Puede que el universo novelístico de Michael Connelly no se haya articulado (al menos todavía) como un todo a la manera de Marvel, pero el experiodista puede presumir de haber creado un buen número de personajes vecinos en un mismo y soleado universo angelino. Dos de los principales son el policía de LA Harry Bosch, que lleva ya un buen número de temporadas en Amazon, y otro es el letrado Mickey Haller, o El abogado del Lincoln, que en su segunda encarnación de la mano de Netflix —el primer actor que lo interpretó fue Matthew McConaughey para la película El inocente (2005)— ha recaído en el mexicano Manuel Garcia-Rulfo.
Unos cambios, si pueden llamarse tal cosa, que ayudan a disparar una segunda temporada tremendamente amena en la que García-Rulfo reivindica para sí un personaje que muchos rogaríamos juntase sus caminos con el Harry Bosch de Titus Welliver. Distintas plataformas y derechos, pese al mismo padre, como les ocurre exactamente a los dos hermanastros de ficción. El resto lo pone la propia jungla urbana de Los Ángeles, una urbe interminable extrañamente animada por food trucks, restaurantes y coloristas calles que suenan de mil películas anteriores.
La serie parida por David E. Kelley, padre de la mitad de las series de abogados de la historia, y Ted Humphey (The Good Wife) fue ofrecida inicialmente a la CBS y recogida finalmente por Netflix tras sufrir dificultades de producción por la pandemia. Parece cosa del destino, puesto que en sí misma es el perfecto reflejo de una serie de abogados convencional para la factoría de Ted Sarandos, con temporadas de diez episodios perfectamente válidas para desarrollar cada una el arco de una novela.
Netflix, como con la nueva temporada de The Witcher, ha apostado con inteligencia por un sistema híbrido en el que divide la temporada en dos partes, cinco y cinco capítulos, para prolongar la conversación y no quemar la serie el primer fin de semana. Suficiente para no saturar y generar cariño por una producción amena, honesta, que no necesita más que un puñado de solventes actores televisivos, una estrella en ciernes (se respeta el origen latino del personaje con García-Rulfo, que como decimos, está fenomenal) y localizaciones atractivas para generar interés.
Un recuerdo de series de abogados clásicas, a las que la serie de Kelley, Humphrey y Connelly no trata de resistirse en absoluto. El abogado del Lincoln no oculta sus intenciones, pese al consabido número de giros y la, en efecto, un tanto excesiva acumulación de subtramas secundarias, que en todo caso ayudan a redondear una mirada moral, pero no moralista, sobre los abundantes claroscuros y contrastes del sistema penal norteamericano.
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