Serán muchos los lectores que recuerden la cita de la obertura de Superman (Richard Donner, 1978), previa a la fanfarria de John Williams: “En la década de los años 30 ni siquiera la gran ciudad de Metrópolis se vio libre de los embates de la depresión mundial. En aquellos tiempos de miedo y confusión asumió la tarea de informar al público el Daily Planet, un gran periódico cuya fama de transparencia y sinceridad llegó a convertirse, para Metrópolis, en un símbolo de esperanza”.
Así las cosas, el casticismo de Edgar Neville se alza como un símbolo de esperanza ante tanta mezquindad. Su Madrid siempre era un Madrid pretérito. Corrían los años 40 del siglo XX cuando ambientaba sus cintas en las postrimerías del Madrid decimonónico. A su mirada, Madrid era un territorio mítico, ese paraíso perdido, que le llamábamos la semana pasada en el artículo dedicado a su musa, la gran Conchita Montes. Y ese anhelo de retorno, que más o menos profundamente entraña todo lo amado que se fue, es lo que rezuma ahora, con los enemigos de mi ciudad prestos a su derribo desde el gobierno de la nación, el cine de Edgar Neville.
Nadie ha de llamarse a engaño: que este gran realizador rodase en los años 40 no significa que fuera un favorito de quienes gobernaban entonces, y menos aún de los espectadores de la época. “Ése era Sáenz de Heredia”, recordaba la antigua secretaria de nuestro cineasta en un espacio televisivo dedicado a su memoria. Y a este respecto, resulta muy significativo que fuese él mismo quien se producía las películas.
Aunque con la simpleza y la superficialidad con que se piensa ahora en aquellos años —todos los que no estaban represaliados por el franquismo eran “fachas”—, lo cierto es que Neville siempre se movió en los sectores menos integristas del Régimen. Ya desde sus albores, su adhesión al “Movimiento” —que se decía— fue bastante ambigua. Destacado por el gobierno de la República en la embajada de Londres, parece ser que en la legación, a comienzos de la guerra, llevó a cabo labores de espionaje para los alzados. Ahora bien, nunca fue Sáenz de Heredia quien, tras rodar un guion del propio Franco en Raza (1942), con motivo de los “25 años de paz” que trajo el Movimiento, fue a obsequiar al dictador con una hagiografía que habría de ser canónica en el Régimen: Franco, ese hombre (1964). Neville era un heterodoxo frente a la ortodoxia franquista. Y lo era tanto que muchos afectos dudaban de su adhesión.
Tuve oportunidad de entrevistar a Juan Antonio Bardem con motivo de la publicación de sus memorias —Y todavía sigue (Ediciones B, Barcelona, 2002)—. Me sorprendió en grado sumo que un comunista de toda la vida, como lo fue Bardem, mostrase la admiración que parecía mostrar, por un falangista, también de toda la vida, como lo fue el escritor Agustín de Foxá. El autor de Muerte de un ciclista (1955) me contestó que tanto Foxá como el resto de los escritores que formaron lo que se ha dado en llamar la cohorte literaria de Primo de Rivera, más que por fascistas propiamente dichos, vistieron la camisa azul Mahón por “miedo al terror rojo”. No sé si al gran Edgar Neville —quien también fue un consumado escritor—, El Ausente —que llamaban los falangistas a su fundador desde que le supieron fusilado— también le “salvó del peligro de las tertulias derrotistas y sovietizantes”, como —según confesión propia— fue el caso de Agustín de Foxá. Ahora bien, sí hay constancia de la amistad existente entre Neville y Foxá. El de uno y otro fue el Madrid de los últimos cafés, y acudían a las mismas tertulias a charlar. Hasta Juan Antonio Bardem, un comunista valiente que nunca lo negó, ni cuando tuvo que enfrentarse al temido Tribunal de Orden Público franquista, reconocía en aquellos escritores cierta heterodoxia respecto al Régimen. Nada que ver con los camaradas de ahora, que se inventan un partido las veces que haga falta, con vistas al camelo en la nueva cita electoral, y ya electos, venir de esas partes de España donde se nos odia secularmente, a proseguir con el derribo de Madrid.
Descubrí el encanto de Neville en La torre de los siete jorobados (1944). Basada en una novela de Emilio Carrere, en sus secuencias —señala con tino meridiano el guionista Juan Tébar— el casticismo se muestra trufado por la estética de la Universal en su ciclo de terror clásico de los años 30. Durante mucho tiempo creí que ese encanto del cine de Neville se reducía únicamente a esta gran película. Ya a comienzos del presente siglo, la inquietud cinéfila me llevó a rastrear la parrilla más intempestiva de la antena privada, yendo a dar en las madrugadas de 8 Madrid con varios títulos de Edgar Neville. Ese paquete, y un ciclo que le dedicó la Filmoteca con motivo de la reedición en DVD de La torre de los siete jorobados, me permitió comprobar que ese cierto equilibrio entre lo universal y lo castizo es la primera gracia del cine del gran Edgar Neville.
