Supongo que el máximo logro de un arquitecto, de un pintor, de un escultor será generar el llamado síndrome de Stendhal, una especie de síncope que sobreviene cuando el espectador se siente abrumado por la belleza en derredor. El autor francés relató su desvanecimiento ante las maravillas de Florencia y ha dado nombre al mal. En esta línea, no hay logro mayor para un literato que lograr el efecto Werther, consistente en emular la conducta de alguien, normalmente una celebridad y normalmente una conducta tremebunda. El efecto recibe su nombre de la novelita de Goethe en la que el protagonista, aquejado de desamor, se da muerte, y no fueron pocos los jóvenes de la época que siguieron su ejemplo.
No digo, entiéndanme, que la meta de un escritor haya de ser que los lectores se le suiciden. Ni siquiera que imiten a sus personajes en más benignos comportamientos. Me refería a la fuerza de algunas obras literarias para fijar en nuestro escenario mental ciertos sucesos, personajes, paisajes. Una buena novela, un buen relato, incluso un buen poema, pueden introducir elementos en nuestra arquitectura espiritual que nos susciten más intensas emociones que lo realmente vivido. Hace tiempo que sabemos que la frontera entre imaginación y memoria no está dibujada con trazo grueso, sino pintada a lo impresionista, con colores etéreos y desvaídos.
Recuerdo haber oído a Manuel Moyano contar que al encontrarse no sé dónde con una lluvia pertinaz, le asaltó el pensamiento: llueve como en Mazurca para dos muertos. No hace mucho andaba yo —disculparán la autorreferencia— escribiendo una historia donde aparecía un paraje que imaginaba polvoriento y desolado y se me vino a la cabeza el páramo de El tercer país, de Karina Sainz Borgo. La propia Karina me contó una vez que había estado unos días por el Mediterráneo: «en el mar de Ulises», dijo. Mi amigo Paco dice que su prototipo de mujer es Helena de Troya. ¿Y no es la estatua de Ana Ozores, acaso, frente a la catedral, el más bello, y muy real, lugar de Oviedo?
Nos fascinan los libros basados en hechos reales, pero son mucho más deslumbrantes los hechos reales basados en libros.
Werther es en gran medida una obra autobiográfica, pues Goethe había novelado su amor platónico por Charlotte Buff. Cuando Goethe la conoció, Charlotte ya estaba prometida. La noticia del matrimonio fue un golpe difícil de encajar. El aciago final de Werther se basa también en hechos reales. Un amigo de Goethe, Karl Wilhelm Jerusalem, se pegó un tiro en su casa, atormentado por su amor imposible a Elisabeth Herd, una mujer casada. Sobre la mesa, abierto, Emilia Galotti de Lessing. Este detalle aparece tal cual en Werther: Un hecho real motivado por una novela se cuela en otra novela.
La situación, recopilando, es la siguiente: un hombre escribe una novela semiautobriográfica sobre un amor no correspondido donde refiere el caso de un amigo que llegó a matarse precisamente por lo mismo. El amigo de infausto final andaba trastornado por una novela que acaba apareciendo en la otra novela. Esta novela sirve a su vez de desdichada inspiración a una joven, que, siguiendo los pasos del hombre convertido en personaje literario, se quita la vida por similar motivo. Ella acaba en la novela. Ni al mismísimo Borges se le habría ocurrido semejante juego de espejos.
Así es como la realidad genera literatura que, a su vez, genera realidad que, en infinito bucle, vuelve a nutrir a la literatura. Y el tirabuzón es más complicado, pues literatura y realidad penetran el uno en el otro como, si me permiten, dos amantes enardecidos. La maraña es inextricable. La espiral se retuerce hasta el vértigo. Luego dirán que la inteligencia artificial da miedo.
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