Otro seis de octubre, el de 1889, Thomas Alva Edison —el Brujo de Menlo Park, que lo ha llamado el simbolista francés Auguste Villiers de L’Isle-Adam tres años antes, en su espléndida novela La Eva futura, en alusión a la localidad de Nueva Jersey donde el estadounidense tiene su “fábrica de inventos”— patenta las perforaciones del 35 mm. El Mago de Menlo Park, como ya se le conoce en todo el mundo, no puede registrar la película entera a su nombre. Como es harto sabido —gracias a ello la fotografía ha dejado atrás las placas de cristal, poniéndose al alcance de las masas—, la película fotográfica —el soporte de la emulsión fotosensible— ya ha sido patentada por su verdadero inventor, George Eastman, un año antes.
Bien es cierto que el procedimiento ideal para el arrastre de la película virgen de 35 mm, pues de eso se trata, al fin y al cabo, es todo un invento. Merced a él, una vez que Eastman, ese mismo año, cambia el carrete de papel original de su película por otro de nitrato de celulosa —el mítico celuloide—, entre una cosa y otra se acaba de dar forma a una buena parte de la memoria visual del siglo XX.
En efecto, todas las grandes emulsiones fotográficas de la centuria pasada —el Tri X, el Kodachrome, el Agfapan…—, al igual que las cinematográficas —el Eastmancolor, el Technicolor, el Fujicolor—, se valdrán del 35 mm para fijar y preservar para las generaciones venideras las imágenes que conforman la historia del amado siglo XX. Cuatro perforaciones a cada lado del fotograma —con una anchura de 1: 33, 1— y cincuenta y dos fotogramas por metro serán el estándar de la película por excelencia.
Desde el miliciano, mortalmente herido al avanzar en tierra de nadie en la Guerra Civil Española, inmortalizado por Robert Capa en una de sus instantáneas más conocidas, hasta The Beatles cruzando el paso de cebra de Abbey Road, en la no menos célebre toma de Ian McMillan que ilustra el álbum homónimo del cuarteto de Liverpool… En fin, la mayor parte de la imaginería fotográfica y cinematográfica de un pasado aún reciente fue tomada con una película de 35 mm. Sin olvidar la nube del hongo nuclear, que sucedió a la explosión de la bomba atómica caída sobre Nagasaki el nueve de agosto de 1945 y los cientos y cientos de cintas que desde hace décadas y más décadas nos vienen haciendo soñar. Claro que sí, el instante del registro de las perforaciones del 35 mm, por insignificante que parezca, fue un nuevo momento estelar. De eso no hay duda.
Otra cosa es que esa gloria sea atribuible a Edison. Afortunadamente, el Brujo de Menlo Park nunca llegó a inventar esa mujer mecánica que le atribuye en su ficción Villiers de L’Isle-Adam, Eva futura “que inmortaliza en su propia esencia las primeras horas del amor”. Sí que hemos de agradecerle —entre otras cosas— el fonógrafo, el dictáfono y el origen de la red eléctrica de nuestras ciudades.
Ahora bien, las visiones críticas de su biografía, esas de las que no se salva ningún personaje histórico cuando su tiempo pasa, sostienen que el interés de Edison por el cine fue espurio. Bien es cierto que llegará a ser uno de los productores más destacados de la pantalla silente —lo fue, por ejemplo, de Asalto y robo de un tren (1903), el pórtico del western—, pero sus malas artes, para hacerse con el control de la explotación del monopolio del cine, provocaron la Guerra de las Patentes (1897-1917). Durante aquellos años, sus plagios, sus robos, su expolio inmisericorde de la filmografía del francés Georges Méliès llevaron a la ruina a éste, primer cineasta tal y como ahora se entiende dicho oficio, amén de padre de la ciencia ficción.
Con anterioridad a esas vilezas, atribuibles al Edison industrial antes que al inventor, el Mago de Menlo Park ya demuestra lo censurable de su interés por la que habría de ser la manifestación cultural más importante del fin del segundo milenio en su primer acercamiento a ella. A la sazón, mientras los científicos e inventores, americanos y europeos, animados por esa efervescencia de la técnica de la época, se afanan para conseguir plasmar la imagen en movimiento, Edison concibe esa imagen animada como un complemento a su fonógrafo. “Todo saldrá por un agujero”, anuncia como el notable publicista que también es.
A tal fin, pone a trabajar en este sentido a William Kennedy Dickson, un fotógrafo e ingeniero británico, de origen francés, empleado por Edison en Menlo Park. Las posibilidades que allí se le brindan a Dickson —para la investigación del movimiento que precisa la película, presta a adelantar el fotograma impresionado y ofrecer uno virgen al objetivo cada vez que se cierra el obturador— no tienen parangón con las de ningún otro sitio. De modo que es allí donde Dickson —está documentado que fue él— da con el procedimiento que impresionará la película de 35 mm, hasta que ya entrado el siglo XXI ésta sea desplazada por los archivos digitales.
Y como para la proyección el sistema de arrastre viene a ser el mismo —si bien en el proyector el obturador de la cámara se sustituye por una pequeña cruz de Malta—, unos meses después, que a Dickson se le van trabajando para Edison en esa imagen animada que habrá de acompañar al fonógrafo, el empleado del Mago de Menlo Park concibe el kinetógrafo y el kinetoscopio. Aquél es un tomavistas que permite impresionar pequeñas películas para ser exhibidas en el kinetoscopio, su proyector. La primera exhibición se lleva a cabo en 1891, en los laboratorios de Edison, siendo sus asistentes las representantes de la federación de los clubes femeninos del país.
La era de los juguetes ópticos —el praxinoscopio, el zoótropo, la linterna mágica— ha quedado definitivamente atrás. Sólo faltan cuatro años para la legendaria velada —el veintiocho de diciembre de 1895— de la primera proyección de los hermanos Lumière en el Salon indien du Grand Café, sito en el número catorce del Boulevard des Capucines de París. Si esta última se considera la primera sesión cinematográfica propiamente dicha —los Lumière mismos llevaban proyectando sus cortometrajes en algunos círculos y universidades desde varios meses atrás— es porque fue la primera en que sus asistentes pagaron una entrada por sentarse a ver una película.
Ahora bien, desde 1893, los kinetoscopios —unas cajas de unos ciento veinte centímetros de altura donde la gente admira rudimentarios cortometrajes a través de un visor— se han convertido en toda una amenidad en los vestíbulos de los hoteles, grandes almacenes, cafés y demás lugares frecuentados por la gente más postinera, quienes gustan de solazarse con el nuevo invento. Sin olvidar los sesenta salones dedicados en exclusiva a los kinetoscopios. Sin embargo, hablamos de un aparato más efímero que el resto de las cosas, pues, a partir de 1895, no tardaría en ser desplazado por el proyector de los hermanos Lumière.
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