Muerdas donde muerdas, hay carne. Cada frase es una hebra repleta de nutrientes, cualquier párrafo es un atracón de proteína para el cerebro, la suma de los capítulos de La Máscara moral (Debate, 2022) conforma una pieza sabrosa y jugosa sin desperdicio alguno. Después de haber agitado el árbol de la impostura en su anterior ensayo, El síndrome Woody Allen, Edu Galán termina de desnudar al emperador digital en su última obra. El periodista asturiano denuncia el mercantilismo al que está sometido la moral en nuestra sociedad, en la que los valores se convierten en palabras huecas para reivindicar atención. Y todo esto lo hace convertido en un Sócrates 3.0, que retrata, sin filtros de Instagram, a los sofistas más progres y también a los más cavernarios.
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—Según la RAE, impostura es un «engaño con apariencia de verdad». ¿Cuánto va a tardar la OMS en declarar que la impostura es la nueva pandemia?
—Espero que nunca (risas). La impostura realmente no es una enfermedad, pero sí que es una epidemia en el sentido social. Las formas que tenemos de comunicarnos han impulsado una impostura sin fin, cuyo único sentido es llamar la atención para comerciar, para conseguir que tus redes, que tus perfiles sociales, sean más o menos notables. Esta impostura lo que hace es desmerecer el objetivo que puede tener una posición moral. Es lo que está ocurriendo ahora con las acciones contra cuadros famosos en los museos. Se desdibuja el objetivo final, denunciar el cambio climático, que en principio es algo muy respetable. Vivimos en una impostura constante en la que el siguiente salto mortal es cada vez más complicado. Hasta llegar a un punto en el que todo se naturaliza, y en lugar de servir a la causa que dices defender, la abaratas.
—Utiliza en su obra la siguiente frase del filósofo Byung-Chul Han: «Cuanto más moralizante es una sociedad, más descortés se vuelve». ¿La excesiva observación del otro fomenta la grosería?
—Por supuesto. Cuando todo se vive en una moral dicotómica, cuanto todo es blanco o negro, el que piensa distinto —el otro— se convierte una persona inmoral: es el que está permitiendo el aborto, el que está en contra de los homosexuales… El que se opone a nuestras ideas deja de ser persona, de ser un sujeto político, y está permitido ser grosero con él. Además, esto viene bien amplificado con otra característica de las redes sociales que es el anonimato. Yo soy de los que piensa que, aunque tu perfil sea anónimo, deberías registrar tu DNI en cada una de las redes sociales a las que te apuntas. Para que, de esta forma, seas responsable de las barbaridades que puedes llegar a decir. Pero el campo está abierto, todo vale, porque la persona a la que diriges esas groserías es tu contrario, alguien con quien hay que acabar.
—Nuestras camisetas, tatuajes, la funda del móvil… todo tiene que tener un mensaje, y si es moral, mucho mejor. ¿Por qué todo lo que compramos debe ser auténtico?
—Porque está diseñado para serlo. Las empresas multinacionales —tanto de ropa, como de carcasas de móvil, de alimentación, de cualquier cosa— venden productos y mercancías que son iguales —una loncha de chóped es idéntica de una marca o de otra si tienen un precio similar, lo mismo pasa con la funda de un teléfono—, por eso intentan que el consumidor se convierta en coproductor. Se trata de que cada vez que compras esa loncha de chóped, por ejemplo, estés combatiendo el cambio climático. Lo que hacen es otorgarle un valor moral simbólico que crea un apego en el consumidor. Algo que no ocurriría si no hubiese ese mensaje.
—Cuenta en su obra cómo la moral se ha convertido en un valor de mercado. Todos nuestros principios son aprovechados por el marketing. En los últimos años todas las empresas se convirtieron en sostenibles, verdes y responsables. Estuve en una conferencia en la que uno de los ponentes, al hilo de este tema, decía que ya sólo falta que anuncien una bomba atómica sostenible.
—(Risas) Totalmente. Frente al consumidor que puede ser hipócrita —al creer que comprando un producto está ayudando al medio ambiente—, las multinacionales son hipócritas per se. No tienen ningún tipo de problema en anunciar que algo es sostenible cuando a la vez tienen a trabajadores en Afganistán haciendo pantalones. Vivimos en una época desmemoriada. Y es muy fácil para una gran empresa librarse de cualquier contradicción realizando pequeñas acciones cosméticas, que no cambian en nada su volumen de negocio. Además, si la población va a criticar a alguien es a los políticos, que son el pimpampum. Pocas veces verás a gente manifestándose frente a Zara o Primark. Con que esas empresas digan que defienden los derechos de la mujer, y lo pongan en las camisetas que nos venden, parece que eso calma nuestras conciencias. Porque, como decía antes, nos transformamos en coproductores, nos convertimos en cómplices.
