¿Quién fue, realmente, Leopoldo María Panero más allá del maldito oficial, el poeta loco por excelencia? Hoy se cumplen diez años de la muerte del enfant terrible de los Novísimos que padeció cárceles y numerosos psiquiátricos, pero dejó unos poemas tan delirantes como extraordinarios. El editor Chus Visor, el psiquiatra Enrique González Duro y los escritores Jesús Ferrero y Juan Bonilla relatan para Zenda sus visiones sobre el autor de Así se fundó Carnaby Street.
El 3 de febrero de 2007, Leopoldo María Panero asistió al Festival Palabra y Música en el teatro Lope de Vega de Sevilla en el que participaba junto a Bruno Galindo, Carlos Ann y Mariona Aupí. Estaba previsto que el poeta saliera al final para recitar y recibir el aplauso del público. Panero no leyó ningún poema, se acercó al micrófono y con una Coca-Cola light en la mano dijo: “¡Esto es una puta mierda. Iros todos a la puta mierda!”. “El auditorio en pie ovaciona al poeta”. Ya daba igual lo que dijera, si recitaba o no; sólo se le quería ver en directo. Comprobar su abandono, ver en vivo y directo su deterioro. Leopoldo María Panero tenía 58 años.
En Leopoldo María Panero confluyeron varias singularidades que pueden explicar quién llegó a ser, quién fue. Estas son algunas de ellas:
—Fue hijo de Leopoldo Panero, uno de los poetas oficiales del franquismo, el autor de Canto personal como respuesta al Canto general de Neruda, aunque también firmó Escrito a cada instante.
—Estuvo internado en Carabanchel y pasó luego cuatro meses en la cárcel de Zamora cuando tenía 21 años, junto a Eduardo Haro Ibars, por uso y tenencia de drogas y sentenciado por la Ley de vagos y maleantes.
—Fue el benjamín de la antología de los Novísimos de Castellet (1970) y autor de libros, como Así se fundó Carnaby Street (1970), que supusieron un relámpago en la poesía española desde muy joven.
—Su madre, Felicidad Blanc, le internó, antes de cumplir 20 años, en un primer centro psiquiátrico, el inicio de una espiral que no cesó por otros centros hasta su muerte.
—El alcoholismo y las drogas entre los que vivió desde su adolescencia o primera juventud.
—Su homosexualidad abierta durante la dictadura.
—El estreno, en 1976, del documental El desencanto de Jaime Chávarri, donde participa junto a su madre y sus dos hermanos, Juan Luis y Michi. El cruce de acusaciones tan descarnadas tuvo un gran impacto pues mostraban el fariseísmo político y social en el que se había vivido tantos años.
“La leyenda épica de nuestra familia, que es lo que me figuro que se habrá contado aquí, en esta película, puede ser muy bonita, romántica y lacrimosa. Pero la verdad es una experiencia bastante… en fin… deprimente”, dice Leopoldo María en El desencanto. “Empezando por un padre brutal, siguiendo por tus cobardías [se refiere a su madre] en ocasión de un intento mío de suicidio (…) Y a raíz del [intento de] suicidio, para intentar evitar tratar de comprender las razones que me habían impulsado a ello. En lugar de, no sé, pedirme explicaciones y tratar de remediar la situación que lo había producido, decidiste meterme en un sanatorio donde lo pasé muy mal. Esa es la otra cara de la leyenda”. Leopoldo confiesa poco después que cuando fue internado aún tenía 19 años.
