Imagen de portada: Autorretrato de Suzanne Valadon
Un verdadero artista no es el que se inspira,
sino quien inspira a otros.
(Salvador Dalí)
¿Puede la literatura ser un espejo de la pintura y viceversa? Indudablemente. Eso ocurre con Virginia Woolf y Suzanne Valadon. Una escritora y una pintora casi contemporáneas, cuyas conexiones son asombrosas. Dos mujeres europeas que no se conocieron, pero coincidieron en varias ideas esenciales sobre la mujer que desea ejercer el arte. Una concepción que va más allá del espacio físico, la independencia económica y las ganas de crear. En 1929 Virginia Woolf (1882-1941) escribió Una habitación propia, cuando en 1923 Suzanne Valadon (1885-1938) ya había pintado La habitación azul. Ambas creadoras, arriesgadas y adelantadas a su época, reivindican el derecho de la mujer a volcar su talento. Son conscientes de que la creación exige la conjunción de elementos y circunstancias que permitan expresar desde la soledad y el interior del corazón, porque la luminiscente creatividad es un estado del ser. Un momento estelar que, en sí, es el llamado del arte. A partir de esa concepción, al igual que los magos, hicieron malabares para defender y vivir de su talento.
Su figura emblemática como pintora del Montmartre, de inicios del siglo XX, se entrecruza con la de otros pintores contemporáneos, en medio del ambiente bohemio, artístico e inspirador de las vanguardias. Su presencia femenina en la sociedad parisina es una victoria para el arte, en una época predominantemente masculina. Como muchos escritores, se inventa un personaje y se autorretrata innumerables veces, en diferentes posturas e imágenes, sola o acompañada, tal cual es, sin aparentar nada. Entre sus pinturas, dibujos y grabados destacan los géneros y colores diversos: retratos, desnudos, paisajes, bodegones, naturaleza, viva y muerta, peces, gatos, etc.
Una suerte de influencer pionera, con un sello personal propio y original: “Mi trabajo está terminado y la única satisfacción que me da es no haber traicionado ni abdicado de todo aquello en lo que creía”. A partir de 1920, entre sus variadas obras destacan figuras femeninas cercanas a su círculo familiar y amical: Mujer mirándose al espejo, Desnudo en el sofá, Desnudo con sábana, Dos bañistas, Mujer con medias, Desnudo reclinado, Desnudo reclinado con sombrero, Desnudo con manta azul. Sus autorretratos y retratos íntimos demuestran su incesante trabajo “instruida por Degas, iluminada por Gauguin, que buscó la perfección en Cézanne”, según André Salmon, escritor y crítico francés. Su obra es el reflejo de todos los maestros que creyeron en su vocación artística.
En este momento, unas gotas de pintura de Suzanne Valadon me salpican, porque algunos nombres me resultan familiares. Durante un tiempo vivimos en la calle Degas, urbanización que homenajeaba a los pintores italianos y franceses. El famoso cuadro de Degas, uno de los maestros de Valadon, Bailarina basculando o Bailarina verde, formaba parte del salón de mi abuela. Desconocía al autor, hasta que lo redescubrí en el Museo Thyssen-Bornemisza. Toda mi niñez se vino de golpe y recordé cuánto añoraba ser aquella niña. Los bodegones de la pintora me transportan a la adolescencia, cuando mi hermano intentaba reproducirlos para la asignatura de arte. Tomaba posesión de la mesa y acomodaba las frutas o flores, para lograr el efecto de las sombras con el lápiz de carbón. Mientras, Alegría de vivir me remite a la exuberante naturaleza de nuestro paraíso feliz, debajo de los árboles, cuando nada nos inquietaba. Los días fluían apacibles como el río donde nos bañábamos desnudos como Adán y Eva, mientras mi madre nos contemplaba de cerca, siempre atenta y risueña.
Esta mañana de otoño, frente a las flores que acompañan a mamá en su último adiós, los innumerables retratos de su larga existencia, todavía desprenden un olor a pintura fresca. Aún oigo el tarareo permanente de su voz cantarina, que apaga mi tristeza e ilumina el día más gris de mi vida. Incluso, en sus últimos momentos, el suave susurrar de sus palabras replica un mantra positivo que la fortaleció hasta el final: “No estoy enferma, sólo tengo una contractura por leer en mala postura”. En realidad, aunque me cueste admitirlo, con orgullo diré que mi madre murió por lectora, a los 93 años.
Al mirar su rostro, desde la cercanía y lejanía del silencio, un aura azul espejea a su alrededor y su esencia trasciende, como admiradora del arte y la naturaleza. Las lágrimas humedecen mis ojos, como el río humedecía aquellas florecillas silvestres de las orillas, y pese al dolor, me arrancan una sonrisa de asombro por su fortaleza y modestia. Así era mi madre, una flor delicada que inspiraba y transmitía vitalidad, serenidad y sabiduría. A partir de hoy, se convertirá en un magnífico árbol de la Amazonía que seguirá “echando raíces y dando vida”, en homenaje a su memoria, gracias a mis queridos amigos Munares-Sánchez.
¡Hasta la eternidad, querida mamá!
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