A primeros de marzo, Hachette anunció que publicaría A propósito de nada, las memorias de Woody Allen; cuatro días después, tras un aluvión de críticas en las redes sociales, la editorial se retractaba: “La decisión de anular el libro del señor Allen ha sido difícil de tomar. Nos tomamos muy en serio la relación con nuestros autores y no cancelamos libros a la ligera. Hemos publicado y seguiremos publicando muchos libros retadores”. Pero. Y en ese pero cabe un mundo. Sobre esta cancelación, Stephen King dijo: “Me importa un comino el señor Allen. Lo que me preocupa es quién será el siguiente en ser amordazado”.
Edu Galán (Oviedo, 1980) comulga, en este sentido, con el autor de El resplandor. En El síndrome Woody Allen (Debate, 2020), una mitad de Mongolia —en realidad, un cuarto: no hay que olvidarse de Fernando Rapa ni de Pere Rusiñol— reivindica la duda y el pensamiento crítico en un mundo maniqueo, infantil, sentimentaloide y aborregado, advierte sobre palabras tótem como “tolerancia” o “empatía” —“en apariencia buenas y unívocas cual Madre Teresa de Calcuta pero en realidad malas y polisémicas cual, de nuevo, Madre Teresa de Calcuta”— y constata el fracaso de una izquierda que batalla “en lo único moldeable: las ficciones y los relatos en sus diferentes formas de (re)presentación”.
El lanzamiento del citado ensayo justifica esta conversación:
—Señor Galán, ¿es mejor que te llamen “hijo de puta” o “asesino” a que te tilden de “machista”?
—No, hombre. En esa graduación… Creo que con “hijo de puta” o “asesino” se lo piensan más, y “machista” es algo que se lanza indiscriminadamente. Es una calificación muy accesible que oculta a los verdaderos machistas y a los verdaderos asesinos machistas y a los verdaderos maltratadores machistas. En los machistas hay una gran zoología. Cuando se utiliza “machista” con cualquiera, incluso con alguien que cede el paso en un restaurante, pues claro, el verdadero machista está feliz: si es igual un señor que dice unas barbaridades terroríficas que un señor que cede el paso, pues ya me dirás. Hay una tremenda dificultad de matizar en una sociedad maniquea, llena de palabras para lanzarse unos a otros.
—La revaluación del significante “machista” va ligada de una devaluación de su significado.
—Totalmente. Sobre todo el uso. El uso indiscriminado. El utilizarlo como palabra mágica, como algo que, sin razonar mucho más, te vale para descalificar la opinión del otro. Es decir, no necesitas montar ningún tipo de argumentario si tú, que eres una activista de izquierdas, coges un trozo de un libro de quien sea y lo llamas “machista”. Ya dejas que la turba replique al insulto, y sin ningún análisis del contexto de la obra, del porqué del escritor… que puede ser que sea machista, ¿eh? Pero como se utiliza tan a la ligera, ya ha perdido todo el valor. Lo cual es una pena, porque hay machistas, evidentemente, y machistas violentos, y escritores que fueron machistas, pero yo pido un poco más.
—Va otro vocablo de uso común: “víctima”. ¿Suscribe a Giglioli cuando dice que “la víctima es el héroe de nuestro tiempo”?
—Sin ninguna duda. La sociedad de atención al cliente da a la persona una cantidad de métodos, absolutamente alucinantes, desde tiendas de ropa hasta redes sociales, para expresar su yo. Y no hay yo que más atraiga, como sabemos por la literatura y por los realities, que el yo de la víctima. A todos nos gustan las historias de víctimas que se superan. Eso está en la base de la literatura clásica griega: La Odisea es la historia de una víctima que espera y de otra que viaja entre dificultades. Es una narración de ficción, ojo. Entonces, la sociedad te da millones de métodos para que conviertas la vida normal, con sus dificultades, en la de una víctima. Por ejemplo, el síndrome de estrés posvacacional: ya no te jode ir al trabajo, eres una «víctima del síndrome de estrés posvacacional». En EEUU se habla del síndrome que tienen algunos negros, que es como el síndrome postraumático, por su pasado esclavista. Claro, la sociedad te da una cantidad de armas para ser víctima que quién no querría. Declarándote víctima tienes la atención de tus redes sociales, de la gente que te rodea… eso es maravilloso. Luego, yo pongo el ejemplo contrario, el de alguien que se quitó su condición de víctima a manotazos: Jesús Neira. Fue un héroe objetivamente: si yo veo a un señor que está pegando a su mujer, puede ser que por miedo no actúe, o llamo a la policía, o no me meto en líos porque igual la discusión no es tan fuerte. En general, somos muy cobardes. Yo creo que lo que hizo Neira es lo que hay que hacer: intervenir. Entonces, se convirtió instantáneamente en una víctima canonizada. Y siendo una víctima y un héroe de verdad, ¡se lo quitó! ¡Es un hito en nuestro tiempo!