—Ese modo actual de consumir de forma identitaria, de la que habla en su ensayo, ¿alimenta la polarización?
—Hay que entender que las morales no están solo a favor de un grupo, sino que también están en contra de alguien. En este mundo dicotómico, que se muestra sin contradicciones —como si, por ejemplo, una persona de izquierdas no pudiese tener amigos de derechas o viceversa—, lo lógico es que se tienda hacia la polarización. En el libro explico que el mundo real no es independiente del digital. Yo tengo una teoría, aunque no hay datos que la sustenten, de que la polarización que vivimos en el mundo virtual se está trasladando al real. Esta polarización se vive de forma más exagerada en aquellos países donde las leyes de control de armas son más laxas, cuando alguien tiene el acceso a pegar un tiro a alguien. En Estados Unidos la polarización es extrema porque hay una ultraderecha que tiene la oportunidad de acceder a armas. En Brasil también lo estamos viendo. Si las leyes cambiasen en España, esa polarización sería aún más fuerte.
—Nos ponemos una bandera en el perfil de nuestras redes sociales o usamos un hashtag para defender unos valores morales o comprometernos una causa. ¿Qué riesgos tiene esto? ¿Han favorecido las redes sociales un aumento de la impostura?
—Las redes sociales e Internet han impulsado la impostura. Como ocurrió con la imprenta o el tren. Las herramientas que usamos no son inocentes; nos transforman. El tren, como explica Richard Sennett en La corrosión del carácter, cambió nuestra forma de pensar porque permitió que familias que no se veían nunca — cuando un familiar se iba del pueblo era muy difícil que tú volvieses a estar con él— pudiesen hacerlo, y eso transformó su psicología. Mi hipótesis —y esta sí que es segura— es que la masificación de las redes sociales y de internet cambia la forma de relacionarnos. Ahora estamos instalados en una dinámica completamente diferente. Pero como es tan reciente, todavía no la entendemos. Este libro es un esfuerzo por comprender lo que nos está pasando. Es un ensayo casi diagnóstico, pero un diagnóstico en gerundio. Como quien va a un médico de atención primaria con una tos rara, y entonces el doctor —que en el libro soy yo— solo puede darle una aproximación, porque la está padeciendo ahora. Y esa tos rara puede ser algo inocuo o se puede revelar como un cáncer de garganta.
—Todas estas máscaras morales que nos ponemos generan contradicciones: gente progresista que defiende valores feministas, y que a la vez protege a clérigos salafistas que restringen en sus discursos los derechos de las mujeres, que calla ante lo que está ocurriendo en Irán.
—Primero hay que entender —y quien no lo haga así, peor para él, porque va a acabar medicado— que las personas en Occidente se mueven entre millones de contradicciones. Algo que les ocurre especialmente a las mujeres con su aspecto físico. La gente en estos países se mueve entre diferentes morales: ser católico y estar a favor de la pena de muerte, o lo que tú acabas de decir. Muchas veces lo hacen por una exhibición en redes sociales o por querer pertenecer a un grupo. Lo importante es saber detectar qué es una impostura. Pero para eso, tienes que dedicar tiempo a escuchar lo que dicen los demás y analizar. Y hay una cosa muy importante, que repito en el libro: la gente no es lo que dice, es lo que hace. Cuando afirman, por ejemplo, «está es una persona muy empática», y entonces preguntas «¿Por qué es una persona muy empática?» y no te saben responder. Quizás lo sea porque lo dice él o porque se saca muchas fotos. Si de verdad es una persona muy empática deberían existir hechos materiales que lo corroborasen. Pero vivimos en una sociedad de etiquetas. El máximo exponente de todo esto es el Papa Francisco, que va a llegar un punto que diga que no hace falta creer en Dios para ser católicos. (Risas) Porque es un Papa peronista, es un Papa populista. Si el Papa puede habitar sin problemas en esas contradicciones, cómo no lo va a hacer cualquier otra persona de nuestra sociedad.
—¿De dónde surge la obsesión por controlar moralmente a los demás?