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El editor y librero Chus Visor anuncia la publicación, para finales de marzo, del tercer volumen de la poesía completa de Leopoldo María Panero, que tendrá también un extenso estudio del catedrático Túa Blesa. 515 páginas. Chus Visor evoca así al Leopoldo poeta y al Leopoldo persona: “Le conocí hacia 1970, aunque yo era más amigo de Michi. Por aquí, por la librería, venía mucho. Sí, estaba un poco mal de la cabeza. Me contó la anécdota de cómo, siendo estudiante, condujo a varios manifestantes hacia una calle sin salida cerca de Cuatro Caminos y la policía, claro, les arreó. Siempre decía que la culpa de cómo estaba la tuvieron los electroshocks a que le sometían. También contaba que le gustaba que le metieran en la cárcel porque allí había droga y fuera no. En la cárcel, decía, se la daban los policías. Cuando estuvo en la cárcel de Zamora yo le envíaba libros. Tengo más de cien poemas inéditos suyos. Me mandaba, por ejemplo, cien poemas y de ellos yo elegía unos 70. Yo le publicaba los que me parecían bien y el resto él los daba a otras editoriales”.
¿No escribía «demasiado», sin filtro? “Es lo único que hacía. Y claro que escribía sin ningún filtro. Se repite mucho. Por eso yo no le publicaba todos. Tenía mucha memoria y mucha facilidad. Cuando venía a verme a la librería me pedía cien pesetas, o lo que fuera, para una coca-cola, se las daba y se iba a la cafetería Galaxia (en Moncloa, donde Tejero y otros militares en 1978 urdieron la Operación Galaxia, un intento de golpe de Estado. Ya no existe, ahora es un Taco Bell). Allí se sentaba y escribía cinco o seis poemas en diez minutos”.
¿Tuvo una evolución poética? “¡Qué va! Los últimos libros son todos iguales. Hasta 2007 o 2008, sí; luego son todos parecidos. ¿Su mejor libro? A mí me gustan mucho Narciso (1979, Visor) y Teoría (1973, Visor). Él, como Claudio Rodríguez, son genios, no mejor o peor poetas, sino genios. Son otra cosa, diferentes a los demás. Con eso que Lorca llamaba duende. El genio de Leopoldo no lo tiene ni Gimferrer ni nadie”. ¿De dónde nace su poesía, literariamente? “Leía todo, todo; pero a quien más a Eliot, siempre tenía a Eliot en la boca”.
Chus Visor defiende la vigencia de Leopoldo con las ocho ediciones del primer volumen de su Poesía Completa. 1970-2000 (Visor), edición a cargo del catedrático Túa Blesa y quien en el prólogo sitúa la creación de Leopoldo como “el sol negro en la cosmología de la poesía española contemporánea (…) La lectura de su obra es un desafío ante el cual no cabe indiferencia alguna”.
“A Leopoldo le gustaba ser Leopoldo María Panero”, afirma Chus Visor. “Estaba encantado con su personaje, aunque tampoco tenía la posibilidad de cambiarlo; ni lo hubiera hecho si hubiera podido. Su poesía nada tenía que ver con la de su hermano Juan Luis, ni con la de su padre. Es curiosa su relación con sus hermanos, echaba pestes de ellos pero luego los quería mucho, sobre todo a Michi. Bueno, Michi hablaba mucho peor de sus hermanos. Todos hablaban mal de todos. Yo tuve relación con la familia por Michi, que era buen lector. Escribió un cuento hace 50 años que se llamaba «La pequeña Lulú» y que yo tengo escrito a máquina, con carboncillo. Luego se publicó”.
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El psiquiatra Enrique González Duro, autor de Panero. Locura familiar (edición personal en Amazon), le conoció “un año o dos antes de estrenarse El desencanto”. “Por supuesto que la madre no le ayudó”, dice a Zenda. “Tenía un aspecto dulce, pero era muy contradictoria. Me la encontraba mucho porque yo trabajaba en el actual Gregorio Marañón y ellos vivían cerca. Alguien la recomendó que hablara con unos psicoanalistas argentinos y estos le aconsejaron que lo internara porque tomaba psicofármacos. Uno de ellos era Jorge Alemán, un psiquiatra argentino de formación lacaniana. Yo lo atendí por entonces durante dos o tres días. Cuando le vi en una planta estaba leyendo a Proust, quiero decir con esto que no era un paciente prototípico (de loco). Tenía una formación tremenda, pero era muy inestable. Se escapó por una ventana muy estrecha de un segundo piso tras haber anudado unas sábanas, como en las películas. Pero las sábanas se desanudaron, se cayó y le tuvieron que llevar a urgencias”.
