El pasado 20 de octubre me desplacé a Madrid para vivir el acto que, con motivo de su primer lustro, organizó esta prisión de galeotes y letracaptos que es Zenda Libros. Tuvo lugar en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, en los inicios de la Calle de Alcalá. Mientras me extasiaba con la constelación de olímpicos de la Cultura que deambulaban por las salas habilitadas, no podía dejar de admirar la fabulosa colección de vaciados que adornaban ambas estancias. Excelentes réplicas de esculturas clásicas que justifican por sí solas una visita a la institución. Trasegar un buen vino bajo la complaciente mirada de Apolo, amazonas o sátiros mientras contemplas a titanes de las artes te hace sentirte semejante a un dios.
Al día siguiente acudí al Museo del Prado. Sin rumbo. Mis pasos me encaminaron a la Sala 056B, donde reina el tríptico de Sandro Botticelli acerca de la inquietante historia de Nastagio degli Onesti. Me detuve en las obras de dos hermanos de los que mi escasa formación en Arte no tenía noticia ninguna: Amico y Guido Aspertini: El rapto de las sabinas y La continencia de Escipión. Datan de 1496 y fueron encargadas para la celebración de la boda de una noble boloñesa. Ambas están inspiradas en pasajes de la Antigua Roma como hijos del Renacimiento que son sus autores: participan de esa explosión de Humanismo en la que se iba abandonando paulatinamente la visión teocéntrica del mundo para centrarse en el ánthropos, en el hombre, con las nuevas luces que trajo el redescubrimiento de lo que Grecia y Roma aportaron a la Humanidad. Recorrí con fruición sus escenas, demorándome en sus detalles e interpretando lo representado gracias a los mimbres trenzados por mis maestros en la escuela e instituto rurales y en las aulas universitarias donde me formaron.
Escruté con más detenimiento La continencia de Escipión. A la izquierda un Escipión, trasunto de la representación idealizada que la tradición dio a Alejandro Magno, preside la escena sentado en su trono. Señala a una bella doncella, arrodillada ante él, que sus hombres le presentan. A su lado un galán, tocado con una pluma y portando un estandarte con un delfín, asiste preocupado a la acción. En el extremo opuesto unos hombres, portando floridos escudos y armas, combaten entre sí. Tras las colinas se vislumbra una ciudad costera cuajada de torres y cúpulas.
Busqué en la página del Prado, excelente, la descripción del cuadro. Me llevé una sorpresa al leer que lo que veíamos era la entrega de una joven cautiva a un caudillo bárbaro de su prometida, rehén de los púnicos, tras la conquista romana de Cartago. Para más inri Cartago estaba destacada con un hipervínculo que remitía a la Wikipedia y decía que era una ciudad fundada por los fenicios en África. Algo me chirriaba: el pasaje de la clemencia o continencia de Escipión, que libera a los cautivos que los cartagineses tenían presos para garantizar la lealtad de sus tribus, es conocido y varios artistas lo han interpretado. Pero los hechos no sucedieron en la Cartago africana, sino en Qart Hadast, a la que Escipión bautizó como Carthago Nova, la actual e hispana Cartagena. Dos rápidas consultas me permitieron confirmar el lapsus cometido por los responsables del Prado: la escena la cuenta Tito Livio en el libro XXXVI de su monumental Ab urbe condita, pero también hablan de ella Polibio y Aulo Gelio: se representa el momento en el que el imperator o general en jefe de las Águilas romanas en Hispania devuelve al caudillo celtíbero Alucio su prometida, de la que estaba rendidamente enamorado, sin haberla mancillado. A Escipión este gesto debió de saberle a hiel, ya que su padre y su tío murieron tras haber sido traicionados precisamente por los celtíberos, pero su magnanimidad hizo que los “bárbaros” abandonaran a los cartagineses y aportaran 2000 auxiliares.
Mientras me encaminaba a la sala del Bosco rumiaba que, si una institución tan prestigiosa como el Prado cometía errores de este calado, los millares de visitantes que tiene su página se quedarían con la versión errónea, pues no cuentan con los conocimientos que mis maestros me regalaron. Poco a poco se irían olvidando las fuentes primigenias, ya que, con el ataque brutal que han sufrido las Humanidades desde la LOGSE, el latín y el griego están más que aniquilados por la saña culturicida de PSOE y PP y de la zafia sociedad de la que salen los actuales dirigentes de todo el arco parlamentario.
