En varios países del mundo, el día de la madre se celebra el segundo domingo del mes. Puede caer en cualquier día, entre ocho y el catorce de mayo, y eso como que no termina de gustarle al pintoresco Edipo Nacional. Las madres mexicanas podrán pasarse el año llorando como mártires de telenovela, pero nunca en su día y éste es el diez de mayo, inamoviblemente.
Se equivoca quien cree que hay en su agenda un día más importante, pues la sola sospecha de que así sea le acarreará la fama de no tener madre. O sea pundonor, educación, autoestima, vergüenza, gratitud, maneras y sentimientos, entre otros numerosos faltantes evidentes en quien resta importancia a la fecha sagrada por excelencia. Pasado el mediodía, las calles se hacen totalmente intransitables y el tráfico lo suficientemente denso para que muchos hijos lleguen dos horas tarde a su destino, con el oprobio que esto ya supone. “No te preocupes, hijo”, exhalará un suspiro la festejada, con la vista perdida en lontananza y el cañón apuntando al superyó, “entiendo que tendrás otros asuntos más importantes que tu pobre madre”.
No se supone que haya lugar para el egoísmo en el Día de las Madres, y sin embargo abundan quienes en esa fecha celebran el aniversario de su nacimiento: nada menos que el Día Mundial del Egoísta. Es tradición que quienes cumplen años hagan, en la medida de lo posible, su santa voluntad. Si cenan con amigos serán los invitados, y si van a comer elegirán lugar y compañía. A menos, eso sí, que sea diez de mayo y con suerte consigan celebrarlo en compañía de su psicoanalista. Temprano, si es posible, para no llegar tarde a la comida.
Conozco a fondo el drama del no cumpleaños porque mi correclusa tuvo el tino fatídico de venir a este mundo en un diez de mayo. Cumpleaños tras cumpleaños, acostumbra escuchar infinidad de felicitaciones, casi siempre para otras destinatarias, a las cuales también debe congratular, sin por ello esperar reciprocidad porque quién va a acordarse de tu cumpleaños en pleno diez de mayo. No hay restaurante que no esté repleto, ni mesa a la que Freud no haya sido invitado. Lejos de ahí, mi correclusa suele mirar al cielo desconsoladamente y preguntarse quién le robó su día.
El Día de las Madres mexicano es una especie de acto de contrición, porque incluso los hijos amantísimos tienen por ahí alguna cuenta sin pagar que a partir de esta fecha quedará condonada (valdría decir, hasta nuevo aviso). Pero no es el buen hijo, sino el insufrible, el aún berrinchudo, el siempre caradura, acaso todavía mantenido y solapado por mami, quien celebra este día a todo tren, como el deudor moroso que negocia una nueva línea de crédito. “Madre: no puedo verte trabajar, vete a trabajar a otro lado”, decía mi admirado Gordolfo Gelatino, el clásico de la comedia televisiva cuya madre orgullosa lavaba ropa ajena y vendía gelatinas para que él no tuviera que ganarse el pan, y eventualmente echar por tierra su apostura.
Tenía once años cuando canté el Ave María con mis compañeros en el coro de la iglesia de Coyoacán, durante la misa del Día de las Madres. A juzgar por los ojos beatíficos de mi mamá al salir, un brownie con tetrahidrocanabinol le habría hecho un efecto más modesto. Huérfano adolorido desde el 2011, esquivo la efeméride gracias al natalicio de mi correclusa. Serás, pues, bienvenido, mi leal Cuarentenario, a la fiesta secreta del otro diez de mayo. Los convidados somos tú, yo, cinco perrotes y en el lugar de honor La Regalada Gana de la del cumpleaños. Si llegara a buscarte el amigo Freud, dile que cancelamos el festejo. Él entenderá.
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