Marina Mariasch es una poeta, narradora, periodista cultural, editora, docente y militante feminista nacida en Buenos Aires, en 1973. Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, es conductora de ciclos literarios en radio y televisión. Ha escrito sobre temas culturales en diversos medios, como Rolling Stone, Clarín, Página/12 e integra Latfem.org. Publicó sus primeros poemarios en el sello editorial Siesta, que fundó y codirigió, y actualmente lo hace en Caleta Olivia, donde acaba de editar una antología poética bajo el título de La pequeña compañía (2022). Entre sus libros de poemas destacan títulos como coming attractions (1997), xxx (2001) y tigre y león (2005). Es además autora de varios ensayos y de las novelas El matrimonio (2011; Los libros de la Mujer Rota, 2020; Planeta, 2023) y Estamos unidas (2015). Pertenece a esa generación de escritoras latinoamericanas como Samanta Schweblin, María Sonia Cristoff, Mariana Enriquez, Claudia Piñeiro, Claudia Apablaza, Fernanda Trías, Gabriela Cabezón Cámara, Leila Guerriero o Cecilia Pavón, que con su contundencia y falta de pudor literario reclaman su propio espacio, seguidoras todas ellas en su registro personal de una escritura que desfigura la idea del yo y rompe en mil pedazos la percepción de la ficción y de la realidad para convertir ambas en otra cosa, añadiendo en cada caso tintes góticos, políticos, fantásticos e incluso periodísticos, pero sin abandonar un punto de vista personalísimo: material de ficción que parece haber atravesado sus vidas de la misma manera que sus libros nos atraviesan a los demás.
Presentamos una muestra de Efectos personales, publicado en 2022 en Argentina por Emecé y en nuestro país este 2025 por la editorial De Conatus, una novela vertebrada alrededor del suicidio de una madre, que se arrojó desde la ventana o el balcón de un céntrico hotel de Buenos Aires, un libro sin género o, más bien, situado en la frontera de todos los géneros, que se desplaza continuamente de lo privado a lo universal, repasando la relación de la protagonista como hija y hermana y la existencia de un padre que parece no haber estado nunca más que como parte del imaginario: hombres que son más bien un fantasma, al estilo de la película A Ghost Story de David Lowery. “¿Quién eligió convertir el drama en algo atractivo?”, se pregunta la autora echando la vista atrás a la historia de la literatura y a la biblioteca familiar, para concluir diciendo que la madre, como tantos otros, se quiso sacar de encima el amor y como no pudo, se sacó de encima el mundo.
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1
Hablar es perder siempre. A las nueve de la noche, como una tormenta que se larga de golpe, las personas salen a las ventanas, a los balcones, y aplauden. Es una costumbre que empezó en estos días para homenajear a los médicos que sostienen vivo al mundo. Pienso que también es un aplauso para nosotros mismos. Nos felicitamos con golpes de manos, un signo universal de celebración, algo tan ridículo como si tiráramos besos o repitiéramos una sílaba para manifestar que estamos contentos por lo que pasó tatatatatatatatata. Un día más en la tierra de edificios brotados de la locura automática. Buen día, esta es mi mesita de luz, esta es mi silla, mi taza, mi cama. Este es el piso donde tengo que pararme y caminar. Despertarse y reconocer lo que nos rodea es un trabajo diario.
Fue una noche blanca, estridente. Ese día de abril no me desperté porque no había dormido. A las 7 me bañé y llevé a los chicos a la escuela. Había clase abierta de música y la salita Conejos cantó una de Alfredo Zitarrosa. La voz grave del uruguayo se volvió un coro tímido de ardillas. Crece desde el pie, musiquita, decían con poquito aire, mientras la maestra marcaba los acordes con una guitarra criolla y movía los rulos de henna. Los chicos sacudían a destiempo cascabeles y toc tocs como una orquesta dodecafónica. Desde el pie crece, crece la musiquita disfónica.
Salí a la calle aturdida y me tomé un taxi a la comisaría donde había pasado la noche. Tenía que ir a llevar los documentos para retirar el certificado de defunción y los objetos personales. Cuando llegué a la avenida San Juan, mi papá ya estaba saliendo con la cáscara de mi mamá colgada del brazo, su campera vacía. En la otra mano tenía un bolso negro. El bolso que mi mamá había preparado, quizás la mañana anterior, para registrarse en un hotel del centro. ¿Tendría pensado dormir, pasar la noche? No sé qué llevaba en el bolso, no parecía muy lleno. En el hotel escribió dos cartas, habló por teléfono con algunas personas, le deseó feliz cumpleaños a mi papá y conversaron un rato. Ahora mi papá caminaba rápido. Fuimos directo al auto. Una puerta se cerró de golpe y pensé que de ahí en más todo lo repentino me iba a dar miedo.
Había que pasar por la morgue para reconocer el cuerpo. En el camino mi papá nos metió a mi hermana y a mí en un taxi y dijo que él se encargaba. El taxi me dejó en mi casa. El velorio iba a empezar recién por la tarde. Cuando entré a casa, la alemana que alquilaba la habitación de huéspedes me preguntó si podía conseguirle otra pasta de dientes, la que le había dejado en el baño le picaba. Le dije que sí mientras escuchaba lo que ella decía como la música deforme que habían cantado los chicos en la escuela un rato antes, como un himno nazi. Aturdía.
En la cocina había una carta. No era de mi madre, era de Isabel. Isabel trabajaba en casa cuidando a los chicos desde que mi hija era bebé. A mi hija la quería mucho porque era blanquita y rubia, me decía. Yo la había ayudado con un aborto, con una moto para el novio, y con su hija. Ella me había soportado durante el divorcio y la mudanza. Más temprano, antes de llevar a los chicos al colegio, la abracé. Le conté lo que había pasado, le dije que no hacía falta que viniera al velorio, que era muy triste todo y que mejor se quedara con los chicos, que la iba a necesitar muchísimo.
Gracias por todo, decía en un pedazo de papel de cuaderno Rivadavia escrito en lápiz. Isabel me dejó ese mismo día. Al revés que antes, cuando todo me pareció estridente y punzante, esta vez entré en una habitación acolchada por una cadena de palabras que
sonaban parecido: estupor, sopor, vapor, tambor, olor, temblor, calor, valor, color, amor, dolor, amargor, sabor, error, mejor, peor, rencor. Estaba confundida. Mi mamá se había tirado de la ventana, o de un balcón, nunca supe. Aplausos para semejante espectáculo. Aplausos para ella que se animó a tirarse. Aplausos para nosotros que nos animamos a seguir viviendo. Aplausos todos los días, a las 21 horas, en ventanas y balcones.
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Autora: Marina Mariasch. Título: Efectos personales. Editorial: De Conatus. Venta: Todostuslibros.com
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