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Dutch Schultz pronuncia sus últimas palabras

Dutch Schultz pronuncia sus últimas palabras

Si Arthur Simon Flegenheimer era uno de esos sujetos que anhelan morir en paz, el 23 de octubre de 1935 pudo comprobar que aquel deseo no iba a verse satisfecho. Desde que en 1931 Lucky Luciano creó la Comisión, con el objeto de evitar la guerra entre las cinco familias mafiosas de Nueva York —los Bonanno, los Gambino, los Genovese, los Lucchese y los Colombo, esta última la más reciente—, el Afortunado, convertido en jefe de dicha Comisión, es, de facto, el capo di tutti capi. Y Flegenheimer, que habrá de pasar a la historia del crimen organizado, la literatura experimental y el cine estadounidense con el sobrenombre por el que se le conoce en el hampa, Dutch Schultz, sabe que Luciano ha ordenado su muerte. Por eso ha tenido que dejar Nueva York, la Nueva York de su ascenso y su caída. Como también es perfectamente consciente de que no hay lugar en todo el mundo donde la gente de Luciano no pueda encontrarle, el condenado no se ha ido muy lejos. Todo lo contrario, se esconde en Newark (Nueva Jersey), que no dista ni 20 kilómetros de Manhattan.

El error del que va a morir, y lo sabe, fue haber intentado matar al fiscal federal Thomas Dewey, después de que la Comisión le prohibiera hacerlo. Dewey tenía acorralado a Dutch en un par de procesos abiertos contra él por evasión de impuestos. Aquello estaba siendo el comienzo de la caída; el ascenso vino dado cuando venció a su némesis, Legs Diamond, durante la Ley Seca, en la guerra por el contrabando de alcohol en Manhattan. Eso fue en 1930. Si entonces creyó estar en la cima del mundo, cinco años después, un día como hoy de 1935, al verse caído y herido de muerte sobre el pedestal de los mingitorios del Palace Chop House en el 12 de East Park Street, en Newark, Dutch Schultz pudo comprobar que no le quedaba nada de la gloria que conoció al alzarse sobre el resto de los hampones.

"A cara descubierta, como su compañero, Workman entró en el aseo y disparó sobre Dutch Schultz, quien se encontraba evacuando, exactamente a las 22.20 de la noche"

En aquella última salida le acompañaron Otto Bergman —su contable—, Abraham Abe Landau —su último lugarteniente— y Bernard Lulu Rosenkrantz —su guardaespaldas—. Todos sabían que la suerte del jefe estaba echada, que más pronto que tarde iban a matarle. Lo que no imaginaban —o no querían imaginar— era cuándo iba a ser eso exactamente y, menos aún, que los asesinos de Dutch Schultz también habrían de llevárselos a ellos por delante. Era como un cortejo de negros grajos que le seguían por adulación.

Charles The Bug Workman y Emanuel Mendy Weiss fueron los sicarios enviados por Luciano. A cara descubierta, como su compañero, Workman entró en el aseo y disparó sobre Dutch Schultz, quien se encontraba evacuando, exactamente a las 22.20 de la noche. Al punto se unió a Mendy y entraron en el comedor trasero, donde los malotes daban cuenta de su última cena. Los sicarios de Luciano vaciaron sus cargadores sobre ellos. Pese a estar mortalmente heridos, Abe y Lulu fueron capaces de levantarse y devolver el fuego a sus atacantes cuando éstos emprendían la huida. Dutch Schultz, al salir de los aseos, daba voces pidiendo una ambulancia.

"Los policías que tomaron las notas taquigráficas de aquel delirio debieron de alucinar, literalmente. Como hubieran alucinado los surrealistas"

El primero en morir fue Bergman, quien dejó de ser y de estar a las 2.20 de la madrugada. A la sazón, Dutch Schultz, ya en trance de muerte, deliraba en las dependencias policiales, y en aquel delirio suyo William S. Burroughs encontró inspiración para un guion, un fascinante guion cinematográfico: Las últimas palabras de Dutch Schultz, que nunca nadie fue capaz de rodar y en 1970 fue publicado como una de sus grandes novelas. Habida cuenta de la vitalidad de la que goza el relato criminal, puede que haya más historias basadas en agonías de hampones, pero ese auténtico monólogo interior, con el que respondió el moribundo a la policía que le interrogaba para saber lo ocurrido, a lo que él respondió con un sublime fluir de la conciencia, constituyó una materia literaria sin precedentes:

“Sopa de frijoles franco-canadiense”. “La guarida del pistolero pelirrojo era el más recóndito retiro de mi propio cuerpo”. “Abjuz el oscuro, Abjuz el impuro, yo te conjuro por la Gran Roca Negra de Cassim, por la corona de esmeraldas de Luxor, por la espada luminosa de Iblis, por Ormuz y por Sh’hina, aparece”.

Los policías que tomaron las notas taquigráficas de aquel delirio —un momento estelar de la humanidad por la literatura que, treinta y tantos años después, inspiró a Burroughs— debieron de alucinar, literalmente. Como hubieran alucinado los surrealistas. Si André Breton, el vigía de la ortodoxia surrealista hubiera tenido noticia de las últimas palabras de Dutch Schultz, hubiera vuelto a escribir el manifiesto para incluir al gánster de aquel delirio. Lástima que aquel antiguo azote de la burguesía que fueron los surrealistas, mayoritariamente, ya estuvieran metidos en la infausta aventura comunista.

"La primera edición española, merced a Mariano Antolín Rato y Camilo José Cela, fue dada a la estampa en 1971, con el sello de Las ediciones de Papeles de Son Armadans"

Aunque también es verdad que todo parece indicar que Burroughs recreó aquellas palabras para adaptarlas a sus técnicas narrativas, que aquí están más cerca de Yonqui (1953), formalmente su novela más clásica, que de El almuerzo desnudo (1959), la más representativa de sus singulares procedimientos narrativos: fragmentos de textos de diferentes orígenes unidos entre sí para conformar un texto nuevo.

En Las últimas palabras de Dutch Schultz Burroughs escribe un libreto de secuencias breves, casi viñetas, que obedecen a un remoto orden cronológico. La historia empieza con el hampón, ya en trance de muerte, mirando a los policías que le custodian. En un carrusel fabuloso, en las páginas siguientes, Lucky Luciano y Legs Diamond se confunden.

La primera edición española, merced a Mariano Antolín Rato y Camilo José Cela, fue dada a la estampa en 1971, con el sello de Las ediciones de Papeles de Son Armadans. Son Armadans era el nombre de la residencia balear del futuro Nobel y, por extensión, el de una de las revistas literarias más sugerentes de la época.

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