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Dublineses, de James Joyce

Dublineses, de James Joyce

La editorial Navona ofrece una nueva traducción de Dublineses, de James Joyce, a cargo de Carlos Manzano. Esta nueva edición se suma a la ya publicada de Ulises y a la que saldrá el próximo noviembre de Cartas escogidas. Con este proyecto, la editorial entrega a las librerías tres nuevas versiones de otros tantos clásicos de la literatura universal.

En Zenda ofrecemos un fragmento de uno de los relatos más famosos de Dublineses (Navona): “Los muertos”.

***

Lily, la hija del conserje, no paraba ni un momento. Apenas había acabado de acompañar a un caballero hasta la pequeña antesala, detrás del despacho de la planta baja, y ayudarlo a quitarse el abrigo, cuando ya volvía a repicar la estridente campanilla de la puerta del vestíbulo y ella tenía que salir corriendo por el vacío pasillo para dejar entrar a otro invitado. Menos mal que no debía atender también a las señoras, pues la Srta. Kate y la Srta. Julia habían tenido la idea de convertir el cuarto de baño del piso de arriba en un vestidor femenino. La Srta. Kate y la Srta. Julia estaban en él, cotilleando, riendo, alborotando y persiguiéndose hasta lo alto de la escalera, asomándose por sobre la barandilla y llamando a Lily para preguntarle quiénes habían llegado.

Siempre era un gran acontecimiento, el baile anual de las Srtas. Morkan. Todos cuantos las conocían —miembros de la familia, viejos amigos de la familia, miembros del coro de Julia, todos los alumnos de Kate que hubieran crecido lo bastante e incluso algunos de los alumnos de Mary Jane también— acudían a él. Ni una sola vez había fracasado. Según se recordaba de modo unánime, había continuado durante años y más años con un estilo espléndido, desde que Kate y Julia, tras la muerte de su hermano Pat, habían abandonado la casa en Stoney Batter y se habían llevado a Mary Jane, su única sobrina, a vivir con ellas en la obscura y sombría casa de Usher’s Island, cuya parte superior les había alquilado el Sr. Fulham, agente corredor de cereales que vivía en la planta baja. Hacía nada menos que treinta años o más. Mary Jane, que entonces era una niña vestida con falda corta, era ya el principal sostén de la casa, porque tocaba el órgano en Haddigton Road. Había estudiado en el conservatorio de la Real Academia de Música y todos los años daba un concierto con alumnos suyos en la sala superior de las Antient Concert Rooms. Muchos de sus alumnos pertenecían a las familias de clase alta de Kingstown y Dalkey. Pese a ser ancianas, sus tías también contribuían. Aunque Julia tenía ya el pelo bastante grisáceo, seguía siendo la soprano principal en la iglesia de Adán y Eva, y Kate, por ser demasiado débil para salir mucho de casa, daba clases de música a principiantes con el antiguo piano rectangular de la sala trasera. Lily, la hija del conserje, se encargaba de las tareas domésticas para ellas. Aunque su vida era modesta, les gustaba comer bien, lo mejor de todo: solomillo, té de tres chelines y la mejor cerveza negra embotellada, y Lily raras veces se equivocaba en los recados, por lo que se llevaba bien con sus tres amas. Eran exigentes, nada más, pero lo único que no podían soportar era que les diesen malas contestaciones.

Desde luego, tenían razones válidas para mostrarse exigentes en semejante noche. Es que ya eran más de las diez y, sin embargo, Gabriel y su esposa no habían dado señales de vida. Además, les aterraba la posibilidad de que Freddy Malins se presentara hecho una cuba. Por nada del mundo querían que alguno de los alumnos de Mary Jane lo viese embriagado y, cuando estaba así, a veces era muy difícil mantenerlo a raya. Freddy Malins siempre llegaba tarde, pero no sabían qué podía haber entretenido a Gabriel y eso era lo que las hacía asomarse cada dos minutos a la barandilla de la escalera para preguntar a Lily si habían llegado Gabriel o Freddy.

—¡Oh, señor Conroy! —dijo Lily a Gabriel cuando le abrió la puerta—. La Srta. Kate y la Srta. Julia estaban pensando que no llegaría usted nunca. Buenas noches, señora Conroy.

—¡No me extraña que así fuera! —dijo Gabriel—. Pero olvidan que aquí, mi esposa, tarda tres horas mortales en vestirse.

Se quedó en el felpudo quitándose la nieve de los chanclos, mientras Lily acompañaba a su esposa hasta el pie de la escalera y exclamaba:

—Señorita Kate, aquí está la Sra. Conroy.

