Un crítico de arte viaja para reencontrarse con un colega que yace en el lecho de muerte. Durante el camino, recuerda la época en que un cuadro, El abismo de San Sebastián, del conde Hugo Beckenbauer, les convirtió primero en grandes amigos, después en grandes profesionales y al final en grandes enemigos. Una novela, pues, sobre la amistad, la obsesión y el arte.
En Zenda ofrecemos las primeras páginas de El abismo de San Sebastián (Pre-Textos), de Mark Haber.
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1
Tras leer el email de Schmidt supe que tendría que volar para ver a Schmidt en su lecho de muerte en Berlín. Tras releer y reflexionar acerca de los pasajes más enfáticos de su email relativamente breve, estaba convencido de que tendría que visitar a Schmidt una última vez mientras, según sus palabras, agonizaba en Berlín. Aunque no habíamos hablado en años, el email, disperso y cruel, no me había sorprendido; parecía en suspenso, como si hubiera sido escrito años atrás y sólo hubiera estado esperando a que yo lo abriera y lo leyera. El tono del email de Schmidt tampoco me había sorprendido. Schmidt había sido mi mejor amigo y confidente, mi compañero espiritual en el arte, la historia del arte y la crítica de arte, ambos interesados en el Renacimiento del Norte, específicamente el Manierismo holandés y, más específicamente aún, en la pintura El abismo de San Sebastián, del conde Hugo Beckenbauer, foco de nuestros primeros estudios y más tarde de toda nuestra carrera. La guía y el afecto de Schmidt, y luego nuestra profunda amistad, se fundaron en nuestro amor y adoración compartidos por El abismo de San Sebastián, por entonces una obra poco conocida de un artista poco conocido, y por tanto aún más emocionante. Habíamos hecho incontables viajes a Barcelona, donde estaba El abismo de San Sebastián (y aún está) expuesto junto a otras dos obras menores de Beckenbauer. En Barcelona contemplamos El abismo de San Sebastián en persona, la primera vez para asegurarnos de que la obsesión que compartíamos era auténtica y las demás veces por la obsesión en sí.
2
Leí y releí el email relativamente breve de Schmidt, llegando incluso a imprimirlo para poder subrayar párrafos específicos durante el largo viaje a Berlín. Imprimí tres copias, de hecho; dos para el vuelo y una para meterla en el equipaje en el caso de que ocurriera alguna pequeña desgracia: café derramado, una lágrima, páginas olvidadas en el baño y demás. Recordé que siempre podría imprimir una copia en el hotel en Berlín, y por un momento me sentí tonto, pero esa sensación pasó, porque habría sido absurdo no imprimir algo tan importante como la misiva en el lecho de muerte de mi confidente espiritual y artístico cuando tenía a mi disposición medios para hacerlo, así que imprimí tres copias para releer y subrayar, doblarlas y desdoblarlas o ignorarlas totalmente si me apetecía, era mi opción, pues la cuestión era tener opción, porque preveía que las próximas doce horas iban a ser un tormento: volar sobre el Atlántico condenado a la soledad de mis propios pensamientos, sin ganas de leer nada más que el email, totalmente ocupado en estudiar, analizar, interpretar (y probablemente malinterpretar) las nueve páginas del email relativamente conciso de Schmidt, un email que, para cuando aterrizáramos en Berlín, estaría sobado y gastado, meditado y enérgicamente escudriñado, porque no había hablado con mi mejor amigo, o sea, Schmidt, desde hacía más de diez años, trece para ser exactos, y Schmidt, siendo Schmidt, cuanto menos hablaba (o escribía) más revelaba sobre arte y crítica de arte, en su día nuestra brillante devoción común y luego nuestro motivo de enemistad, y, naturalmente, sobre el cuadro más sublime de la historia del hombre, El abismo de San Sebastián.
3
Schmidt tenía algunas ideas concretas sobre el arte, el lugar del arte en la vida de uno, cómo había que pensar y escribir sobre arte e incluso cómo debía reflejarse en los pensamientos más íntimos de uno. El arte, pensaba, y yo también, debía ser la pieza central de todo nuestro mundo. Schmidt no tenía paciencia para la gente que no apreciaba el arte en su más alta expresión y las consideraba personas tontas e irrelevantes, gente que, en su opinión, no tenía nada en común con él, con la que no había ninguna forma posible de relación y con quien la más breve conversación era una pérdida de tiempo. No reverenciar el arte y no considerar el arte como el logro más importante del ser humano las descalificaba inmediatamente para la amistad. Aún menos aprecio sentía por aquellos que tenían el arte en la más elevada y exaltada estima, pero eran demasiado perezosos o torpes, incapaces de escribir, y por tanto pensar, acerca del arte. Schmidt compadecía a esas personas, porque sus corazones, decía él, estaban en el lugar correcto, por decirlo así, pero carecían de la inteligencia para conducirse con soltura, y por tanto Schmidt las compadecía, más que descalificarlas completamente, si bien no las tomaba en serio en absoluto.
4
Era notorio que Schmidt odiaba a mis dos esposas, a la primera y a la segunda. Puede que él también tuviera algo que ver en el fracaso de mis dos matrimonios. He dicho notorio porque el odio de Schmidt a mi primera esposa y a la segunda era bien conocido en nuestro círculo de amigos. Cuando mi primera esposa admitió ante Schmidt durante una cena que el arte, y la pintura en particular, no le parecían especialmente emocionantes, Schmidt hizo una mueca de dolor, dejó el tenedor sobre el plato y suspiró dramáticamente; luego se excusó, explicando que tenía una cita que había olvidado y de la que se había acordado de manera repentina e inexplicable, pero dejando bastante claro que no había cita ninguna.
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Autor: Mark Haber. Título: El abismo de San Sebastián. Traducción: José Luis Piquero. Editorial: Pre-Textos. Venta: Todostuslibros.
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