Le volvió a ver tras el estreno del documental. “Yo entonces dirigía el Hospital de Día, en régimen abierto. Un domingo fuimos a ver la película al cine Palace. Fue la madre, Michi, amigos suyos, pacientes y familiares del hospital. Después de la proyección hubo un debate muy vivo donde Leopoldo fue el protagonista. A Leopoldo le interesó el régimen abierto del centro, le interesó porque trabajábamos con los enfermos. Vino varias veces. Solía llegar tarde o no venía. Otro día apareció con un perro. Voy a contar un ejemplo que ilustra cómo era: un día me vio por un pasillo y me dijo que quería hablar urgentemente conmigo, le llevé a un despacho y allí me pidió 20 duros. Se los di y se fue. «Ya hablaremos otro día», me dijo. Así no podía formar parte del grupo humano que teníamos. Fue sólo un amago de tratamiento, se cansó muy pronto, estuvo dos o tres semanas”.
Y agrega: “Era enternecedor. Tenía la necesidad de impresionar a la gente, de ser querido. Tenía una falta de afecto tremenda. Era cultísimo, había leído a Lacan y era muy crítico tanto con los psiquiatras como con los psiquiátricos. Era un ser libre, no se quería sujetar a ninguna norma. Entonces bebía mucho alcohol. Drogas, pocas; quizá hachís pero no heroína”. Sobre la falta de afecto, González Duro recuerda el título del libro Papá, dame la mano que tengo miedo (2007, Caoba), uno de los últimos. En el prólogo, Ana María Moix, amiga, cómplice y miembro también de la facción coqueluch de los Novísimos, escribe: “Con una imaginación portentosa y un don visionario casi sólo otorgado a los espíritus tocados por lo sagrado, el verbo de Panero nos acerca a lo abismal. Ya sea en los libros de poemas, o en prosa, como en el presente Papá, dame la mano que tengo miedo, un Panero rabioso, iconoclasta, desesperado, cargado a veces de un humor más que negro, subversivo, nos habla como el ángel que pasa por el infierno sin conciencia del mal para, virulento, —mas nunca violento—, elevar un canto lleno de denuncia, pero carente de odio”.
González Duro cree que la imagen del padre de Leopoldo María está “deformada. El padre era campesino, venía de Astorga. En Madrid se había relacionado antes de la guerra con poetas que simpatizaban con la izquierda, era amigo de César Vallejo (de hecho pasaron juntos varios días en Astorga). Pero lo detuvieron y le internaron en un campo de concentración, en lo que hoy es el Parador de San Marcos de León. Lo sacaron porque su madre conocía a Carmen Polo, la mujer de Franco. Le aconsejaron que lo mejor sería que se metiera en el ejército de Franco. Y no les faltaba parte de razón, algo parecido hizo Berlanga al enrolarse en la División Azul. Leopoldo María confesó varias veces su homosexualidad y por eso tenía un pánico espantoso a que su padre se enterara. El padre quería que sus hijos fueran fuertes, viriles. Leopoldo María disimulaba. Tenía un gran atractivo para las chicas modernas. Ligaba también porque de joven era muy guapo, pero las relaciones eran superficiales”.
Uno de los poemas que dedicó a un muchacho y que aparece en el libro Last river together (1980, Endymion/Ayuso) lo tituló «A Francisco» y reza así: “Suave como el peligro atravesaste un día / con tu mano imposible la frágil medianoche / y tu mano valía mi vida, y muchas vidas / y tus labios casi mudos decían lo que era el pensamiento. / Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida / porque eras suave como el peligro / como el peligro de vivir de nuevo”.