—Las herramientas que utilizamos ahora nos refuerzan para que realicemos ese control moral a los demás. Que los miremos constantemente. Y evaluemos tanto su comportamiento moral como su aspecto físico. Porque si me hago una foto en la que estoy guapo, en la que estoy alegre, va a tener muchos más likes que una más estándar. Y si hago una publicación en la que alabo o ataco a alguien, voy a ser más recompensado que si pongo algo aséptico. Las redes nos educan para hiperobservar a los demás, y señalar los errores y defectos de los otros.
—La música tampoco se libra de estas máscaras morales. A los Hombres G les señalan por una canción escrita hace cuarenta años. Cuando escuchen alguna de Ilegales les da un pasmo.
—Con Ilegales no se meten porque Jorge (Ilegales) coge un bate y les da en la cabeza (risas). Como explico en el libro, las ficciones son lo más cómodo para «okupar» porque están sujetas a diversas significaciones y diferentes contextos, y al atraerlas al plano moral se elimina ese contexto y ese significado. De repente, lo de los Hombres G ya no es una canción, es una cosa horrible que le puedes decir a alguien. Ese tema ya no está en el contexto de música pop inocente de los 80, ahora está en el moral en el que las palabras se convierten en unívocas. La canción ya no es un divertimento ahora es una cosa peligrosa.
—Se repiten hasta la saciedad los mismos productos culturales: sagas infinitas de películas, novelas con el mismo protagonista, reboots, series de siete temporadas o más… ¿Hay miedo a ficciones que nos han sido ya testadas y aprobadas conforme a los nuevos valores morales?
—Sí. Aunque yo creo que esto tiene relación con la comodidad del espectador. Es algo que tiene que ver con la tecnología. Las grandes plataformas pueden medir cuánto tiempo pasas viendo una película, si te levantas en un determinado momento… Y basándose en todas estas estadísticas, ven que las ficciones cómodas, identificables, son más efectivas que aquellas que buscan otras cosa. Con esto ocurre un poco como con los productos de consumo, para qué hacer cosas nuevas si ya tienes un producto, una franquicia, que puedes explotar haciendo un remake, para qué crear una ficción nueva que corre el riesgo de ser calificada de inmoral.
—Lo moral está en todos los sitios. Ahora también se sienta a la mesa. Como está ocurriendo con el veganismo. ¿Por qué en lugar de valorarlo como una opción alimentaria se muestra como una imposición moral?
—Porque el veganismo tiene mucho de moral. Cito muchas estadísticas en el libro para demostrar que los veganos lo son por moralidad, no porque tengan una mala salud. Mi problema no es tanto con que seas vegano o no lo seas, sino con que todo se revista de moral. Ya no hay carreras populares, todas las carreras lo son contra algo: el cáncer, la leucemia, la droga… Todo se acompaña de razones morales y es un poco agotador. Es lo que hablábamos de la canción de los Hombres G, o cualquiera de Ilegales, pensadas para el divertimento puro. Pero ha hecho mucho esa idea de que todo es política. Evidentemente en esas canciones existe una ideología, una forma de ver el mundo, pero no es su propósito. Estas canciones están pensadas para que la gente baile, se divierta, se emborrache. Cuando las sacas de ese entorno se convierten en cosas graves. Entonces cuando sacas la idea de que comer un chuletón es una cosa horripilante, o que lo es el veganismo, hay que preguntar el porqué. Que me lo explique sin aludir a etiquetas. A mí me encanta escuchar esos porqués.
—Susan Sontag nos advirtió hace varias décadas de los peligros de atribuir a la curación de un enfermo variables psicológicas individuales, como el esfuerzo y la bondad. Hoy vemos en las redes sociales cómo se identifica la curación de un cáncer con una lucha y al enfermo con una especie de guerrero. ¿Debemos inyectar carga moral a una enfermedad? ¿Tiene sentido visibilizarlo públicamente?
—Hay que visibilizarlo si entendemos que a quien sufre esa enfermedad le anima a nivel personal, si diciéndole que es muy fuerte puede inyectarse ese placebo y le sienta bien. A mí eso me parece estupendo. Aunque hay que saber que solo es un placebo, y que no influye en un tratamiento de quimioterapia. Y es importante que se diferencie que lo que vale para unos, no sirve para otros, porque les crea una responsabilidad sobre su propia enfermedad, que es muy complicada y muy dura de llevar. Pueden estar tristes. No es malo que estén tristes. No influye en su enfermedad. No está comprobado que bajen sus defensas por estar tristes. Lo que mi libro va es contra ese tipo de ilusiones, contra esa moral adecuada, la idea de la capacidad de curarse que el enfermo no tiene.