—Mientras, otros conceptos, como el de “presunción de inocencia”, saltan por los aires.
—¿Cómo no va a saltar por los aires, si vivimos en una sociedad en la que saltan por los aires el concepto de “verdad”, o todo aquello que no aguanta la corrosión de lo sentimental? ¿Cómo no va a saltar por los aires la presunción de inocencia, que depende de un Estado de derecho, de un tiempo, de un largo plazo para determinar si un señor es culpable o no? Ahora lo que se pide es cortoplacismo, emocionalidad. Todo aquello contra lo que el derecho debiera luchar. Y todos esos factores contra los que lucha el derecho son apreciados por la sociedad actual. Por lo tanto, la presunción de inocencia es, como la libertad de expresión, sacrificada. Bajo el uso, digamos, perverso e, incluso, de las mejores causas. Hay gente convencida de que está utilizando una causa para determinada cosa, y en realidad la está utilizando para la contraria. Y eso me molesta. Si no lo sabe, debería enterarse, y si lo sabe, como ocurre en muchos casos, en los que hay gente que utiliza las causas como el feminismo o el racismo para eliminar enemigos, es deber señalarlo. Pero no porque te señalen a ti como machista o como racista, sino porque devalúan causas absolutamente respetables. Y las devalúan por su propio interés personal, sentimental o económico.
—¿La del Me Too ha acabado siendo una causa fallida?
—Más que una causa, se inserta dentro de un feminismo estadounidense. Más bien, es un movimiento de comunicación, un “ya estamos hartas en Hollywood de vivir esta mierda”. De que haya señores que abusen de ti, que te violen y que se considere esto dentro de la industria como algo normal para ascender. Entiendes el hartazgo, y quien no lo entienda, peor para él. Y entiendes el hartazgo de los negros norteamericanos con el Black Lives Matter. Otra cosa es en qué ha derivado y por qué. Y el porqué tiene mucho que ver con el cómo: al tratarse de un movimiento absolutamente, como explica Margaret Atwood, espontáneo, de hartazgo, no se canaliza, y ocurre, hasta cierto punto, como las turbas, las masas enfurecidas que van a buscar culpables. Un capítulo del libro se llama “Póngame 300 gramos de culpables”. Entonces, más que buscar soluciones, que van unidas también a buscar culpables, han buscado culpables exclusivamente. Y con las formas más sentimentales y más cortoplacistas como, por ejemplo, el hashtag este, que es increíble, de #Yosítecreo. Esto está bien a nivel psicológico, pero es inaceptable en una democracia. Yo el que propongo es #Yosíteescucho, que es el gran problema que ha habido: la justicia, los poderes… no han escuchado a las mujeres. Pero de ahí a automáticamente creer a alguien por el mero hecho de nacer con polla o vagina… No, mire usted: esto es inaceptable.
—¿El argumentum ad Hitlerum ha dejado de ser una sátira? Por ejemplo, el otro día, Viggo Mortensen, declaraba: “Lo que se ha hecho con los ancianos durante la pandemia se parece a lo que hacían los nazis”.
—Lo explica estupendamente Aleix Saló en su libro Todos nazis. Con el reductio ad Hitlerum, el “todo eso es propio de nazis”, el “esto lo pensaría Hitler”, descartan todo argumento: Hitler decía que fumar es malo, luego fumar es bueno, ¿no? (Risas) ¡Pues no! Con los nazis podemos no estar de acuerdo en el 99% de las cosas, pero a lo mejor decían que fumar es malo, cosa que da igual que la digan los nazis o no, porque fumar es malo. Ese reductio de descalificar las opiniones porque son propias de nazis sin argumentar más allá, o porque el otro es un hombre o es una mujer… Con el libro, me están repitiendo mucho: “¡Bien que criticas a los activistas, pero no te hemos visto nunca en las colas del hambre de Madrid, o ayudando en la Cañada Real”. Ya, mire, pero es que no es mi trabajo. Mi trabajo es el de un analista. El de los activistas es otro trabajo. Yo me dedico al análisis. Es como cuando argumentas que los inmigrantes no son criminales y los fachas te dicen: “¡Pues llévese uno a su casa si tanto le gustan!”. Entonces, que la izquierda caiga en esos juegos absurdos… Hay un gravísimo problema aquí: como vivimos en una sociedad sentimental, la gente ya no entiende que alguien que habla públicamente no puede ser un activista. Es decir, no entiende que los periodistas que hablan sobre el Open Arms no sean a la vez activistas.