La relación más duradera que Leopoldo mantuvo con una mujer, según González Duro, fue “con Mercedes Blanco, cuando ella estaba estudiando en París. Pero discutían mucho, se separaban, volvían… Ella no aguantaba sus borracheras, le echaba de casa porque era seria, valiosa, inteligente y él la trastornaba. Leopoldo era ingobernable. París le vino muy bien para mejorar su formación poética. Los Panero eran todos alcohólicos, menos la madre”.
En un correo electrónico que envió Mercedes Blanco a Enrique González Duro, tras varias videoconferencias entre sí, la que con el tiempo ha sido catedrática de Literatura Española en la Universidad de la Sorbona escribió: “Tener alucinaciones, construir un delirio, vivir angustiado y acosado por las propias fantasías hasta el punto de actuar de forma totalmente salvaje e irresponsable, son algunos de los síntomas de Leopoldo, que pude observar en un período en que no tomaba ninguna clase de medicación; en otras circunstancias y con otra medicina, hubiera podido convivir con ellos y sufrir menos, esto es seguro. Yo no descubrí a posteriori que estaba loco: me di cuenta de ello casi enseguida y jamás tuve dudas al respecto”. Mercedes Blanco tenía por entonces 21 años, seis menos que Leopoldo, según comenta González Duro en su libro.
El psiquiatra, autor también de Historia de la locura en España (Siglo XXI), Psiquiatría y sociedad autoritaria (Akal) o Franco. Una biografía psicológica (Temas de Hoy), considera que el psiquiátrico donde más sufrió Leopoldo Panero fue en el de Reus. “Allí le llevó su madre y allí acabó de odiar la psiquiatría. Era un psiquiátrico a la antigua. Había estado en otro en Barcelona pero era privado, en régimen semi abierto, de donde se escapaba. Allí le llevaban porros, jugaba a las cartas con los que le visitaban, montaban pequeñas bacanales…”. Le pregunto a González Duro si padeció electroshocks y contesta: “Seguramente sí. Sí”.
Leopoldo María Panero pasó por otros psiquiátricos, pero antes estuvo detenido en Carabanchel, en diciembre de 1968, junto a su amigo Eduardo Haro Ibars. Del 2 de enero al 9 de abril de 1969 estuvo preso en la Prisión Provincial de Zamora, según relata J. Benito Fernández, como la anécdota del teatro Lope de Vega de Sevilla, en el documentado, y repleto de testimonios, El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero (2023, Tusquets). En 1969 ingresó el poeta en la Ciudad Sanitaria Provincial Francisco Franco de Madrid, en el Instituto Psiquiátrico Pedro Mata de Reus y en el Instituto Frenopático de Barcelona; en 1979, en el Hospital Psiquiátrico Provincial (antiguo Alonso Vega) de Madrid, voluntariamente en el Hospital de Día Francisco Franco; en 1981, en el Psiquiátrico de Leganés (Madrid); en 1983, en el Hospital Psiquiátrico Provincial de Madrid y en el Centro San Juan de Dios de Ciempozuelos (Madrid); en 1984, en el servicio de psiquiatría del Hospital de Guipúzcoa, en una clínica de Elizondo (Navarra) y en el Hospital de Basurto (Bilbao); en 1986, en el Psiquiátrico de Mondragón (Guipúzcoa); en 1997, en el Psiquiátrico Insular de Las Palmas; en 2001, en el Clínico San Carlos de Madrid. En varios de ellos entró y salió (y se fugó) varias veces. Falleció el 5 de marzo de 2014 en el Hospital Juan Carlos I de Las Palmas. Tres días después fue incinerado. “En el de Las Palmas estaba en régimen cerrado. Tenía que salir o con un enfermero o habiéndose tomado una pastilla contra el alcohol que se llamaba Antabus. Si lo mezclabas con el alcohol te creías morir”, agrega González Duro.