—Antes juzgábamos los productos culturales por su calidad. Ahora también por el número de minorías representadas, de colectivos incluidos, el tipo de lenguaje empleado… ¿Cómo debe la cultura enfrentar este control moral que se le quiere imponer?
—Antes la moral ya estaba presente. La Seminci empezó siendo un festival de cine religioso. La moral estuvo presente en los productos culturales durante la dictadura. El problema es que ahora, en muchos casos, es la única variable con la que se evalúa una obra artística. Si la obra representa una violación, si la pintó un maltratador como Picasso… Todo eso es muy ingenuo porque una obra tiene un plano moral, un plano ideológico y otro artístico, que pueden ser contradictorios entre sí. Volviendo a Picasso, sus valores morales son muy inferiores a los del Guernica. Algo que es contradictorio porque él fue quien pintó ese cuadro. Debemos entender esto y tenemos que saber gestionarlo para que no se vendan como productos culturales excelsos aquellos que en realidad son bazofias por estar enmascarados de denuncia. Una película puede defender los derechos de los homosexuales, pero eso no la valida artísticamente. No tienes por qué ver una película con la excusa de que en cada plano hay una minoría representada. Yo sospecharía cuando eso lo hace una multinacional. Aunque mucha gente no tiene dudas cuando lo hace Disney, una de las compañías más horripilantes con los derechos de los trabajadores. Yo trato de dar una serie de herramientas al lector. Creo que mi libro en lugar de La máscara moral debería titularse Que no te la cuelen.
—Terminamos hablando de los woke. ¿Son de izquierdas? ¿Calvinistas? ¿Una escisión de la secta del Templo del sol? Quizás se merezcan que les dedique un libro entero a ellos solos.
—Es muy sencillo. Los woke son el resultado de la sociedad liberal de Sillicon Valley. Con la globalización y con las redes sociales, sus ideas han contagiado a una izquierda que yo detesto. Los woke son una cosa pija e insoportable. Y lo peor es que han alentado su espejo deformado también en la derecha. Porque yo ahora, de repente, me encuentro a todos esos casposos que defienden a Queipo de Llano declarándose políticamente incorrectos; rebeldes. Son rebeldes, pero si yo hago un chiste sobre la Virgen de la Macarena me queman en la plaza pública; y si falto al respeto a la bandera, lo mismo. El problema es que yo me veo en el medio, con ganas de fusilar a los woke y a los otros, los que se definen como políticamente incorrectos, que me recuerdan a una tía abuela que me decía todo el tiempo esa cosa tan horrible de que no hay que confundir libertad con libertinaje.
¿Y qué es mofarse de determinadas personas e ideas en ‘Mongolia’ (el nombre también), no con el humor blanco de, por ejemplo, Álvaro de Laiglesia o Benny Hill, sino con sarcasmos, caricaturas y deformaciones? Groserías hechas para conjurar el mal con el humor. Es decir, moralizar. ¿Y que este libro según lo que se dice en la entrevista? Una reflexión moral, sobre lo que está bien y está mal, según la moral del señor Galán, que la tiene, como todos.
Otro asunto. En la segunda respuesta, el señor Galán hace la generalización de que «quien se opone a nuestras ideas, «deja de ser persona, de ser sujeto político». En la última respuesta, lo ejemplifica al llamar casposos y expresar sus ganas de fusilar a quienes no son de sus ideas. Pues esto es eso que llaman progresismo e izquierda, que nadie sabe lo que es, pero que sirve para beneficiarse de algunos privilegios (doble vara de medir, la ley del embudo, moral selectiva, club de Juan Palomo). No todos somos como usted, señor Galán, algunos tenemos una moral diferente. Usted haría un chiste sobre la Macarena, pero yo jamás lo haría sobre su madre. Su tía abuela, cuya experiencia desprecia usted, tampoco. Las madres y los muertos son sagrados. Si no respetamos nada, si no nos ponemos límites, no pidamos ni esperemos respeto. No nos la cuele, señor Galán.
Está canijo agarrarle a todo el rollo (discurso) que expone Galán y su entrevistador a modo. ¿Qué entiende por imposturas? Acaso la falta de entendimiento de conceptos como se evidencia en: «Mi hipótesis —y esta sí que es segura— es que la masificación de las redes sociales y de internet cambia la forma de relacionarnos.» Su rollo, desde preconcepciones muy locales (desde su moral muy propia) desembocan en entendimientos limitados o sesgados; y entonces nada que hacer con evidenciar imposturas desde imposturas. Aún cuando casi todos estemos de acuerdo en la manipulación de las empresas para aparecer sustentables, ecológicas y otras dilataciones más.