—En la anterior entrevista, con Darío Adanti, me dijo que un periodista no puede ser activista.
—De hecho, es malo para los periodistas: gracias a que los periodistas no son activistas, pueden descubrir tropelías de algunos activistas. O amplificar denuncias de los activistas porque si fueran parte de ellos, sería una denuncia interesada contra un poder político que no actúa, etcétera. Es esta cosa absolutamente blandurria que desmerece el trabajo de los activistas de que todo el mundo se coloca la etiqueta, porque llama mucho la atención, de activista. Y yo no me la coloco, joder, ¡que yo no soy activista! ¡Que no, que ese es el trabajo de otros! Y voy a defender que ese trabajo esté bien pagado, que no existan esas colas del hambre, y no me van a dejar dormir por defender eso. Pero yo no soy activista. Me dedico a analizar la realidad y a defender posiciones críticas sobre la realidad, no a actuar sobre ella. Ustedes pueden limpiarse el culo con mis escritos, pero ahí hay ciertas cosas que yo veo y que creo que sería necesario tomar en cuenta. ¿Que no las toman en cuenta? Pues mire usted, coja el libro, dóbleselo, introdúzcaselo y sea feliz.
—En El síndrome Woody Allen, cita un verso de Leonard Cohen: “Todo el mundo sabe que el trato estaba podrido”. De la misma canción (“Everybody knows”) es este: “Todo el mundo sabe que el capitán mintió”. Mi sensación es la de que ese todo el mundo sabe esas cosas o, al menos, las intuye, pero prefiere no investigar si ese trato, si ese capitán es de los suyos.
—Esa frase la escogí, y es también muy buena la que tú has escogido, porque a poco que rasques, te das cuenta de que mintieron: el trato era una mierda, nos están dando placebo sin parar. Sólo hace falta ver los derechos de los trabajadores en nuestro país, cómo ha evolucionado la sanidad pública en esta comunidad… Está todo podrido. Y lo hemos aceptado por la teoría de la rana. Si nos cuentan hace diez años lo que iba a pasar ahora, hubiésemos saltado. Nos han ido cociendo con buenas palabras como, por ejemplo, los Oscar y la diversidad. Que me sudan los huevos. Los Oscar me sudan los cojones. Lo importante es que, a partir de esto, nos han hecho creer que con estas medidas, que son inanes… (Piensa) El último anuncio de Amazon es la hostia. “¡Uuuuh, que en Amazon contratan a gente del barrio de Aluche! ¡Viva Amazon! ¡Uuuh, uuuh!”. Entonces, con gestos como el hashtag #vivanlosOscar, ¿no te das cuenta, tío, de que en EEUU las condiciones laborales de los técnicos de los Oscar, las condiciones laborales de las minorías, son pésimas? ¡No hay sanidad pública, nene! ¡Tendrías que revolverte por la hipocresía! Es una sociedad radicalmente individualista, que conozco muy bien. ¡Estamos dejando la educación de nuestros hijos en manos del puto Disney y de las multinacionales, y encima les aplaudimos porque sale un negro en Star Wars! Hombre, es que hay que ser imbécil. Imbécil y desgraciado. A mí me encanta ver Star Wars y todas estas cosas, pero coño, que sepas que el capital te mintió, joder. Que te están dando un placebo. Yo sé que si bebo muchas cervezas, vuelvo mamado a casa. No me autoengaño y digo que me caí sobre mi propio vómito porque yo no sabía esto. Por favor, no nos autoengañemos. Y encima hay gente a la que supones inteligente diciendo “¡vivan los Oscar donde están todas las razas, es un primer paso!”. Dicen mucho esto de “¡es un primer paso!”. Yo me imagino estar viviendo en Aluche o en Vallecas y cagándome en su puta madre. ¿Cómo “un primer paso”? ¡Si no facturo!