“Paradójicamente, Leopoldo quiso ser psiquiatra. Conocía perfectamente a Lacan y fue el presidente del II Colectivo de psiquiatrizados en lucha”, continúa el psiquiatra y pionero en España en la creación de un Hospital de Día. En agosto de 1980, Leopoldo María Panero hizo público en El Viejo Topo un manifiesto del colectivo cuyos dos primeros apartados son estos: “1. En el modo de relación actual, unos caen, otros no, y aquellos a los que caen se les llama, sin que se sepa por qué, locos. 2. En el momento actual, si todo el mundo teme a la locura y procura, en el sentido más material y más concretamente salvaje, reprimirla, es por cuanto la locura está en todos, a la puerta”. Recuerda también González Duro que Leopoldo María Panero pasó por el campo de concentración de Tefía (Fuerteventura) por su condición de homosexual para ser allí reeducado como consecuencia de la Ley de vagos y maleantes. “Allí estuvo mucho tiempo”.
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Frente a quienes sostienen que Leopoldo María no estaba «realmente» loco, que lo suyo era pura pose, Jesús Ferrero comenta a Zenda: “Les invitaría a pasar un día con él. Era una pesadilla. Le perseguía una ansiedad infinita, estaba completamente deshecho”. Y, ahora, suscribe tanto una anécdota como su consideración literaria que relató en un artículo en El Mundo el día que falleció. En aquel texto cuenta que “veneraban a los mismos maestros: Lacan, Deleuze y Foucault. Nuestra relación en París fue perfectamente fraternal. Nos reíamos mucho. Una tarde, acabábamos de pasar por la Librería Española cuando Leopoldo me tendió un pestilente paquete de cigarrillos y me dijo: «¿Quieres uno? Son cigarrillos de tabaco mezclado con mi propia mierda, y está más que probada su naturaleza medicinal. Si te fumas uno, cesarán de inmediato todas tus enfermedades mentales, si es que las tienes. Los he elaborado con mucho mimo pensando sobre todo en mi madre”.
Líneas más abajo, agrega: “Llevo conmigo muchas anécdotas parecidas, pero desvelarlas ahora me impediría homenajear su asombrosa, desnuda, impura, excelsa y amarga poesía, llena de iluminaciones a lo Rimbaud y de un humor tan lacerante como asesino. Leer a Panero es siempre sumergirse en un horror que te alivia por su misma desnudez”.
El impacto en 1976 del estreno documental El desencanto, que dirigió Jaime Chávarri con la mirada atenta del productor Elías Querejeta, mostró lo que ya era un clamor, la descomposición de la familia como una institución básica del pilar del franquismo. La película se vio también como una metáfora de la implosión del régimen político. Ayudó que fuera rodada en blanco y negro, pero las acusaciones mutuas desarbolan, aún hoy, al espectador. “Si Querejeta había calculado que aguantaría en cartel tres semanas, duró seis meses en Madrid y creo que más en Barcelona”, contó años después Juan Luis Panero en sus memorias, Sin rumbo cierto (Tusquets, 2000), en conversación con el crítico Fernando Valls. “La película se hizo sin guion previo ni idea preestablecida sobre lo que debería ser. A lo mejor, comiendo, salía un tema, ellos ponían la cámara y nosotros decíamos lo que nos daba la gana”, agrega el autor de Juegos para aplazar la muerte. Poesía 1966-1983 (Renacimiento, 1984).
El guion de la película se publicó aquel 1976 en la editorial del propio Querejeta con un prólogo de Jorge Semprún donde se lee: “Ante la realidad agobiante de la familia burguesa —realidad universal, y de ahí el alcance ejemplar de El desencanto— que se desvela a lo largo de las secuencias de la película, con motivo de una reflexión autoanalítica y en alta voz, reaccionan los diversos protagonistas de este psicodrama según su talante, talento, particular. Juan Luis, el primogénito, reacciona por la vía de la identificación —irónica, decadente y distanciada, sin duda— con la figura paterna (…) Leopoldo María, por su parte, reacciona por la vía de la transgresión absoluta, poniéndolo todo en juego: los valores morales tradicionales, el lenguaje en que cristalizan, la vida que han nutrido (…) No se le puede oír a Leopoldo María Panero sin escalofrío (…) A Michi, por su edad, le han sido naturalmente vedados los caminos de identificación/transgresión de sus mayores”.
