Juan Bonilla nos viene a hablar de bibliofilias, bibliomanías y otras tantas patías en La novela del buscador de libros, una obra mixta, de múltiples líneas, que alterna la reflexión con lo biográfico y lo anecdótico, elevado a sus obligadas categorías, por supuesto, y que acaba deviniendo en una reivindicación de autores olvidados y marginados, como Fernando Quiñones, Julio Mariscal y en este plan. En un otoño abundante en orfandades anímicas, estas páginas son como otro banderillazo, y más que inculcarle pasiones, a uno le obligan a mirar los anaqueles propios, muy desordenados, brumosos de portadas, deslomados por el tiempo, y reparar en lo que jamás se había querido: que uno ha leído siempre los textos universales en ediciones rústicas, de bolsillo, baratas, de dudosa traducción, ricos en hojas sueltas. Un poco como le sucedió a Jorge Edwards, que publica ahora el segundo volumen de sus memorias, Esclavos de la consigna, donde suelta algún codazo a Neruda, y donde detalla sus lecturas en unos “libros despapelados”, “sucios, ruinosos, que no se sabía cuántas páginas habían perdido”.
Con estos preámbulos literarios uno va a las estanterías y se encuentra que la biblioteca que se ha hecho es más propia de un universitario sin pasta que la de un intelectual o un supuesto periodista. Lo que devuelven hoy estos tomos es el daguerrotipo del estudiante que se ha sido siempre, y que en el fondo jamás ha dejado de serlo, tan aficionado a desperdiciar el tiempo, que antes era una cosa muy burguesa, pero que ahora, con la crisis y la clase media de capa caída, es un divertimento para los empoderados de Silicon Valley, las baronesas Thyssen o los acaudalados del Dow Jones. Aquel muchacho, que aún se vislumbra al fondo del espejo, para pesadilla del hombre actual, que va tomando consciencia de sus paulatinas decadencias, acuñó un fondo de lecturas como pudo, sisando monedas de sus distintas debilidades, que ya se sabe que un vicio es una dependencia, pero entregarse a muchos está bien considerado y hasta se contempla como un rasgo de hombres con mundo.
El resultado de su empeño es un legado sin unidad ni tendencia clara, quizá porque entonces se andaba un poco disperso buscando utopías, que para eso era la época, contradiciendo así lo primero que recomiendan los coleccionistas de lo que sea, pintura, escultura y cosas de ese tipo, que es centrarse y no perderse en el bosque de los gustos propios. Así que lo que se ha venido hacinando con diligencia no son ejemplares raros de Joyce o Borges, sino los textos desnudos, que es en lo que uno, en su ingenuidad, se fijaba, sin los adornos simbólicos que suelen aportar las ediciones únicas o las obras firmadas; una biblioteca, vamos, desprovista de riquezas materiales, que es lo que se aprecia hoy, que todo es mercado, empezando por la misma palabra valor, que antes designaba asuntos morales y ahora es algo que se mide en las bolsas.
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