—Zuckerberg, el fundador de Facebook, declaró en el Congreso de EEUU que Silicon Valley es un “lugar extremadamente de izquierdas”. ¿Cree que dijo lo que pensaba sin pensar lo que decía?
—Puede ser extremadamente de izquierdas, pero no se puede hablar ni de feminismo, ni de comunismo, ni de izquierda ni de derecha: hay que hablar de feminismos, de comunismos, de izquierdas, de derechas… porque hay muchos tipos. Es posible que en Silicon Valley exista una corriente de esta izquierda norteamericana, protestante, neoliberal, sentimental. Siempre tuve la ilusión de, sacando a los monjes o no, bombardear el Valle de los Caídos. Es una de las ilusiones que yo tuve y se me ha jodido. Entonces, he cambiado el destino de mis misiles a Silicon Valley. Y al igual que digo que a los monjes los sacaría, a toda esa izquierda liberal posmoderna, vamos… Os dejaría apretar el botón conmigo previo pago de entrada (risas). Y arrasarlo. ¿Te imaginas qué alegría?
—La izquierda hija de la Ilustración, que enarbolaba la bandera de la razón y pugnaba por los derechos sociales y el bienestar general, ¿está siendo devorada por esta nueva izquierda sentimentaloide, virtual y posmocuqui? ¿El síndrome Woody Allen es fruto de la constatación del fracaso de la izquierda clásica?
—Del fracaso de la sociedad. Me centro en la izquierda porque es la que toca el caso de Woody Allen; la derecha no se mete tanto. Es un fracaso absolutamente general. ¿Y la derecha ilustrada? No existe una derecha ilustrada. Ves a Abascal, este anormal profundo, diciendo que el de Sánchez ha sido el peor Gobierno en los últimos ochenta años… ¡Es la barbarie! Hay una derecha que es la barbarie, por mucho que Cayetana Álvarez de Toledo me venda lo contrario. Es la barbarie absoluta, el racismo, la xenofobia, son autoritarios… Más que centrarlo en el espectro que tú me pones de izquierda o derecha, te lo centraría en autoritarios y liberales. Y creo que los liberales, los que tenemos esa idea de creer en la razón, tanto en la derecha como en la izquierda, estamos muertos. Pero llevamos muertos muchísimo tiempo. Hay una canción maravillosa de Randy Newman que habla de que él lleva treinta años en el mundo de la música, como muchos otros, y que se llama “Estoy muerto pero no lo sé”. Estamos muertos pero no lo sabemos. Al final, lo que queda es el “¡¡¡uh, el ministro con su bebé!!!”, “¡qué bonita está Belén Esteban y tal!”. Todo es cortoplacista e infantiloide. Y lo infantil lleva a la turba. Y estamos ahí, anclados. Como somos pocos, cuando encontremos la vacuna, pillaremos un local para unas 300 ó 400 personas que quizá podamos llenar, pero no seremos más.
—Esa efervescencia sentimental no es exclusiva de la izquierda. Por ejemplo, el 17 de agosto, Andrea Levy colgaba el siguiente tuit: “La política de la empatía es la mejor ideología”.
—¿Cómo no va a decir eso? Tenemos una serie de palabras que son tótem. En el fondo, tanto de izquierdas o de derechas, utilizan palabras que puedan apelar a que le voten. Me parece absolutamente lógico. Y demuestra, además, que esas palabras tótem no sólo se han instalado en la izquierda, sino que se han instalado en la sociedad.
—O “tolerancia”, que es una palabra terrible: “Tú eres menos que yo, o peor que yo, y yo te tolero”.
—Te dan palabras y las utilizas sin entender bien qué significan, porque te han dicho que son buenas inequívocamente. Y no siempre son buenas. “Tolerancia” o “empatía” son palabras asquerosas que ocupan la realidad actual. “Felicidad” es otra. Hay millones de libros que hablan de que la felicidad, tal y como se entiende ahora, es un constructo inasible, psicologicista y peligroso, porque te hace creer que el objetivo de la vida no es la vida, sino un constructo metafísico, como si fuese el Cielo, que se llama “felicidad”. La felicidad, si es que existe, como dice mi maestro Marino Pérez, debería ser evaluable como la vida: cuando estás en tu lecho de muerte.