Kate y Julia se apresuraron a bajar a trompicones por la obscura escalera. Las dos besaron a la esposa de Gabriel, dijeron que debía de estar muerta de frío y preguntaron si había venido Gabriel con ella.

—¡Aquí estoy sin falta, como el correo, tía Kate! Subid, que ya os seguiré —exclamó desde la obscuridad.

Siguió frotándose los pies vigorosamente, mientras las tres mujeres subían riendo por la escalera hasta el vestidor femenino. Llevaba un ribete de nieve como una capa en los hombros del abrigo y punteras en los chanclos y, cuando los botones de su abrigo crujían al atravesar los ojales endurecidos por la nieve, un aire frío y fragante se escapaba por sus grietas y pliegues.

—¿Está nevando otra vez, señor Conroy? —preguntó Lily.

Lo había precedido camino de la antesala para ayudarlo a quitarse el abrigo. Gabriel sonrió ante las tres sílabas con las que había pronunciado su apellido y la miró. Era una chica delgada y en edad de crecer, de tez pálida y con pelo de color pajizo. La luz de gas de la antesala la hacía parecer aún más pálida. Gabriel la había conocido de niña, cuando solía sentarse en el último peldaño de la escalera a jugar con una muñeca de trapo.

—Sí, Lily —respondió—, y creo que va a seguir durante toda la noche.

Miró el techo de la antesala, que vibraba con los ruidos de los pies en el suelo superior, escuchó un momento el piano y después miró a la chica, que estaba doblando con cuidado su abrigo en un extremo de un estante.

—¿Sigues yendo a la escuela, Lily? —preguntó con tono amable.

—Oh, no, señor —respondió ella—. Ya hace más de un año que acabé.

—¡Oh! Entonces —dijo Gabriel, alegre— supongo que un día de éstos iremos a tu boda con tu joven novio, ¿eh?

La chica le devolvió la mirada por encima del hombro y dijo, con mucha amargura:

—Los hombres de ahora son todo palabrería y sólo buscan lo que puedan conseguir de ti.

Gabriel se ruborizó, como si sintiera haber cometido un error y, sin mirarla, se sacudió los chanclos y se frotó los zapatos de charol con la bufanda.

Era un joven robusto y bastante alto. El intenso color de sus mejillas le llegaba incluso hasta la frente, donde se dispersaba en algunas manchas informes de un rojo pálido, y en su lampiño rostro centelleaban sin cesar sus elegantes lentes y la brillante montura de los cristales que protegían sus delicados e inquietos ojos. Su bruñido pelo negro se partía por el medio, peinado con una larga curva tras las orejas, donde se rizaba ligeramente bajo el surco dejado por el sombrero.

Cuando hubo acabado de dar lustre a sus zapatos, se puso de pie y se tiró hacia abajo el chaleco para ajustarlo mejor a su llenito cuerpo. Luego sacó, rápido, una moneda del bolsillo.

—¡Oh, Lily! —dijo, al tiempo que la ponía en la mano de ella—. Es Navidad, ¿no? Pues… aquí tienes un pequeño…

Se dirigió, raudo, hacia la puerta.

—¡Oh, no, señor! —exclamó la muchacha, mientras lo seguía—. De verdad, señor, no puedo aceptarlo.

—¡Es Navidad! ¡Es Navidad! —dijo Gabriel, casi trotando hasta la escalera y moviendo la mano hacia ella para quitar importancia a su gesto.

La muchacha, al ver que él ya había llegado a la escalera, exclamó tras él:

—Bueno, pues gracias, señor.

Gabriel esperó fuera del salón hasta que se acabara el vals, mientras oía los roces de faldas y el arrastrar de pies. Estaba aún desconcertado por la amarga y repentina réplica de la muchacha. Le había infundido una tristeza que intentó disipar arreglándose los puños y el lazo de la corbata. Después se sacó del chaleco un papelito y repasó las notas que había apuntado para su discurso. No acababa de estar decidido sobre los versos de Robert Browning, porque temía que no estuvieran al alcance de sus oyentes. Mejor sería alguna cita que reconociesen de Shakespeare o de las Melodías irlandesas. El tosco golpeteo de los tacones de los hombres y el arrastrar de sus suelas le recordaron que sus grados de cultura diferían del suyo. Lo único que conseguiría citándoles poesía que no iban a entender sería ponerse en ridículo. Pensarían que estaba exhibiendo su superior instrucción. Sería un fallo, exactamente como el que había cometido con la muchacha en la antesala. Había adoptado un tono inadecuado. Todo su discurso era un error de principio a fin, todo un fracaso.

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Autor: James Joyce. Traductor: Carlos Manzano. Título: DublinesesEditorial: Navona. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.

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