Falta el dibujo de ella, de la madre. Escribe Semprún: “Tampoco voy a detenerme en la extraordinaria personalidad de la Madre, Felicidad Blanc de Panero. Luminosa y oscura como una madre; tierna y cruel como una madre; comprensiva y cerrada como una madre; estimulante y castratriz (sic) como una madre. Hay que oírla a ella misma, hay que verla, hay que ponerse a la escucha de estas voces que nos hablan de nosotros, de lo más turbio y soterrado de nuestra intimidad”. Al hilo de esto, Luis Antonio de Villena, que tanto trató a los tres hermanos, escribe en su claro y ameno ensayo Lúcidos bordes de abismo. Memoria personal de los Panero (2014, Fundación José Manuel Lara) sobre una noche en Ibiza, 35, la casa familiar de los Panero: “Leopoldo fumaba un porro y se le acabó. Yo no fumaba. Hablábamos de algún libro reciente, pero se puso nervioso al ver que no quedaba grifa. Y entonces llamó a su madre, con aquella casi imposible voz, y delante de mí le pidió que fuera a comprarla. Por favor, madre… Ella se negó de entrada, pero tuvo que ceder ante el berrinche del enfermo. ¿Por qué no me lo pidió a mí? Reconozco que no me lo pregunté entonces, pero muy probablemente por la simple razón de que yo nunca (o casi nunca) fumaba. Le habló de un bar de Lavapiés y de un tipo marroquí que estaba al fondo de la barra, en el rincón último. Añadió: A una señora como tú, madre, nadie le va a decir nada. Sin duda era cierto, pero el trago parecía poco agradable. Ella —muy triste— se puso una gabardina y salió sin decir palabra”.
La propia Felicidad Blanc, en sus memorias dictadas, Espejo de sombras (1977, Argos Vergara), comenta en la última entrada: “Mi siglo fue el XIX, todavía en mi niñez se percibía su resplandor, quizás en el sonido de los cascos de los caballos o en la música triste de aquel ciego que tocaba el violín en la esquina de la calle. Por eso en mi vida todo fue un continuo volver hacia atrás, un temor de crecer, de alejarse de aquello”.
Al fondo, o no tanto, siempre Leopoldo Panero padre. Tachado de violento y de borracho por los hijos, creador de una “excelente” biblioteca que fue progresivamente vendida y autor, sobre todo, de Escrito a cada instante (1949). Luis Antonio de Villena: “Recuerdo que, ya a finales de los 70, Paco Brines, alguna de nuestras muchas noches saliendo juntos y hablando de todo, me dijo: Pocos se atreven a decirlo, pero de verdad, ¿sabes quién es el mejor poeta de los Panero? Sin duda, el padre”. Bien es cierto que agrega Villena: “A Brines la poesía de Juan Luis le gustaba de verdad (…) Como a toda la Generación de los 50, a Paco le interesaba muy poco la poesía de Leopoldo (María). No sé si realmente la había leído bien”.
Andrés Trapiello, sin hacer comparación alguna con los hijos, escribe en su ensayo Las armas y las letras (2010, Destino) sobre el poeta de Astorga: “Solo en los años que siguieron (a la Guerra Civil) se revelaría como uno de los más hondos poetas de la poesía española de entonces, pese a las reticencias que aún despierta, un poeta nacido de la veta más pura de Antonio Machado y Unamuno. Se recuerdan sus ripios contra el Neruda de Canto general, que valen poco, como poco valían no pocas tiradas de esos versos nerudianos; se recuerdan esos, para no tener que recordar sus poemas a la irrestañable herida que dejan dolor y silencio en la herida general que constituye la vida, y en medio de tanta retórica, cuánto silencio hay en Panero, silencio natural, campestre y oreado en la lengua de fray Luis”.