Un grupo de unos 20 estudiantes de instituto, pastoreados por dos afanados profesores, se detuvo a mi lado ante la prodigiosa Mesa de los Pecados Capitales. Nadie prestó atención a la explicación, parapetados en la pantalla de sus móviles o moviéndose al son de los auriculares que pendían de sus oídos, cuales burros con orejeras. Con otra mirada de hastío liquidaron en segundos El jardín de las Delicias y El tríptico del carro de heno. Me compadecí de los profesores, jóvenes aún, que habían cargado sobre sus espaldas la responsabilidad de sacar a estos zagales de sus rediles y preparar meticulosamente la visita, para recibir a cambio caras de asco. Pero me apené ante todo por esos adolescentes, clones de los míos, a los que, como dije en otro artículo, les han robado la educación, la trinchera tras la que resguardarse de las inclemencias de una vida depredadora e inmisericorde.
En mis clases de Cultura Clásica para alumnos de los 14 a los 16 años estoy dando un repaso, a grandes pinceladas, a la geografía y contexto histórico de Grecia. Al llegar a la isla de Quíos, patria del aedo que abrió las compuertas de la cultura occidental con su Ilíada y Odisea, interpelé a mis pupilos sobre si a alguno le sonaba Homero. Ninguno dijo que sí. Como mucho alguien aludió al padre de Los Simpson. Tres o cuatro sesteaban sin recatarse, indiferentes a mis filípicas sobre que dormirse en clase es una falta de respeto, una señal de escasísima educación: están poniendo en evidencia a sus familias. Algunos se pasan las noches enganchados a dispositivos electrónicos sin dormir y vienen a clases a recuperar el sueño perdido, inmunes a reprimendas, sermones o similares. Y, cuando no es el sueño, se enganchan a la misma distracción del docente a sus móviles, que trastean a hurtadillas.
Con el ánimo sombrío me encaminé a la Sala 075, en la que, entre otras grandes obras maestras del XIX, se exhibe la Muerte de Séneca de Manuel Domínguez Sánchez. Este verano había estado en Roma y en uno de mis paseos por la Vía Apia descubrí que cerca de la Tumba de Cecilia Metela se hallan los restos de la sepultura del filósofo cordobés invitado a suicidarse por su antiguo discípulo, el emperador Nerón. Mis clases de latín de 4º suelo comenzarlas con una cita en latín de un autor romano. Séneca suele ser uno de los invitados. Observando la recreación que el autor hace del momento en el que el filósofo se mete en la bañera para acelerar su muerte tras abrirse las venas, me preguntaba si alguno de mis pupilos o sus coetáneos sentirían las mismas emociones que estaba experimentando yo.
A veces los dioses sonríen a este mortal de pueblo llegado a la Capital: me llamó Arturo Pérez-Reverte invitándome a un aperitivo en la Plaza Mayor. Estaba leyendo, precisamente, a Séneca, sus Cartas a Lucilio, en una edición de Cátedra para poder subrayar pasajes que le tocaran el ánimo. Me dijo que era la tercera vez que leía al cordobés. Que necesitaba hacerlo a sus muy cercanos 70. Ahora descubría cosas que no había descubierto con bastantes menos años.
Le comenté mi sensación de derrota, de impotencia tras estar más de 31 años intentando dejar un mundo mejor usando la educación y la cultura como arma de alfabetización masiva. Me miró con empatía y me recordó que él ya venía advirtiendo de que estamos inmersos en una etapa crepuscular en la que la cultura occidental entona su canto de cisne, en un suicidio autoinfligido en aras de un mundo materialista, superficial, utilitarista y fútil. Los que hemos tenido la suerte de recibir de nuestros maestros o ancestros una educación sólida, educación que hemos robustecido con nuestros empeños y afanes, a costa de grandes sacrificios de horas de estudio, somos como esos monasterios, dotados de sólidas murallas y prodigiosas bibliotecas, en los que podemos refugiarnos a la espera de que los bárbaros lleguen y den la puntilla al mundo que hemos conocido. Al menos nuestro apocalipsis será más soportable, rodeados de nuestros libros, películas, músicas y obras de arte, que nos ofrecerán puerto seguro en la postrera travesía.
Bebiendo sus palabras recordé la noche en la que nuestra Asociación Murciana de Profesores de Latín y Griego (AMUPROLAG) lo nombró Compañero de Honor (Honoris Comes). Nos dedicó una arenga que alguno podría considerar finisecular, pero que estaba cuajada de verdad, por muy dolorosa que nos pareciera. Vino a decir que los profesores, estudiantes y amantes de las Clásicas éramos como los 300 de Leónidas, que en el desfiladero de las Termópilas se enfrentan a un ejército varias miles de veces superior, sin dar un paso atrás, a pesar de saber que han sido copados y que serán atrapados entre dos pinzas por vanguardia y retaguardia. Como los espartiatas podíamos haber huido, pero decidimos mantener nuestra posición, aunque en ello nos fuera la vida. Los de Clásicas teníamos una elección: o rendirnos al bárbaro y entregarnos a un entorno de analfabetismo y hedonismo superficial o sucumbir con la misma dignidad con la que lo hizo Leónidas, parapetados tras nuestros textos.
