Imagen de portada: Bajando el todo, un dibujo del pintor Félix Cano
Hace treinta y cinco semanas que empecé a escribir un artículo cada sábado sobre fútbol en esta revista, Zenda, cuyo acogimiento agradezco. En realidad no hablaba de fútbol. La disculpa era el fútbol pero lo que verdaderamente me interesaba era procurar que el uso del castellano fuera correcto en cada una de las invenciones lingüísticas que salían de las inquietantes improvisaciones de los comentaristas de los partidos de fútbol en la radio y en la televisión.
Pero, no habiendo logrado mitigar que se sigan cometiendo barbaridades lingüísticas (como dar como sinónimo de “línea media” la patraña de “línea medular”, y sigamos oyendo que “se han producido cerca de “vente tiros a puerta”, y dar por bueno el vocablo “trenta” en lugar de su primo-hermano “treinta”), me he convencido de que estos artículos de fútbol no han interesado a quienes tenian que interesar, y hemos de darlos por terminados. Bajamos la trapa de la tienda y suprimimos de nuestras estanterías “el lenguaje del fútbol”, que ha agotado sus existencias en este establecimiento. No cambiamos de negocio. Cambiamos la mercancía. Sencillamente, pensamos que el fútbol tiene problemas mucho más gordos que la invención de una jerga o lenguaje popular, que era lo que a nosotros nos preocupaba.
El negocio del fútbol tiene hoy otros problemas, muy serios, pendientes de resolver. Está, por ejemplo, el comportamiento incívico de los malos espectadores, seguidores de equipos de Primera División, carentes de espíritu deportivo y, por el contrario, con mucha actitud beligerante y antisocial. Alguna de esas bandas lleva en su mochila el peso de la muerte de dos aficionados contrarios y, por tanto, enemigos a batir que fueron abatidos.
Y luego está, pendiente de resolución, el asunto del Fútbol Club Barcelona, que acaba de recibir un varapalo morrocotudo con las manifestaciones de uno de sus exdirectivos (se ha publicado su nombre, pero yo no lo voy a poner aquí, porque me recuerda a los riquísimos Dulces Freixas que vendía la confitería El Horno Francés en la ciudad donde escribo), quien ha confesado que los más de siete millones de euros que se le pagaron durante años, con la aquiescencia de varias directivas del club barcelonés al vicepresidente de los árbitros, señor Negreira, no tenían otra intención que la de “procurar los favores de los árbitros”.
Mis preocupaciones lingüísticas son una tontería, una pequeñez, una fruslería de poco peso ante estos dos delitos de gran calado que precisan la intervención de jueces, directivos y autoridades futbolísticas internacionales para que no ganen los tramposos camuflados de honestos.
Estoy bajando el toldo de mi tienda de coloniales para que el sol no deteriore los alimentos expuestos en el escaparate, a la espera de que se resuelvan cuestiones de índole superior. Hasta aquí, lo único que hemos hecho ha sido como apretar con la llave inglesa de mi pluma el tornillo flojo de un submarino que, de momento, no se hunde hacia los abismos oceánicos. Pero sólo ha sido eso, un tornillo flojo. Ahora hay que intervenir en la sala de máquinas.
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