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De otra generación llega la opinión del novelista, ensayista y poeta Juan Bonilla: “Sobre L.M.P. hago la prueba y trato de recordar de memoria algo suyo y no soy capaz de recordar más que la sensación de leerlo con el libro muy apartado de la cara para que no me salpicara nada de la tormenta de fluidos que utilizaba en sus poemas, donde de vez en cuando, es verdad, alguna imagen conseguía herirte. De adolescente podía impresionarte alguna de sus blasfemias como eso de escupirle en la boca a Dios; ya de mayor, todo ese culo, caca, pedo, pis me deja bastante igual. No obstante creo que hay dos L.M.P.: el novísimo, el que no era aún loco oficial de España, autor de un libro tan importante para la renovación de la poesía española como Así se fundó Carnaby Street, y otro el Panero que a partir de los años 80 se creyó su papel de loco oficial y produjo poemas en serie, intercambiables, verborreicos. La prueba es que en la década de los 70 publicó tres libros y desde el 81 al 2000, 17”.
Otro tono tenía que tener el también documental que dirigió Ricardo Franco en Después de tantos años, estrenado en 1994. En él participan los tres hijos, ya fallecida la madre en 1990 en San Sebastián. Felicidad Blanc vivió en Irún una temporada para estar cerca de Leopoldo, quien llevaba recluido seis años en el cercano psiquiátrico de Mondragón. Al autor de Piedra negra o del temblor (1992, Libertarias/Prodhufi) se le ve escribiendo en una Olivetti Lettera 40 en su estrecha habitación el poema «El loco mirando desde la puerta del jardín», a la vez que se le escucha recitarlo: “Hombre normal que por un momento / cruzas tu vida con la del esperpento / has de saber que no fue por matar al pelícano / sino por nada por lo que yazgo aquí entre otros sepulcros / y que a nada sino al azar y a ninguna voluntad sagrada / de demonio o de dios debo mi ruina”.
Paseando por el jardín del hospital de Mondragón por donde deambulan enfermos, por los alrededores, por un pasillo, Leopoldo, siempre fumando, comenta: “Aquí es donde se han pasado más conmigo de todos los manicomios del mundo. Aquí no les ha faltado más que empalarme. Aquí me metió mi madre por una putada”. En ese instante la cámara se posa ante una fotografía de Felicidad Blanc que Leopoldo conserva en su habitación. “El momento de mi derrota empezó en el (psiquiátrico) Pedro Mata de Reus [1969] cuando de repente vino a verme mi madre y yo noté ya que me miraba como si no existiera, como si fuese un ser de otra galaxia”.
En su libro Narciso en el acorde último de las flautas (1979, Visor), Leopoldo María Panero, un escritor que provoca y ensancha, incluyó este «Spiritual I»: “Salí a la calle y no vi a nadie, / salí a la calle y no vi a nadie, / ¡oh, Señor!, desciende por fin / porque en el Infierno ya no hay nadie”.
“Todo hombre es un rey entre almenas que sienten
todo hombre es castillo de un princesa muerta
todo hombre, una máscara rodeada de tenedores
y un cadáver que escupe la boca de un fauno”
Interesante -¿cómo llamarlo?, ¿reportaje?- texto que a mi personalmente me ha recordado la noche madrileña de los ochenta. ¿No tenía Michi Panero un bar de moda al que iba de vez en cuando Leopoldo? También me ha recordado, por cierto, la barbarie brutal que puede ser la psiquatría y que, por ejemplo, en Alemania, indujo desde 1933 al posterior Holocausto. Aquí, en este texto, la voz más utilizada después de «Panero» es «Lacan» y eso me produce un incierto terror ancestral. Claro que queda compensado ese miedo con la risa profunda que me generan los términos «psicoanalistas argentinos recomendaron…». Me desgañito con ello en realidad, pues no hay sociedad más enferma, justamente, que esa que representan los susodichos «psicoanalistas». Vamos, un gran chiste burdo, eso de los «psicoanalistas argentinos», sin duda, pero sobra en este reportaje, que es serio.