Le apostillé que la Historia guarda memoria del diarca de Esparta y sus 300 Hippeis, pero se ha olvidado de los tespios y beocios que, pudiendo haber huido, compartieron su aciaga fortuna. Sobre todo me fascinan los 400 beocios: avergonzados de que su patria, Tebas, cuna ni más ni menos que de Heracles, se hubiera vendido a Jerjes, prefirieron morir en las Termópilas, aunque sabían que nadie guardaría recuerdo de su gesto.
Mientras el académico me guiaba por el Madrid de los Austrias, al que resucitó con la saga de Alatriste, insistía en que nuestra labor en los colegios e institutos es dotar a aquellos alumnos que aún se resisten a las hordas bárbaras de los conocimientos necesarios para poder acceder a ese scriptorium que los ponga a resguardo de la intemperie de materialismo utilitarista inmediato, ignorancia rampante, relativismo moral e intelectual, desprecio por el esfuerzo y el pensamiento reflexivo que los neobárbaros traen. Que les ayuden a capear los temporales que les deparará la vida, ofreciéndoles como mástil al que amarrarse para no sucumbir al canto de sirenas las lecciones que los clásicos nos siguen transmitiendo milenios después.
Mientras me dirigía al tren meditaba sobre la lección que los dioses me habían regalado tras ese paseo con el cartagenero. Su última obra, El italiano, está sembrada de referentes grecolatinos: sus héroes se llaman Teseo (como el que acabó con el Minotauro) y Elena (al igual que quien desempeñó el papel de causante del holocausto de Troya). El perro de la protagonista tiene el mismo nombre que el de Odiseo: Argos. La figura de Nausícaa, otra heroína homérica, aparece evocada varias veces. Si el postrer y fulminante ataque a las Lenguas Clásicas que trae consigo la perniciosa LOMLOE, parida por la camarilla de la nefasta Celáa, que, cosas veredes, va a hacer bueno al nocivo Wert, triunfa, ¿quién de sus próximos lectores podrá interpretar esas alusiones?
A mi paso me encontraba miles de cosas que bebían del Mundo Clásico, sin el cual no seríamos lo que hemos venido siendo. ¿Sabrán los desertores de la tiza, pseudopedagogos y politicastros de 100 al cuarto, quienes, desde despachos universitarios, escaños o gabinetes han perpetrado el mayor ataque contra la cultura y la educación jamás vomitado, la ingente deuda que nuestra civilización tiene con Grecia y Roma? ¿Serán capaces de reflexionar sobre que la mayoría de las materias que se enseñan en los centros educativos tienen nombres griegos: tecnología, matemáticas, historia, filosofía, química, física…? ¿Conocerán que hablan latín al nombrar a todos los días de la semana y meses del año: lunes viene de Lunae dies, jueves de Iovis dies, marzo de Martius o enero de Ianuarius? ¿Le dará su abotargado intelecto para descubrir que trigonometría, triángulo, circunferencia, cateto, hipotenusa, etc. son vocablos helenos? ¿Les importará saber que esto es así porque Tales, Pitágoras o Euclides, padres de las matemáticas, eran griegos?
¿No sería más fácil explicarles a los estudiantes de Química que muchos de los nombres y abreviaturas de la Tabla Periódica nos llegan a través del latín o griego? Ag. es la abreviatura de Argentum. Fe. nos llega de Ferrum. Mercurio, paladio, plutonio o niobio le deben su denominación a un personaje mitológico. Cloro procede del griego χλωρος, que significa «verde pálido».
¿Se habrán dado cuenta esos culturicidas de que si buscan un animal o una planta en la Wikipedia les saldrá su nombre científico en latín? Conejo es Oryctolagus cuniculus. Amapola, Papaver rhoeas. ¿Habrán caído cuando van al médico en que análisis, diagnóstico, diarrea, psiquiatra, otitis u oncólogo son términos helenos, ya que los ancestros de la medicina actual son Hipócrates y Galeno, griegos?
Cada vez que se sienten en su sofá a ver una serie de televisión, ¿dedicarán un pensamiento a que si los atenienses no hubieran inventado el teatro, de θεαω: ver, no se habría desarrollado ni el teatro actual ni el cine ni las series? Cuando disfruten de las aventuras de Juego de tronos o El Señor de los Anillos, ¿sabrán que sin un ciego griego del siglo VIII a.C. que regaló a la Humanidad Ilíada y Odisea, la literatura o el cine no habrían sido como son?