—Y, usted lo advierte, esta sentimentalidad ha colonizado la universidad estadounidense… y está llegando a las españolas.
—A toda Europa. Esa universidad helicóptero, que sobreprotege a los alumnos adultos, crea alumnos que no están preparados para la vida. Ante las adversidades de la vida, lo que hay que hacer es prepararse para ellas. No hay que proteger al alumno y esconderlas. Por ejemplo, ya no existen tullidos: existen personas con “habilidades especiales”. Ya me dirá usted. Maquillan la realidad para que los adultos estén cómodos. “Yo estoy cómodo conmigo mismo”. Pues mire, lo peor que puede hacer es estar cómodo consigo mismo. ¡Eso es imposible absolutamente! Por millones de condicionantes: porque la vida es muy complicada, porque está sujeta a azares, porque te pones malo, los seres queridos se ponen malos, se mueren… Entonces, esta idea de poner entre algodones a los alumnos crea gente que, de pronto, sale al mercado laboral, y a la vida de verdad, después de haber estado pagando una universidad que lo único que hace es darte la razón, y no es capaz de afrontar que el jefe le eche una bronca, que esté un poco más gordo de lo normal, que su novio o novia les deje… cosas que son absolutamente normales. Y esto provoca, y es lo que está pasando en Inglaterra, que haya más psicólogos y más medicación, en lugar de ayudar a que las personas entiendan que vivir es jodido. Y no te digo ya en Gambia.
—Creo que Occidente se está aborregando. Y una sociedad de borregos siempre necesita un pastor. A falta de dioses, ¿quiénes son los mejores colocados para conseguir la vacante?
—Una sociedad de adultos que cuando va a Disneyworld sólo ve, como hacen los niños, el castillo y lo maravilloso de las vueltas, y no ve al señor disfrazado de Mickey Mouse y la maravilla humana de organizar Disneyworld, en el sentido de que tiene que haber un señor que limpie, que hay unos turnos, un aparcamiento… son las cosas que vería un adulto. El niño va a Disney y se queda fascinado. No entiende más allá. Y por eso vivimos en una sociedad de niños que se quedan fascinados por el fulgor de Disney, de los nacionalismos o de los populismos. No ven más allá. Esto es un gravísimo problema que nos ha traído una sociedad en la que son encumbrados tipejos como Boris Johnson o Abascal. Porque, siendo adulto, ves sólo el castillo de la Cenicienta. Esto es muy problemático.
—Y la ficción que, si me lo permite, desaborrega, al paredón.
—Total. Hemos dado por perdidas las batallas reales, como que nos suban el sueldo o que no nos disgreguen. Porque nos hemos disgregado. En este mundo, todo trata del yo. Belén Esteban es el ejemplo perfecto del yo. No dice una puta frase sin utilizar la palabra “yo”. El neoliberalismo ha arrasado y ha descubierto que el mejor mercado es la expresión del “yo interior”. Como todo lo hemos perdido, el único placebo que tenemos es el de joder a un escritor que no nos gusta. Y una parte de la izquierda dice: “Ahora los cis hetero, que han vivido siempre en un pedestal, no admiten una crítica”. Esa puta mierda (risas). No es eso: claro que se puede decir que no te gusta algo. Lo que yo critico es que apliques valores morales e interpretaciones paranoides que desembocan en argumentos del tipo “como vayas a esta obra, va a haber más violaciones”. Y si dices una acusación tan grave, la argumentas de cojones. Escribes un librito y me dices por qué. Porque un tuit no me vale. Si acusas a alguien de que está propagando las violaciones, además de que lo justo sería que el otro te denunciase en un juzgado, me lo tienes que argumentar. Porque no lo acepto. No acepto convertir las relaciones humanas en un campo minado donde el otro no es alguien torpe, o alguien que se equivoca, sino un pérfido que expande los delitos por el mundo.
—Por cierto, ¿ha contactado con Woody Allen para algún cameo en el espectáculo teatral de Mongolia?
—(Risas) Woody Allen no me interesa nada. Lo dijo Stephen King muy bien. Sus películas me gustan, unas más y otras menos, pero sólo me sirve como pretexto para hablar de todo lo que hemos hablado antes. Dicho esto, creo que mi libro amplía la biografía de Woody Allen bastante, sí contiene una parte donde, narrativamente, se cuenta todo el caso de una forma muchísimo más exhaustiva.
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