Aunque parezca un contrasentido la cosa es muy sencilla: el amor al solar natal es lo mismo aquí y en Sebastopol. Lo que cambia es el solar. Pero ese Madrid subterráneo, que se extiende bajo el paseo de la Virgen del Puerto, para que los gibosos puedan vivir alejados del desprecio o la conmiseración que, en el mejor de los casos, les dedican los demás; esa torre que profundiza, en lugar de alzarse, en la ribera del Manzanares, perfectamente podría ser uno de los decorados por el que se mueve el autómata de El gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1920). Esa ambivalencia entre lo propio y lo que es común al mundo entero está muy en consonancia con la vigencia y actualidad del cine del gran Neville, algo que no se detecta en Juan de Orduña, José Luis Sáenz de Heredia o Rafael Gil, tres de los más genuinos representantes de la ortodoxia, del canon, de la pantalla española en los años 40 y 50, el tiempo del gran Neville.
Tanto es así que en el cine de Neville incluso hago oídos sordos a esas voces engoladas de los actores y los doblajes de los años 40 —lo único que detesto de mi amado cine antiguo— y me quedo con esa maravilla del Madrid pretérito, que aun siendo más sencillo apenas difiere de la ciudad de mi vida. Esa conmovedora sintonía es algo que no encuentro en ninguna de las innumerables adaptaciones de La verbena de la Paloma —Sáenz de Heredia rodó una en el 63, meses antes de Franco, ese hombre— ni en los consabidos sainetes de Carlos Arniches.
Pero hay más: incluso cuando en El crimen de la calle Bordadores (1946) —que junto a La torre de los siete jorobados y Domingo de carnaval (1945) integra su trilogía criminal— Neville detiene la narración para mostrarnos un numero de la zarzuela Cuadros disolventes (1899), de Guillermo Perrin, Miguel de Palacios y Manuel Nieto, dicha pieza es el chotis «Con una falda de percal planchá», que tantas veces escuché entonar a mi madre, quien a su vez lo había aprendido de mi abuela.
Destacado por esa singularidad de su discurso entre el cine español de su tiempo, Neville es un autor, un auténtico cineasta y no un director profesional de películas. Por lo tanto, nada más lógico que su mirada obedezca siempre a las mismas obsesiones. Una de ellas es el Paseo de Coches de El Retiro. En el comienzo del flashback de El crimen de la calle Bordadores, lo retrata en la Plaza del Ángel Caído. Mi ciudad es de las pocas que levantan un monumento al Diablo. Pero no divaguemos: el maestro vuelve al mismo lugar en la primera secuencia de El baile (1959), todo un homenaje a Conchita Montes, la musa de su obra y de su vida. Sus descendientes dicen que uno de los espacios más felices de la infancia del realizador fue un palacete familiar en la localidad valenciana de Alfafar. Pero no hay duda de que su paraíso perdido fue ese Madrid de los albores del siglo XX, el de su infancia y el de mi abuela.
Ese Madrid, tan castizo como la Plaza de Ramales y la calle de Fernando VII mostradas en las contadas secuencias de exteriores de El baile; ese Madrid del Paseo de la Virgen del Puerto de La torre de los siete jorobados o incluso el del Parque del Oeste sobre el que discurren los créditos de Mi calle (1960), también es universal. Sin ir más lejos, el baile del Parque de La Bombilla de El crimen de la calle Bordadores bien podría ser uno de los mostrados por el realismo poético francés de los años 30. Y esos serenos gallegos —en mi infancia solían ser asturianos—, también de El crimen de la calle Bordadores, se antojan los gendarmes mostrados por Robert Florey en Doble asesinato en la calle Morgue (1932). Y es universal, por supuesto, ese capricho del destino que determinará la infelicidad del matrimonio de Mercedes en La vida en un hilo (1945), la obra maestra absoluta de nuestro cineasta.
Asimismo, es asombroso que esa ambivalencia entre lo universal y lo castizo del cine de Neville sea extensible a esa distancia que en lo temporal separa a lo pretérito de lo eterno. Deliciosamente nostálgico, el cineasta siempre dirigió su mirada al tiempo perdido. Mi calle es la evocación del paso de los primeros cincuenta años del siglo XX a través de una vía imprecisa de La Latina, El baile una comedia sobre un amor que se mantiene incólume frente al discurrir de los días y El último caballo (1950) todo un homenaje a un mundo en extinción: el arma de caballería.