¿Serán conscientes de que en la historia del arte occidental el cristianismo es la primera temática, pero el segundo lugar lo ocupa la Mitología grecolatina? ¿Cómo van a poder interpretar obras de Botticelli, Miguel Ángel, Leonardo, Rubens, Velázquez, Goya o Picasso?
¿Van a privar a los lectores de descubrir los modelos clásicos a los que homenajean Jorge Manrique, Lope de Vega, Góngora, Garcilaso de la Vega, Cervantes, Bécquer o Brines? ¿Van a volver a asesinar a Homero, Hesíodo, Safo, Platón, Aristóteles, Esquilo, Sófocles, Eurípides, Menandro o Aristófanes? ¡Genocidas, amén de asesinos de las Humanidades!
Con éste llevo 32 años batiéndome el cobre en el lodo de las aulas públicas de secundaria. He intentado regalar a mis discípulos las llaves que les permitan entrar al scriptorium al que se refería Pérez-Reverte y guarecerse de la vacuidad y hostilidad de estos tiempos aciagos. He intentado enseñarles cómo amaban Catulo, Ovidio, Propercio o Tibulo. Les he presentado a Safo y que el amor no entiende de sexos
Hemos hallado amparo y consolación en Séneca, Marco Aurelio y Epicteto. Hemos reflexionado sobre la condición humana también con Plutarco y Cicerón. Nos hemos compadecido hasta la médula del pío Eneas y su cohorte de refugiados de guerra gracias a Virgilio, alabando a Dido por empatizar con sus desgracias y ofrecerles hospicio. Nos hemos estremecido con la brutalidad de la guerra de la mano de Homero y Virgilio, respetando a los enemigos a la vez y apiadándonos de los vencidos, como nos enseñaron Esquilo y Eurípides. Hemos desafiado al poder injusto, que atenta contra los derechos humanos con Antígona. Hemos bogado en el Argos o penetrado en las entrañas del Laberinto con la amenaza palpitante del Minotauro. Nos hemos desternillado con Aristófanes y Plauto. Si eso ha aprovechado a los que han pasado por mis aulas y de ellos he conseguido sacar personas más humanas, empáticas y comprometidas con la sociedad es algo que se me escapa, que no depende de mí solo.
Mi padre, al que la parca me arrebató hace un par de semanas, fue Maestro. Ya casi borrado por el alzheimer, seguía diciendo que se sentía orgulloso de haberlo sido. De haberles abierto a sus alumnos la jaula de la ignorancia, dado alas y enseñado a usarlas para salir de ella y volar por sí mismos. Si alguno, aun teniendo la puerta abierta y las alas que le había dado su maestro, quería permanecer en su jaula de ignorancia, era cosa que no dependía de su mentor.
Me pregunto con desasosiego dónde buscarán refugio las próximas generaciones cuando se percaten de que las hordas bárbaras de tiktoteros, youtubers, influencers o similares, siempre que usen el patético Spanglish, vomitado por la ola de jilipollalingüísmo, ya las han copado y cercan sus vidas con sus dientes goteando bilis. ¿Se refugiarán en los vídeos del Rubius u otros pendejos que prefieren refugiarse en Andorra o paraísos fiscales para no pagar impuestos en el suyo? ¿Buscarán alivio a la vacuidad reinante en los rebuznos de Belén Esteban, Paquirrín, Rociíto o los Matamoros? ¿Convertirán en su última torre los mensajes fútiles con tufo a Coelho de cualquier niñata o niñato con millares de seguidores en redes sociales? ¿Serán cómplices de los reos de lesae humanitatis que han exterminado las humanidades los que los han venido sosteniendo con sus votos, insensibles a que a las nuevas generaciones les hayan robado la educación, la cultura, la memoria y la disciplina?
Queridos visitantes de esta Cueva del Fauno, como dijo Pérez-Reverte, en una situación en la que estamos, en la que los bárbaros ya nos han cercado, tienen ustedes una elección: o se pasan con todo el equipo a los nuevos Jerjes, traicionando lo que Europa y Occidente han venido siendo, o se revisten de las grebas de los tebanos que renegaron de la alevosía de su patria e intentan acompañar a los Leónidas que aún resisten en las pequeñas Termópilas dispersas a lo largo y ancho de nuestra geografía. Los que viven cerca de Madrid tienen la oportunidad de batirse al lado de estos espartiatas el próximo sábado 6 de noviembre de 12 a 14 horas en la calle de Alcalá, 34, frente al Ministerio de Educación. Ante los representantes del sátrapa podrán decirles a quienes en este acabóse piden las armas de la cultura, del esfuerzo, de la educación y que reneguemos de nuestros ancestros: MOLÓN. LAVÉ.
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