pues debía vigilar el cielo, por si venían los dragones a buscarla. Se instaló en el viejo sillón, con la radio puesta. Hacía años que no dormía, apenas echaba alguna cabezada. Sus noches de insomnio eran largas y el murmullo de los locutores le hacía compañía. En aquella ocasión ni siquiera logró sestear un poco. No le sorprendió, ya que no lo conseguía hacía al menos una semana. Justo desde que empezó aquel silbido en su pecho y notó que su corazón latía cada vez más despacio.
Las notas de una ópera invadieron suavemente la sala. Alicia cerró los ojos y se concentró en respirar. Creyó adormecerse un instante, arrullada por la sublime interpretación de la soprano. Fue entonces cuando sintió la terrible punzada, el fuego abrasador, el ahogo. Algo dentro de ella la sacudió, una voz de alarma la instó a pelear, a ponerse en pie, a resistirse. No pudo moverse, su cuerpo era una roca. Un atisbo de pánico, de horror, de certeza. Estaba ocurriendo. Sus pensamientos flotaban confusos, la imagen de Zoe se le clavó en el cerebro. «Dios mío. Mi pobre pequeña». De pronto, un sonoro aleteo, lento, poderoso, se impuso sobre la música. Incrédula, Alicia hizo el inhumano esfuerzo de abrir los ojos. Lo vio, majestuoso, enorme, surcando el cielo sobre los tejados. Su boca se torció en una sonrisa aliviada. «Se supone que se habían extinguido…».
Lo último que oyó fue la risa de su nieta, y una ventana que se abría.
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