Esa tendencia a lo pasado hace que en sus cintas haya algo que es eterno. Para empezar, la belleza de Conchita Montes —uno de los pilares del cine de Neville y una de las actrices más irónicas de toda la historia de nuestra pantalla— es, junto a la de María Rosa Salgado, una de las pocas que también aplaude el canon de nuestros días. Nada que ver con esas mujeres, que hoy se nos antojan tan antiguas, que poblaban la pantalla española de la época. La secuencia de la mascarada de Domingo de carnaval, en que Conchita esconde sus ojos tras un antifaz, es de antología.
Para esos madrileños que dicen ser del pueblo de su padre, que Edgar Neville alardeara de ser británico hubiese sido más que comprensible. Hijo de un ingeniero inglés llegado a España para trabajar en una fábrica de motores y una condesa española, el cineasta —por referirnos a uno sólo de sus múltiples talentos— podría haberse sentido tan British como los —ponga el lector el adjetivo que quiera— gibraltareños. Pero Neville siempre sintió una fascinación infinita por el Madrid que le vio nacer en 1899 y morir 67 años después. Lo más curioso es que aquel Madrid, el de Carlos Arniches —cuyo hijo, el arquitecto Carlos Arniches Moltó, fue amigo de nuestro cineasta—, bajo su mirada pierde ese folclor rancio de las zarzuelas y los sainetes, y se observa con el cariño que suscita lo entrañable en la tercera década de nuestro siglo XXI.
Así, en Domingo de carnaval, una intriga criminal ambientada en El Rastro, es un placer ver la plaza del Campillo del Mundo Nuevo, la Ribera de Curtidores con sus charlatanes gritando contra la incultura y el alcoholismo o la misma calle de Carlos Arniches desde la perspectiva de Neville. Esta última precisamente, una de las cuestas más empinadas de mi ciudad si se sube desde la plaza del Campillo, cuando nos es mostrada en la secuencia en que Nieves (Conchita Montes) va a visitar a la tía abuela de Gonzalo Fonseca (Guillermo Marín), luce con toda esa magia, que se me presentan las calles del Madrid de antes de que yo naciera, cuando se me muestran a través de una mirada lúcida y lo bastante perspicaz como para ver más allá del pintoresquismo, aunque en una primera apreciación sea eso lo que muestra.
Cumple asimismo dar noticia de la crítica que le merece al cineasta la burguesía. Sus costumbres son culpables del desdichado matrimonio de Mercedes, frente a la felicidad que representa la vida bohemia junto a Miguel Ángel (Rafael Durán); sus damas pueden llegar a resultar tan perversas como Mariana (Julia Lajos), dispuesta a entregar a Lola (Mary Delgado) a la trata de blancas en El crimen de la calle Bordadores con tal de apartarla de Miguel (Manuel Luna). En ambos casos, un sentir mucho más próximo a nuestros días que a aquellos en los que Neville emplazaba su cámara.
En cuanto a los diálogos, una vez superado el engolamiento, es fácil volver a escuchar interjecciones tan de antaño como aquel «¡ea!», que decían algunos de mis mayores hace más de cincuenta años. Y sin embargo, son tan ocurrentes y vertiginosos como el vacile de toda la vida, tan de mi amada ciudad. Sí señor, pese a estar localizado en el Madrid pretérito, hay algo en el cine de Neville que alude al Madrid de nuestros días.
Un último apunte. El cine español, siempre tendente al ruralismo, tiene un dogma de fe en el que yo no creo: Surcos (1951), la celebrada cinta de José Antonio Nieves Conde, elevada a los altares del neorrealismo patrio. Convencido como estoy de que la ciudad es el mejor y el más grande de los inventos de la humanidad, ese afán bucólico, constante en nuestra pantalla, me parece sumamente reaccionario. En Surcos, Madrid —Lavapiés— es la perdición de la buena gente del campo. Su redención consiste en la vuelta al pueblo, al arado y a cavar los surcos aludidos en el título. Pero la realidad era que en la España de 1951 el tiempo ya apremiaba. Para convertirse a la modernidad —en la que ya funcionaban la mayoría de los países europeos desde mucho antes— había que venir a Madrid, a las grandes ciudades, y dejar atrás el arado. Esa tendencia a lo silvestre, que aún prima y premia el cine español oficial, es tan espuria como el resto de los motivos aducidos para el derribo de mi ciudad: a menudo sólo entraña el fracaso personal de un proyecto vital en ella. Amo el cine de Edgar Neville, mi Daily Planet contra los enemigos de El Foro. ¡Larga vida a la gran ciudad de Madrid!
¡Dabuten!
No sé si como maldito, como heterodoxo o como alucinado, pero le pido, sr. Memba, que dedique un artículo a Manuel Mur Oti. Y, sobre todo, a esa maravilla que es «El batallón de las sombras», ese retrato de mujeres de un portal de Madrid.
Gracias.